LA OBSOLESCENCIA DE LA CARNE

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MERCENARIOS, BANDAS CALLEJERAS, CIBERNÉTICA Y CUERPOS INTERCONECTADOS EN UN OSCURO MADRID FUTURISTA
La obsolescencia de la carne
UN RELATO CIBERNOIR






Por D+D PUCHE DÍAZ [*]
 
Publicado en 16/1/2025
 
 
 
     

Parte 3
 
 
>>Lee la Parte 1>> Me había quitado a uno de ellos de encima y la niebla electrónica me daba unos segundos de iniciativa, además de provocar interferencias leves en sus ópticos y comunicaciones también en los míos, pero mi ventaja era efímera y esos tipos eran profesionales; noté por su reacción inmediata que estaban bien adiestrados. Cuando uno ha estado media vida destinado en una unidad de reconocimiento y ha participado en tres guerras y en infinidad de acciones de combate, capta estas cosas a la primera. Las intuye en cada gesto, en la actitud, en los movimientos del rival. Y además eran más jóvenes que yo, con lo que llevarían un montón de chatarra nueva con la que podrían machacarme fácilmente. Menos mal que siempre hay algunos trucos para reducir esa ventaja; la veteranía cuenta para algo, afortunadamente, porque si no, los viejos sobraríamos en este mundo. Pero aún tenemos cosas que hacer.
Tras abatir al primero me moví rápidamente en diagonal hacia el siguiente objetivo, guiándome entre la niebla por la imagen mental que había memorizado, de un solo golpe de vista, antes de lanzar las cápsulas. En combate, mantener en todo momento la noción del espacio y el tiempo es vital. La niebla me afectaba a mí tanto como a ellos, pero seguramente mis adversarios dependían más de la electrónica, así que mi superioridad táctica radicaba en ser capaz de aguantar unos pocos segundos más sin ella, valiéndome sólo de mis sentidos e intuición; porque, pese a las interferencias en sus infrarrojos y ultravioletas, y en sus sistemas de adquisición de blanco, en cuanto pudieran triangular mi posición con sus pasivos estaría acabado. Tenía sólo unos instantes para actuar. Lo primero era alejarlos de la chica, y lo segundo liquidar al menos a otro de ellos para hacer dudar a los restantes; si conseguía hacerlos retroceder, aprovecharía para escapar con ella de allí. ¿Por qué lo estaba haciendo? ¿Por qué me jugaba la piel por aquella joven que poco antes me había tratado como un cubo de basura? Obviamente, por un trasnochado sistema de valores. Y que ella me contratara, si salíamos de allí vivos, tampoco me vendría mal; estaba sin blanca.
Flanqueé al del lado izquierdo mientras éste intentaba localizarme; no me veía, aunque podía oír mis pasos a la carrera si bien la niebla también amortiguaba y refractaba el sonido, y abrió fuego, pero sus balas impactaron contra varios coches. A esos tiros les siguieron otros tantos de sus compañeros, fuego a voleo que era más para impedir que yo les disparara que un intento serio de alcanzarme. No hubo ninguna palabra, ningún grito; o conseguían comunicarse por Enlace o es que se sincronizaban perfectamente: oía sus pasos cerrarse en torno a mí. Eran claramente profesionales. Me parapeté tras una columna a pocos metros de mi objetivo, entre holopaneles que temblaban por las interferencias, y esperé unos segundos. Al cesar mis pasos, sus disparos se interrumpieron.
La niebla se disipó lo suficiente como para que sus sensores pudieran empezar a fijar objetivos. Apenas me quedaba un instante, porque ya debían de haber adivinado que estaba tras esa columna y estarían esperando el más mínimo movimiento, forzando su óptica al máximo para reconocerme entre los jirones de la bruma ámbar que ya se disolvía; con que uno de ellos me marcara, los otros podrían disparar a ciegas a través de la niebla, así que tenía que hacer algo ya.
Oí los pasos, aunque lentos y precavidos, del que estaba más próximo, acercándose a mi posición. Debía de estar a unos cuatro metros. Desde detrás de la columna dejé rodar por el suelo un regalito, en su dirección, y gritó inmediatamente: «¡Granada!». Esa granada aturdidora no le afectaría en absoluto, porque sus ópticos se polarizarían instantáneamente ante el cegador estallido de luz, y su audio sería inmune al estampido de 200 decibelios; pero yo no contaba con aturdirlo durante un minuto, sino que quería distraerlo únicamente durante cinco segundos, ante la amenaza de que la granada tuviera carga explosiva. Por eso, ni siquiera la activé; en el lapso que su reconocimiento visual tardaba en identificarla, salí de mi cobertura agachado, apuntándolo con mi carabina MPK-4, y abrí fuego con el selector en semiautomático. Un proyectil de 11 mm de baja velocidad, de escaso alcance, pero devastador contra objetivos personales a corta distancia, le hizo estallar la parte superior de la cabeza, desparramando sus sesos en un buen radio. No esperé a que terminara de desplomarse y disparé en automático con el segundo cargador munición estándar de 7,62 mm hacia los otros, simplemente para obligarlos a cubrirse mientras retrocedía entre los coches hacia la chica. En ese momento, dos disparos de automática estuvieron a punto de alcanzarme, pero impactaron contra la ventanilla lateral del coche que tenía detrás, dejando en el vidrioplástico sendos agujeros perfectos. Unos disparos verdaderamente buenos, hechos en movimiento y entre los últimos restos de bruma ambarina; ciertamente, mis adversarios eran del gremio. Ni una voz cuando cayó su compañero. Todo comunicación interna, para no delatar la posición. Eso es entrenamiento.
Pese a todo, mi táctica funcionó; y menos mal, porque si no hubiera estado en verdaderos problemas. Los dos restantes, uno de ellos el que estaba al mando, retrocedieron mientras hacían fuego de supresión, ya sin peligro para mí, pues corría agachado tras una línea de coches, buscando a mi no-clienta para sacarla de allí. Sólo había ganado algo de tiempo antes de que intentaran hacerme una pinza, y además, puede que tuvieran por ahí en la furgoneta en la que habían hablado de meterla mientras yo todavía estaba emboscado armamento pesado, así que tenía que dar con ella y extraerla cuanto antes. No iban a renunciar a su objetivo, de eso estaba seguro, y no iban a dejar de vengar a su compañero caído.
Cuando empezó el tiroteo, la chica soltó un único y breve grito de miedo y desapareció rápidamente de mi campo perceptivo; yo estaba centrado en otras cosas, desde luego. Afortunadamente, no me costó mucho encontrar su escondite: los infrarrojos me indicaron que estaba a pocos metros de mí; había retrocedido hacia el ascensor y se había ocultado tras un monovolumen. Y, también afortunadamente, el miedo la había paralizado y no se había atrevido a subir de nuevo en el ascensor, porque entonces el escape de aquel lugar hubiera sido prácticamente imposible. Mi coche estaba en el subnivel 2, justo encima de nosotros, y teníamos que subir rápidamente por la escalera de acceso y salir de allí quemando ruedas.
Llegué hasta ella rodeando el monovolumen. Estaba sentada con la espalda contra el vehículo, muy asustada; estaría sufriendo un ataque de ansiedad, si es que no llevaba amortiguadores de adrenalina, lo que en situaciones como ésa tampoco era lo más conveniente. Dio un respingo al verme, con los ojos muy abiertos, las pupilas contraídas; en efecto, estaba hiperventilando. Levantó hacia mí una mano vacilante, con una pequeña pistola impresa, y tuve que quitársela de un tirón.
Aparta eso, coño, que me vas a pegar un tiro en la cara. Toma, guárdatela le dije, mientras se encogía, todavía con la mano levantada en un fútil gesto defensivo, pero me reconoció al cabo de unos segundos. Con esa mano aún temblándole, se guardó la pistola en el bolsito.
Sí, soy el tipo del bar confirmé, el OVS que no querías contratar, ¿recuerdas? Pues me temo que vas a tener que hacerlo, amiga mía; mis servicios te son muy necesarios.
Asintió con la cabeza varias veces, aunque casi imperceptiblemente, angustiada, la pintura de los ojos desdibujándosele lentamente por las lágrimas. No podía hablar. La cogí de los brazos y la ayudé a incorporarse; mientras tanto, en esos segundos vitales, mis pasivos controlaban cualquier movimiento que se aproximara a nosotros. En mi conciencia, como un susurro, sentí la presencia de alguien que entraba en mi campo perceptivo, incluso antes de verlo u oírlo seguíamos tras el monovolumen, que, por cierto, no nos iba a proteger del impacto de un arma pesada, así que había que moverse. Estaba a unos veinticinco metros y se acercaba despacio, siguiendo una trayectoria oblicua, por las siete. Enseguida apareció otra señal, que se movía más deprisa y en línea recta, desde las once. Ése era el ataque directo, probablemente con armas ligeras, al que cubría el primero, puede que con algo más potente; un ataque envolvente típico.
¿Ves la puerta de la escalera, al lado del ascensor? murmuré a la chica. Tenemos que llegar hasta allí ahora mismo, ¿vale? Mi coche está en la planta de arriba, así saldremos de aquí. ¿Estás lista?
Ella asintió entre sollozos, pero miraba la docena de metros que nos separaba de esa puerta, distancia por completo al descubierto, con verdadero pavor. Tenía los ojos como platos y temblaba como un flan. No la vi muy convencida.
¡Vamos, sin pensarlo! le grité. ¡Ahora o nunca! ¡Corre, corre!
Reaccionó demasiado bien, supongo que después de una buena descarga de inhibidor emocional; no le duraría mucho, así que tenía que aprovechar los últimos instantes que nos quedaban, porque ya teníamos a los atacantes encima. Mientras ella corría lo mejor que podía con sus botas de tacón y su falda larga, aferrando con fuerza su pequeño bolso como si su vida dependiera de ello, yo me quedé atrás para cubrirla; o para cubrirnos, vaya, porque de lo contrario ninguno de los dos llegaría vivo hasta la escalera. Hice lo que pude en apenas cinco segundos: desde un lado del monovolumen disparé una ráfaga larga con el MPK-4 hacia el que se acercaba por el costado, cubriéndose tras los coches. Ni siquiera podía verlo, aunque lo ubicaba espacialmente; lo único que pretendía era ganar una brizna de tiempo para alcanzar la salida de la planta. Sin demora, solté la carabina, que se quedó colgando de la correa cruzada sobre mi pecho; desenfundé la SIG P550, y corrí a toda prisa tras la chica mientras me giraba hacia atrás y no dejaba de disparar en dirección al que venía frontalmente. Vi fugazmente cómo se echaba a un lado, tras una columna, mientras yo vaciaba medio cargador largo de veintiuna balas. Justo en ese momento atravesé el marco de la puerta, y dos tiros muy ajustados dieron en la pared; un tercero me acertó en la espalda, pero mi chaqueta de plasticuero lo absorbió y sólo sentí el aguijonazo de una 9 mm a esa distancia.
Una mirada rápida y me hice una composición de lugar. Ella me esperaba escaleras arriba, en el rellano de la entreplanta, mirándome desde la barandilla con rostro angustiado. Oía los pasos rápidos y ligeros, cada vez más cerca, del que se acercaba por mi espalda. Y, de repente, ¡bum!, se abrió un boquete de unos treinta centímetros de diámetro en la pared que separaba las escaleras del aparcamiento. El otro atacante, en efecto, llevaba artillería de apoyo, probablemente una escopeta con cargas explosivas. La chica dio un grito, sobresaltada, y yo le dije «¡Sube, vamos, sube, no me esperes!». Lo cierto es que la cosa estaba jodida, porque no nos iba a dar tiempo de llegar al coche y yo, por lo menos teniendo que mantenerla con vida, no podía enfrentarme frontalmente a ellos. Evalué muy negativamente nuestras probabilidades de salir de allí y pensé que tal vez habría sido mejor quedarme arriba, en el Barracón, tomándome otro sante Fe e intentando ligar sin éxito. Pero entonces llegó nuestra salvación. Bueno, fue nuestra salvación en ese momento; luego se convertiría en una complicación de cojones.
Se abrió la puerta del ascensor. Se oyeron los pasos de varias personas y unos gritos amenazadores. Y, de repente, empezó un fuego cruzado entre nuestros atacantes y quienes quiera que fueran esos que acababan de bajar. Capté inmediatamente que no eran menos de cinco y llevaban automáticas ligeras y subfusiles compactos; el traqueteo de los disparos era inconfundible. Aprovechamos el respiro que nos dieron no me podía creer la suerte que estábamos teniendo para subir las escaleras rápidamente, yo detrás de ella, cubriéndola. Pero antes de que girara en el siguiente rellano, me dio tiempo de ver a uno de los desconocidos entrar en el inferior, mirando a su alrededor como si buscara a alguien o sea, a nosotros con furia asesina. Levantó la cara hacia mí y, justo en ese momento, cayó abatido por un disparo en la espalda, que pasó a través del boquete en la pared, del mismo tipo de carga explosiva que lo había abierto pocos segundos antes. Un tiro realmente bueno que nos libró de nuestro perseguidor más inmediato y prácticamente lo partió en dos.
Subí el último tramo de escalera saltando los escalones de tres en tres, salí al subnivel 2 del aparcamiento y apunté con la SIG a ambos lados, por si había alguien esperándonos, a la vez que cubría con mi cuerpo a la chica, que estaba allí, jadeando, esperándome.
¡Vamos, vamos, vamos! grité, abriendo camino hacia mi coche, que providencialmente había dejado allí. Treinta metros más y estaríamos a salvo, al menos si no nos emboscaban en la salida a la calle, que en ese momento era mi principal preocupación. Miré alrededor y, al no detectar presencia humana, enfundé la pistola para poder conducir. Nadie parecía seguirnos, y el sonido de los disparos nos llegaba desde la planta inferior, aunque muy amortiguado. Allí abajo se había montado un buen tiroteo.
En esos instantes en que corríamos hacia el coche, pasaba en bucle en una ventana de mi SPD la imagen del tipo de abajo, justo antes de ser alcanzado. Un típico sicario barato, con estética de banda callejera: cabeza rapada con tatuajes tribales fosforescentes, cicatrices en la cara que parecían señales de rango, camiseta de tirantes con pantalones deportivos y una enorme chaqueta acolchada iNuit encima, muy apropiada para esconder armas de fuego; al cuello, un montón de collares y colgantes con abalorios de santería y vudú, y sobre el muslo, sujeto con correas, un machete enfundado. Sería un Salvarroja, supuse. Pero a ése en concreto yo lo había visto antes. Era uno de los despachadores que estaban en la galería, arriba, cuando salí del Barracón. Revisé en mi BioDrive mi memoria reciente, que afortunadamente aún llegaba hasta ahí, y… en efecto, seis jóvenes de estética similar, con aire muy agresivo; parecían estar buscando a alguien y se alejaron con paso tranquilo, sin mirar atrás ni llamar la atención en absoluto cuando yo salía del garito, porque se acercaba una patrulla policial acorazada por el extremo opuesto de la arcada. Recordé que en ese momento me llamó la atención ver la patrulla, porque no era muy frecuente que los polis anduvieran por allí a esas horas, y hasta me pregunté si los habría llamado ella.
Así que la chica huía de esos pandilleros, que la estaban siguiendo, y por eso entró en el Barracón; no habían bajado al aparcamiento por casualidad, ni se habían enzarzado en un tiroteo letal con los mercenarios que querían secuestrarla simplemente porque las balas estuvieran baratas. Pero entonces, ¿por qué dos bandos distintos de tipos armados hasta los dientes andaban detrás de ella? ¿Qué relación tenían ésos con la historia cuyo final llegué a oír vagamente cuando llegué al aparcamiento? Porque entre los intereses de un grupo de comunicación y los de una banda callejera suele mediar un abismo: el tipo de delincuencia al que se dedican no tiene un denominador común. La joven debería darme una buena explicación de lo que pasaba, si es que quería que la ayudase a seguir respirando. Pero lo primero, por descontado, era salir de allí de una pieza.
«¡Abre!», le dije al coche cuando estábamos a dos metros, y el cierre de las puertas se desbloqueó al reconocerme. Nos metimos en mi viejo Toyota Sagi del 72 y el tensor de seguridad se activó automáticamente sobre los dos asientos delanteros; la luna se encendió con un suave resplandor y aparecieron los típicos saludos, información meteorológica y de tráfico, y todo eso.
¡Arranca! dije, y el motor se conectó con un leve siseo, encendiéndose también las pantallas auxiliares y las luces externas.
¿Destino? Me preguntó el coche con la melosa voz de Katryn Ximeneth, que tenía programada.
Manual ordené, y el volante salió del panel a la vez que mi asiento se acercaba e inclinaba ligeramente para pasar de “pasajero” a “conductor”; la luna se volvió transparente, con los indicadores del coche y la información de circulación sobreimpresos, y en las pantallas auxiliares las cámaras mostraron lo que había 360 grados alrededor. Me conecté al coche y pude sentir toda esa información como una prolongación de mi propio cuerpo.
Desconecta seguridad. Toda indiqué.
No deberías… empezó a decir dulcemente la voz de Katryn.
¡Desconéctala, coño!
De acuerdo y apagó todos los controles automáticos de velocidad, colisión, señales de tráfico, etc.
Vámonos de aquí echando hostias dije, mirando a mi acompañante, y pisé el acelerador a fondo a la vez que giraba al máximo el volante rectangular y el coche salía disparado, describiendo una curva muy cerrada con un chirrido de neumáticos.
Di la vuelta a medio aparcamiento para coger la rampa de salida que daba al puente superior de Sol; luego cogería la conexión a la vía elevada de Esparteros, y de ahí a Atocha. Era el enlace más rápido, y con las vías más anchas, para alejarnos de la zona. Quería evitar a toda costa meterme en un embudo donde, en caso de emboscada, nos acribillarían fácilmente. Eran también las vías más vigiladas y con mayor presencia policial, pero a nosotros no nos seguía la poli o eso creía yo, y en nuestra situación eso nos vendría bien, porque resultaría disuasorio para cualquier atacante.
Justo cuando pasábamos por delante del acceso a las escaleras y el ascensor, salieron por él tres miembros de la banda que empezaron a dispararnos con pistolas y una escopeta. Aceleré más aún y estuve a punto de chocar con varios coches aparcados, aunque tuve suerte y los evité; más suerte, incluso, porque alguna bala y una salva de perdigones alcanzaron la parte trasera del coche, pero no le causaron ningún daño importante. Pero me dejaron algunos claros impactos en la carrocería y en la pantalla trasera, de esos por los que la policía te puede hacer preguntas incómodas. Enfilé la recta que daba a la rampa y la cogí a toda velocidad, dando un golpe con los bajos en el badén del sensor de autocobro y derrapando en la larga curva ascendente que describía hasta la superficie. El coche no detectaba ningún obstáculo al frente, pero apreté los dientes pensando que era todo o nada: o conseguíamos escapar o nos freían en la boca del túnel. Y, de nuevo, hubo suerte. Nadie nos esperaba, y salimos indemnes a la resplandeciente noche de Madrid.
Respiré aliviado cuando nos encontramos en el puente suspendido sobre la Puerta del Sol, bajo la cúpula climática, y pasamos entre los grandes edificios que rodeaban la antigua Casa de Correos, reconvertida en el Museo de la Ciudad. Miré a la chica, que todavía estaba sufriendo un ataque de ansiedad, pero parecía que se iba relajando; el chute de lo que fuera que se había metido le estaba dando el bajón y seguramente se quedaría amodorrada.
Todo ha salido bien. No te preocupes le dije. Estamos a salvo. De momento, claro.
Me miró como si no entendiera nada.
Ahora sí, amiga mía, estaría bien que me dijeras cómo te llamas.
Tardó unos segundos en contestar, con la voz quebrada.
Yena. Me llamo Yena…
Encantado. Como ya te dije, mi nombre es Merlo, aunque supongo que no lo recuerdas. Para que pueda ayudarte, vas a tener que explicarme unas cuantas cosas, Yena. En cuanto estés en condiciones de hablar, claro. Ahora descansa.
En ese momento ella necesitaba calmarse, y seguramente tomar algo. Si no le quedaba carga en los quimioinyectores, habría que buscar una máquina. Pero lo primero era alejarnos del centro y asegurarnos de que nadie nos seguía. Así que circulé un buen rato por las vías elevadas, sobre los pilares de alumigón, en dirección a la circunvalación M-70, en dirección norte. Mantuve la velocidad, para no hacer saltar ningún control, mientras esquivaba a otros vehículos; el tráfico, a esas horas de la noche, todavía era denso en ese sector.
Pasamos sobre los arracimados edificios de la ciudad vieja, decadentes y cochambrosos, abarrotados de superficies publicitarias, y bajo las enormes torres de la ciudad nueva, de cuando se hizo la Primera Ampliación; faros resplandecientes cubiertos de terrazas ajardinadas y hologramas artísticos. En ningún momento tuve la impresión de que nadie nos siguiera. Con los drones nunca se sabe, pero hubiera sido difícil que uno nos fijara al salir de la cúpula. Me relajaba conducir de noche, entre los rascacielos, y mi pulso bajó rápidamente a setenta. Entonces me dediqué a pensar cuál sería el mejor sitio al que dirigirnos. Y, diluyéndonos en el tráfico como una gota de agua en un río, nos perdimos en la ciudad.
 
 
Continuará
 
  
 
  
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