
TAMBORES
Por Alejandro Flores
18/2/2025
Retumban al otro
lado del rio. De noche y de día golpean nuestros oídos. Los nativos afirman que
es la gente maldita quien así nos atormenta, una raza condenada a tocar el
tambor hasta que llegue el día del juicio final. Es la única cantinela que
conocen… una sarta de bobadas supersticiosas. Esos demonios arrogantes solo
pretenden socavar nuestra moral.
No puedo descansar.
No hay manera de sacarme ese ritmo de la cabeza. Creo que cada día que malgasto
aquí pierdo algo de cordura, pero eso no es lo único que me preocupa… sospecho
que mis hombres adolecen una extraña afección. Algunos miembros de la tropa soportan
largos períodos de inmovilidad, con la mirada fija, perdida entre la vegetación
que crece y se desarrolla al otro lado del río. Luis Figueroa, mi
lugarteniente, fuma en pipa sentado sobre el último escalón del barracón de oficiales.
Ya le he sorprendido varias veces murmurando. Pronuncia palabras que ni
siquiera he escuchado entre los nativos. Cada vez estoy más convencido de que
si no le pongo remedio, y pronto, la compañía entera caerá presa de una extraña
demencia. El puesto avanzado se convertirá en un lugar ingobernable.
Esos condenados
tambores…
***
Por la mañana me
levanté temprano para cruzar el río. Me acompaña Yusuf.
Ayer, cuando se lo
propuse, su rostro de ébano se contrajo en una mueca horrible:
—Mala idea, señor
—balbuceó él—, no hay que ir hacia los tambores. No buenos.
—Recoge tus cosas.
Nos marchamos —le ordené.
Él pronunció algo
en su idioma maldito, pero obedeció igualmente.
Hacia el mediodía,
desembarcamos en una playa de arena blanca y ocultamos el bote entre la maleza
de la rivera. Después nos adentramos en la selva. La vegetación es tan
agobiante como una constrictor. Es opresiva y tirana. Se apodera de nuestros
sentidos.
Y los tambores
siguen ahí, ¿podéis oírlos?...
***
Hemos montado un
campamento en el claro. Yusuf tiene el primer turno de vigilancia. Aquí estamos
a merced de las bestias horribles y ponzoñosas que se arrastran por el suelo,
también de las que acechan en las sombras. No sé si será por el cansancio y el
calor húmedo, pero aquí los tambores suenan más apagados. Su tono es un tanto
sordo y distorsionado. Me recuerda al tañido melancólico de la llamada a
difuntos, en el campanario de mi pueblo, en la mancha.
El agotamiento será
lo único que me aleje de la estilográfica… añoro a mi esposa y a mi hijo. No
veo el momento de regresar a casa, en territorio patrio. Me alisté en esta
odiosa milicia colonial porque necesitábamos el dinero. Los médicos que han
estado tratando a mi Teresa son peores que los prestamistas judíos. Por su
culpa estoy aquí, jugándome la vida, y no tendré más opciones hasta que les
page hasta el último real que les debo. Pero mi vida no vale nada sin ella. No
quiero perderla por nada en el mundo… la amo tanto…
***
Esta mañana,
después de beber un café terrible, Yusuf y yo emprendimos la marcha. Confieso una
completa ignorancia geográfica, pero el buen Dios, en su infinita sabiduría, me
lo compensó otorgándome un excelente sentido de la orientación. Poseo la
brújula interior de una paloma. Y no es presunción: soy capaz de detectar la
menor desviación del rumbo.
Gateamos entre las
zarzas y atravesamos el curso de una torrentera, con las botas anudadas al
cuello, pero sé que no hemos avanzado nada. Le he trasladado todos mis
temores a Yusuf, pero él me ha ofrecido algunos argumentos sobre el mapa. Creo
que sabe lo que hace, así que le daré un voto de confianza.
La selva no nos
quiere aquí. Los árboles de la ceiba nos observan como gigantes envidiosos y el
suelo que pisamos es tan rojo como la sangre, como la que anhelan las
sanguijuelas que se nos lanzan desde las hojas. Cuando acabamos la jornada, hemos
de arrancarlas de nuestra piel con la hoja de un cuchillo calentada al fuego. No
sé cuánto tiempo más habré de soportar esta tortura…
***
El grito de un gálago
me ha despertado en medio de la noche.
Los tambores no
descansan… se escuchan por encima del rumor provocado por los seres noctívagos.
Hemos acampado en
la base del gigantesco tronco de un árbol muerto. Yusuf está encaramado en una
rama. Vigila arrebujado bajo una túnica de lana, como un ave nocturna. Será por
el insomnio, pero ahora mismo soy consciente de lo poco que conozco al hombre
con quien comparto mi suerte. Mientras descanso sobre el lecho de hojarasca
comprendo que estoy a su merced. Ese salvaje bien podría tomar una piedra,
sacar su cuchillo ritual, o emplear la culata del rifle mauser, para convertir
mi cabeza en una pulpa roja y sanguinolenta… no sé por qué mis pensamientos
discurren de esta manera. Ni siquiera entiendo por qué desconfío de él.
Hasta donde sé,
porque los nativos son muy herméticos, Yusuf es padre de familia y tiene tres
esposas. Vive en una aldea cerca del puesto avanzado y cuando no está
trabajando para la milicia colonial se dedica a pastorear cabras. Creo que es
un buen hombre.
Voy a tratar de
retomar el sueño, aunque sólo sea durante una hora.
***
Dios todopoderoso,
¡hoy nos hemos librado de una muerte segura!... os lo referiré desde el
principio:
Durante nuestra
tercera jornada a través de las entrañas de esta tierra impía, oculta a la
vista del creador, Yusuf se fijó en un punto del horizonte, en una elevación
del terreno.
—El pilar del
cielo —murmuró.
Yo no entendí y
así se lo hice saber.
El salvaje me
dirigió una mirada que me produjo ira, pero le apremié a seguir hablando.
—Los malditos.
Aquí. Origen.
Terminé de beber
en mi cantimplora y le expliqué que yo soy cristiano, que no creo en fábulas. Entonces
el negro se volvió loco: meneó la cabeza y se secó el sudor que cubría su
frente en forma de perlas transparentes, después, movió sus manos y se puso a
gritar:
—Eran como tú
—señaló mi rostro y luego a lo alto de la montaña, para añadir—: bajaron de
allí.
Yo le pregunté si
se refería a gente blanca y asintió. Después, le pregunté si habían venido del
cielo y volvió a asentir. El muy ignorante estaba completamente aterrado, así
que le aparté de mi camino y saqué unos prismáticos. La montaña era condenadamente
alta, y el manto de nubes que rodeaba su cima estaba tan tupido que no
distinguí nada.
—¿Podemos subir
allí arriba? —le pregunté.
Yusuf se apartó de
mí, como si yo portara la lepra, y negó varias veces con la cabeza.
—Vamos a subir —ordené.
El pobre salvaje
volvió a sudar, balbuceó, trató de explicarse en vano, pero al final obedeció.
La montaña es
terrible. Sufre el asedio de una vegetación tan enmarañada que tardamos varias
horas en abrirnos paso con nuestros machetes. Una vez alcanzada su base
silenciosa, Yusuf trepó por el granito húmedo y me fue lanzando la cuerda.
Sólo nos detuvimos
para recuperar el aliento, y lo hicimos en una cornisa desde la que se podía contemplar la hermosa
planicie verde jade, acariciada por la niebla, limitada a lo lejos por los
meandros del río Muni. Desde allí me pareció distinguir el puesto avanzado.
Entonces recordé a mis hombres. Deseé…
yo solo esperaba que Figueroa conservase la lucidez necesaria para gobernar
al centenar de hombres a su cargo.
Restos. Allí
arriba nos topamos con los viejos despojos de un Zeppelin: algunas partes
completas de su estructura, la góndola, sus motores, también cubertería
destrozada, efectos personales o chatarra. La brisa animaba los etéreos girones
de lona, todavía adheridos a las rocas.
Sin quererlo nos habíamos
convertido en mudos testigos de una tragedia, de un naufragio en las alturas. Comprendí
que, como un escollo afecta el vientre de un barco, aquella roca debió rasgar
la cubierta de la aeronave provocando su perdición. Y es que la niebla que se
cierne sobre el pecio resulta insoportable. Aquí, el silencio no es completo
porque se escucha el ritmo sofocado de los tambores. Sentí que todo lo que me
rodeaba era irreal, que despertaría en cualquier momento… entonces, Yusuf me
llamó y supe que no dormía.
Me lo encontré reclinado
sobre algunos escombros. Había descubierto algo entre los restos de un mamparo:
un cadáver.
Uno de los
tripulantes había quedado aplastado durante el accidente y lo único que
sobresalía era su brazo. A la vista quedaba la mano esquelética y un uniforme
militar. En seguida me asaltó la curiosidad, así que le dije a Yusuf que me
ayudara a levantar el mamparo roto. Él me miró con unos ojos desorbitados, pero
le amenacé con crearle un consejo de guerra y reaccionó.
Alemán. El cadáver
pertenecía a un oficial del ejército del aire, la Luftwaffe. Estaba tan
irreconocible que apenas se podía distinguir alguna humanidad en él. Pero
nuestro trabajo no fue en balde porque descubrimos un diario. El desdichado
había intentado protegerlo en un último y vano intento.
Apenas conozco
unos rudimentos sobre la lengua de los teutones, pero conseguí transcribir un
puñado de frases reveladoras:
…lo encontraron en
los Montes Tibesti… hacia el museo de Berlín… condenado viento que nos
arrastra… Oeste… locura…
Un sudor frío me
bañó el rostro cuando traduje la última palabra. Los tambores bramaban de
fondo, furiosos, desatados en un frenesí desconocido hasta el momento. Y Yusuf
apareció de repente. Rodeaba unos bloques de piedra.
—Señor, ahí —señaló
hacia un lugar.
Comprendí que su
alma de explorador no se había serenado mientras yo ejercía de traductor. Le
seguí.
Al otro lado de la
cúspide, entre dos inmensos bloques acostados, había una abertura en la pared.
Los sobrevivientes habían acumulado mobiliario y todo tipo de bultos para
cubrir un acceso. Por lo que había leído en el diario, supuse que esos
malnacidos habrían encontrado algo valioso en las montañas Tibesti, uno que
trasladaban hacia Berlín cuando les sobrevino el desastre. Confieso que sentí
inmediatamente la llamarada de la codicia, o de la necesidad. Yo sólo pensé en saldar
las agobiantes deudas de los médicos que tratan a mi Teresa. Me olvidé de los
tambores, de por qué estaba allí, y obligué a Yusuf a ayudarme con los
escombros de la abertura.
Achtung! Gefahr!
Atención, peligro.
Aquellas palabras aparecieron
escritas por todo el contorno de la oquedad, al otro lado del paso recién
despejado. Me detuve.
Si esos tipos hubieran
escondido un tesoro allí arriba habrían tomado todas las precauciones posibles.
Yo también hubiera apelado al miedo como último recurso para proteger un botín,
así es que me aventuré en la oscuridad.
Le dije a Yusuf
que me esperara fuera. Había decidido no contarle nada de lo del diario y
tampoco pensaba hacerlo. El salvaje codicioso bien podría desear las riquezas
para sí mismo, despeñándome a la primera oportunidad que tuviera.
Maldad. Eso fue lo
primero que sentí al ocupar la cavidad. Pude haber dado la vuelta, haber
descendido con mi salvaje y haberlo olvidado todo; pero no lo hice, en aquel
momento me cegaba la codicia. Lo admito.
Las gotas caían a
mi alrededor desde un techo que brillaba por la condensación. Producían una
melodía extraña, cristalina, amplificada por el espacio vacío. Olía a humedad y
podredumbre, así que llegué a pensar que lo único que habían escondido allí
dentro eran los cadáveres; yo habría violado un último acto de humanidad, el
monumento funerario de los supervivientes hacia sus caídos. Fue un breve
pensamiento, pero me resultó tan horrible que hube de cerrar los ojos para
tranquilizarme. Al menos allí dentro no se escuchaban los odiosos tambores, lo
que me provocó un gran placer: era la primera vez en varios meses que no los
escuchaba. Pero no tenía pensado demorarme allí más de lo necesario, Yusuf me
estaba esperando y yo no quería que entrara, así es que continué.
Susurros. Los
comencé a escuchar en un punto. Pensé que era el sonido de torrenteras fluyendo
por algún lado, pero en seguida recordé lo que me enseñó Esteban, mi profesor
de escuela: el granito no es tan erosionable como la roca caliza. Ignoro
si tendría razón o no, pero los susurros se prolongaron algún tiempo más, mientras
caminaba entre dos inmensos bloques de roca apoyados el uno contra el otro, por
una galería corta y sin huecos laterales, un vacío en forma de prisma
triangular casi perfecto...
Yusuf detectó mi
turbación en cuanto salí del túnel. No sé lo que vio en mí, pero el salvaje parecía
aterrado. Y no es para menos…
Yo sé lo que vi,
pero no soy capaz de explicarlo de un modo racional. Pude haber permanecido allí
dentro durante algunas décadas, con la mirada fija en lo que no tiene forma. En
lo que es más negro que la oscuridad. Más antiguo que las rocas que lo
contienen… ESO me devolvió la mirada.
Un zumbido brotó de
las entrañas prohibidas de la montaña. Era como si un millón de avispas se
estuvieran congregando para lanzarnos sus terribles aguijones. En el exterior los
tambores retumbaban furiosos.
Yusuf no esperó a ver
lo que ocurriría a continuación y corrió hacia el borde del abismo. Yo le
seguí.
Fue un descenso
alocado. Resbalamos, nos asimos de las paredes como si nuestras vidas no
valieran nada. Me golpee en las costillas. El salvaje se lastimó una mano.
Escapamos de milagro…
En el nombre del
buen Dios… pero, ¿qué es esa cosa? ¿acaso le arrancaron el corazón a la montaña?
***
Hoy he amanecido
con una terrible jaqueca. Las visiones de la jornada anterior apenas me han
permitido pegar ojo. Sé que mi salvaje me mira con recelo. Dice que tengo
fiebre, que debemos volver porque necesito a un médico. Tonto ignorante.
Mi contacto con ESO
me ha abierto la mente. Ahora comprendo que los tambores son una llamada y sé
exactamente el rumbo que debemos tomar. Yo llevo la delantera, pero Yusuf se
comporta como un lunático. Todo el tiempo besa sus amuletos, reza, y trata de
persuadirme para que demos la vuelta. Médico, médico… ese negro parece
no conocer otra palabra en su vocabulario.
Debemos llegar al
origen.
***
Ya no está. El
salvaje entrometido no volverá a molestarme. Discutimos varias veces durante el
camino, pero anoche, mientras dormía, me ocupé de él… ahora mismo está debajo
de una gigantesca ceiba.
Yo SÉ exactamente
dónde debo ir. Los tambores me cuentan cosas que antes no podía comprender.
Hace mucho calor. Me arde el pecho… agua…
***
El origen…
Estoy en el lugar
adecuado. Ningún hombre ni divinidad ejerce autoridad alguna en este lugar.
Tampoco el tiempo.
Aquí están los de
la montaña. Lo sé por los restos de uniforme que todavía permanecen adheridos a
sus cuerpos. Yusuf decía que eran hombres blancos, pero no lo son… no pueden
serlo. Un furor salvaje los anima, alguna forma de locura o energía que no es
propia de nuestro mundo. Saltan frenéticos y gesticulan, aporrean sus extraños
tambores, fabricados con lo que parece piel humana. Me recuerdan vagamente a un
puñado de arañas enloquecidas…
Ellos me observan
desde la oscuridad de sus cavidades oculares. Percibo un brillo nacido en el
fuego de otro Sol…
***
Un percusionista
me hace entrega de un mazo. Me horrorizo al comprobar que es un fémur humano,
pero más aún al no reconocer mis propias manos. Son grises y están
completamente resecas, mis dedos son largos y vermiformes. No sé cuánto tiempo
llevo aquí, pero no he comido ni bebido nada…
La tropa me
espera, me cerca con sus instrumentos. Me anima. No puedo continuar poniendo
mis memorias por escrito, al menos de momento. Me siento un poco indispuesto.
Debo tocar el
tambor porque ESO que vive en la montaña así lo quiere.
Yo me uniré a su
estruendosa compañía… sólo tocaré un rato para contentarlos a todos. Después
regresaré con mis hombres para referirles todo lo que me ha ocurrido. Y volveré
con mi hijo y con Teresa… porque la amo… la amo tanto…
DUM
DUM DURUM DUM DUM DURUM
FIN
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