LOS HABITANTES DE LA NOCHE
Una fantasía gótico-navideña
Como no puede conciliar el sueño,
Adrián vaga por la ciudad durante horas, cada noche, hasta que regresa a su
solitario apartamento y, agotado, duerme apenas una hora o dos antes de que suene
el despertador para tener que enfrentarse otra vez a una desesperante jornada
de trabajo, vacío y desilusión, que terminará con otra noche igual de horrible.
Vive extenuado, al borde de sus límites físicos y mentales, rayando la locura,
y se mantiene en pie a base de jarras de café, una lata de coca cola tras otra y
pastillas de cafeína, lo cual lo lleva al círculo vicioso de no pegar ojo por
la noche y tener que tomar sedantes para dormir, que ya no le hacen ningún
efecto. Se le nota tremendamente en su aspecto físico, por no hablar de su
comportamiento errático y ausente; su familia está muy preocupada por él, al
igual que sus amigos, de los cuales se ha distanciado hasta el punto de interrumpir
casi toda relación, y tuvo su última pareja hace tantos meses que ni se
acuerda.
De hecho, no se acuerda de casi
nada: le cuesta recordar cosas ocurridas tiempo atrás, y prácticamente no es
capaz de fijar recuerdos nuevos. Lo peor es el trabajo, en la oficina ‒la maldita oficina‒, donde su jefe está muy enojado
por su rendimiento, le ha echado ya numerosas broncas por el aspecto y la
actitud con los que llega cada mañana, y últimamente ya le ha amenazado con despedirlo.
En realidad, Adrián sabe que es inevitable. Lo van a echar, más pronto que
tarde, porque no es capaz de centrarse en nada, no puede trabajar; no puede vivir,
porque lo que él tiene no es una vida. Y le da igual, porque ya ninguna cosa
puede importarle; cuando no duermes más que una o dos horas al día nada te afecta,
nada es real. Sólo puedes pensar en dormir, como el hambriento sólo
piensa en comer, y hasta mataría por ello. Ése es el caso de Adrián, que ya no
diferencia la realidad de un ensueño tétrico y angustioso. Todo está deformado
o borroso, todo es siniestro, como en un cuadro de Francis Bacon. El mundo se
ha tornado pesadilla, y únicamente al dormir consigue despertar de ella.
En las noches de insomnio, las
cosas se distorsionan. Las calles parecen ondular, las farolas y rótulos
luminosos emiten una luz trémula, y las fachadas de los edificios se retuercen
y se comban sobre las aceras, al igual que los árboles, lúgubres y ululantes, que
parecen oscilar parsimoniosamente. En cuanto a las personas, a esas horas, parecen
sonámbulos moviéndose al compás de un ritmo inaudible, como si el hechizo de
las sombras y las amortiguadas luces los arrastraran en una coreografía
inquietante. Se ven tan tristes y apagados como todo lo demás, partes de ese decorado
orgánico pero moribundo, cual inhalados y exhalados por las calles y los
comercios y las bocas del metro. El mundo se ve casi en blanco y negro, con
unos colores muy desaturados, e igualmente los sonidos se oyen amortiguados y
lejanos, incluidas las voces humanas, en las escasas ocasiones en que Adrián
cruza alguna palabra con
alguien; parecen provenir de una lejanía indiferente y sin sustancia.
Pero lo peor, lo que se cierne sobre la escasa cordura que
le queda, son los habitantes de la noche. Así los llama Andrés. Están en
todas partes, lo siguen en grupos numerosos, dondequiera que vaya, como rebaños
estúpidos, y beben vida de él. Puede sentirlo perfectamente: son como
vampiros que se alimentaran del alma; nota cómo se la succionan a distancia,
cómo se va debilitando y alejando de sí mismo, cada vez un poco menos humano. Y
así, gota a gota, paulatinamente olvida quién es. Cada noche que pasa es
menos él mismo.
Naturalmente, no es el único al
que le pasa; él no tiene nada de excepcional. Esos seres malditos beben
de todo el mundo, no de él o de unos pocos en particular. Parecen gente normal
y corriente, de la que vaga por la calle sin rumbo fijo, parte de la masa
anónima que puebla las calles tras el ocaso; pero van juntándose ‒como si captaran una señal,
una especie de frecuencia anímica‒
tras alguna persona en concreto, y la persiguen durante un rato, parasitándola
de esa forma, hasta que de repente cambian de dirección y de objetivo,
dispersándose o reuniendo nuevos grupos. Cuando uno se fija en ellos, de cerca,
repara en que no son tan normales: tienen los rostros desdibujados,
irreconocibles, y sólo emiten susurros, un creciente murmullo que llega a ser ensordecedor,
hasta que no te deja oír nada más, ni siquiera tus propios pensamientos, cuando
los tienes encima. Andrés cree que tal vez quieren comunicar algo que no se puede
entender, como si portaran un mensaje de congoja y desesperación; pero no sabe
explicar la relación que tendría eso con su actividad parasitaria. Sólo intuye
algún tipo de conexión. Hasta donde alcanza a comprender, esos seres se nutren
del miedo, de la tristeza y del odio; por eso se ceban especialmente con los
más asustados y vulnerables, que son quienes más fácilmente pueden dejarse
llevar por esas emociones oscuras, néctar delicioso para los hijos de las tinieblas.
Sus objetivos perfectos son los solitarios y errabundos como él: gente sin
hogar, proletarios y buscavidas perdidos en la noche y en una existencia sin
alicientes.
Andrés sopesa la posibilidad de
que los habitantes de la noche, los bebedores de almas, sean precisamente almas
de difuntos que se aferran a este mundo como sanguijuelas, sorbiendo la vida de
quienes todavía permanecen en él; pero lo que realmente cree es que esas
criaturas son producidas por la mente humana, que manan del atormentado
espíritu colectivo. De hecho, todo le cuadra: a él lo persiguen desde aquella
época, hará un par de años, cuando le ocurrió aquello. Entonces empezó
el insomnio, y sólo a partir de ese momento vio a esos hombres y mujeres sin
rostro, esos vástagos de la oscuridad. No le cabe duda: se alimentan de los afectos
negativos de la humanidad. Y al hacerlo, al robar el alma, al deshumanizarnos
de ese modo, retroalimentan el mal del mundo. Que ése sea o no su propósito, es
algo que queda más allá de su entendimiento.
Sin embargo, en estas fechas navideñas
algo cambia. Hay una atmósfera diferente en la inacabable noche sin sueño. Se
perciben unos extraños resplandores de color en el aire, y las farolas y las
luces de los edificios se diría que brillan más; la gente bombeada por las
calles muestra un tono menos gris que el habitual, ese del que el insomnio lo
tiñe todo.
Andrés entra en una vieja iglesia,
arrastrado por algún desconocido impulso, pues él no es creyente. Lo atraen
poderosamente las estatuas de santos y ángeles que adornan la fachada y el arco
apuntado de la gran puerta. Hay una anciana pidiendo en los escalones que
conducen a ésta; le sonríe tímidamente y lo bendice con fuerte acento
extranjero, ofreciéndole el cazo. Su sonrisa es sincera, se nota claramente; cosa inusual en este mundo
dominado por la hipocresía y las apariencias. Los que sufren mucho, a menudo
son ruines, precisamente porque sufren, y eso envilece, corroe el alma,
al ponerlos permanentemente ante la necesidad de sobrevivir. Pero en estos días
hasta eso parece relajarse, siquiera un poco. Andrés le echa una moneda, que la
mujer agradece, y entra en el templo.
Se queda inmediatamente
desconcertado: la luz entra por vidrieras, tamizada y cálida como si fuera el
amanecer, aunque son las dos de la noche. Y alrededor de la talla del Cristo
crucificado, tras el altar, cae un resplandor intenso proyectado desde la
ventana más alta del ábside, como si estuviera bajo un potente foco. Y Andrés,
inquieto, juraría que la agonizante figura lo sigue con los ojos y mueve
débilmente los labios, como si quisiera hablar con él.
Abrumado, no sabe muy bien si de puro
asombro o de miedo ‒porque
apenas es ya capaz de distinguir las emociones, debido al insomnio‒, sale de la iglesia. Pero siente
algo en el pecho, como una fina esquirla dorada que se le clavara en el corazón
y le provocase un dolor; uno muy singular, no obstante, diferente de los
cotidianos: es como un agridulce recordatorio de una cosa muy importante y que
ha olvidado hace mucho tiempo, aunque no sabe qué es.
Afuera, en la calle, tras un buen
rato caminando con paso apresurado por la lóbrega ciudad, se da cuenta de que
los enjambres de seres oscuros apenas consiguen alimentarse de la gente. No
parecen succionar sino unos pocos sorbos de sus almas, las cuales tienen otro
color, o mejor dicho, tienen algún color, en lugar de la triste paleta
de grises habitual. Andrés recuerda que ocurrió lo mismo el año pasado, en
estas fiestas, y que ya entonces presenció este fenómeno con extrañeza; y no
sólo eso, sino que venía acompañado de una sensación que le recordaba vagamente
a la alegría ‒lo cual ya era algo‒. Sabe por experiencia que
sólo serán unos pocos días, lo que duren las Navidades. Pero, durante esos días,
la gente es un poco, tan siquiera un poco menos egoísta y mezquina de lo
acostumbrado. También Andrés se odia un poco menos a sí mismo por aquello que
le pasó. Y los habitantes de la noche, sean lo que sean y procedan de donde procedan,
no encuentran tanto de lo que alimentarse. [Descarga versión en PDF]
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