EL ANTICUARIO (cap. 3)

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Luis Cairós
A N T I C U A R I O
 
Terror noir en el Madrid demoníaco
Capítulo 3
 
 
D. D. Puche Díaz [+info]
13/10/2024
 
 
 
  
 
 
[Lee el capítulo 1] Gerardo Cisneros se hallaba en su lujoso piso de la calle Ortega y Gasset. A pesar de lo tarde que era, todavía llevaba un traje de sastre con chaleco, corbata de seda y zapatos de piel italianos; para él, conceptos como la comodidad no existían, o en todo caso eran irrelevantes. Pero hay que tener en cuenta que, en realidad, Gerardo Cisneros agonizaba sin descanso en una existencia de puro horror, atrapado en una realidad diferente a la nuestra y totalmente incomprensible para la limitada mente humana, prisionero de unos seres no menos incomprensibles que se dedicaban a diseccionar y torturar su alma sin piedad ni descanso alguno. Y, mientras tanto, el que ocupaba su cuerpo en el piso de Madrid, en este plano de lo real ‒como consecuencia de que el propio Cisneros hubiera jugado con poderes que estúpidamente creyó que sería capaz de controlar‒, era uno de esos seres, procedente de allende nuestro universo. Una entidad sin ningún tipo de afinidad con el ser humano ni con la vida tal y como la entendemos. Algo inimaginable que se hacía pasar por una persona, una particularmente bien relacionada e influyente en las altas esferas sociales, con el fin de recabar conocimiento sobre nuestro mundo; con propósitos tan oscuros e impredecibles para nosotros como lo era su propia naturaleza.
Ese cuerpo, esa vida, eran para el infiltrado de esa dimensión inconcebible tan sólo una tapadera, algo sin más valor que el que momentáneamente pudiera tener para cumplir su cometido, y que después no le importaría en absoluto abandonar. Por tanto, no se preocupaba por cuidar su soporte orgánico, ese pedazo de tosca materia, más de lo estrictamente necesario para que cumpliera su papel. Y el confort en casa, una vez terminada la larguísima jornada de trabajo ‒tanto del público como del inconfesable‒, no era ninguna prioridad. Permanecería así toda la noche, realizando a través del teléfono e internet labores en favor de los suyos; a la mañana siguiente ingeriría algún alimento para mantener vivo y funcional dicho soporte biológico, se ducharía y se cambiaría de ropa para mantener todas las apariencias, y volvería al bufete y a todas las obligaciones profesionales y sociales de su agenda. Y así cada día y cada noche, sin descanso, porque él no lo necesitaba o, a lo sumo, podía compaginar el descanso de una parte del cerebro de su anfitrión humano con seguir realizando sus actividades para recabar información y establecer una compleja red de influencias. En ese sentido, el aprovechamiento de esa herramienta de carne y sangre estaba siendo máximo.
Pero había surgido un importante inconveniente, y el ser que se hacía pasar por Cisneros estaba muy enojado, pues el hecho afectaba mucho a sus planes. Uno de sus siervos humanos acababa de comunicárselo en persona, tras acudir al piso; ignorante del tipo de criatura ante la que se hallaba, tomándolo solamente por alguien muy poderoso ‒capaz de emplear fuerzas demoníacas que no son de este mundo, pero sin suponer ni remotamente que él mismo tampoco lo fuera‒, le servía, como tantos y tantos otros, con la esperanza de alguna recompensa, de alguna migaja a cambio de su lealtad inquebrantable. Ese siervo, similar a los que Luis Cairós había derrotado en la Masquerade, le había contado, de pie sobre la carísima alfombra persa del salón, que habían perdido el local que les servía de trampa para vaciar a objetivos importantes; también habían perdido a los agentes allí destacados, que se hacían pasar por camareros, y lo peor de todo, a uno de sus hombres más útiles, Herminio Venegas, que había quedado destapado. Ya no serviría más en el futuro, y eso si es que recuperaba la cabeza después del ataque espiritual que había sufrido.
Tras contarle todo esto, muy nervioso ‒el ser al que llamaremos, sin más, Cisneros, podía oír su pulso acelerado y oler su miedo‒, el siervo humano, periodista de una importante cadena de televisión nacional que había tenido el gesto de ir en persona a informarle, se marchó con alivio tras unas escuetas palabras de agradecimiento de su señor. Éste, una vez solo, más enfadado de lo que había dejado entrever, se retiró a meditar a su habitación. Sentado sobre la cama, que estaba todavía hecha ‒la desharía antes de salir a trabajar, por la mañana, para que la mujer del servicio doméstico no viera nada raro‒, mientras miraba distraído por los ventanales que daban a la amplia calle arbolada de la zona más exclusiva de Madrid, sopesó los inconvenientes que aquello suponía para su verdadera agenda de trabajo. En el menos malo de los casos, un importante retraso. Ahora tendría que volver a crear una infraestructura de captación tan buena como era ese establecimiento, y eso por no hablar de los instrumentos humanos perdidos, cuya preparación llevaba mucho tiempo y esfuerzos. Dedicándose a lo que se dedicaban, no podía sacarlos de cualquier lugar; debían ser fiables y estar muy capacitados, y tales individuos no abundaban entre aquella especie inferior y miserable.
Sin embargo, en ese momento la prioridad era otra: averiguar quién los había atacado y neutralizar toda posible amenaza. Alguien sabía de su existencia, pero no iba contra ellos de forma abierta y manifiesta, sino que los había golpeado con sigilo, de forma velada, sin llamar públicamente la atención sobre sus actividades. ¿Quiénes era los mejores candidatos, de entre las amenazas humanas reconocidas? ¿Agentes de poderes políticos o religiosos? ¿Cruzados particulares, quizá? Reflexionando con los ojos cerrados, muy concentrado, barajó algunas posibilidades, y finalmente se levantó.
Fue a la espléndida cocina americana, sacó una botella de dos litros de agua de la nevera y se la bebió sin respirar; le costaba mantener aquel cuerpo hidratado, lo cual era imprescindible para su correcto funcionamiento. A continuación, mientras daba vueltas lentamente a la isla de la cocina, hizo unas cuantas llamadas telefónicas a varios de sus agentes humanos para darles órdenes; tenía que empezar a reconstruir sin demora los elementos de su organización que había perdido. Tras la última llamada a uno de sus gestores financieros, al que dio instrucciones precisas para la búsqueda de un inmueble comercial en la Milla de Oro de la capital, sin reparar en gastos ‒pero adquiriéndolo a través de algún testaferro‒, meditó un poco más el asunto y se dirigió al salón.
Una vez allí se arrodilló sobre la hermosa alfombra persa ‒tejida en Arabia, en realidad, trescientos años atrás, si bien estaba en un sorprendente estado de conservación‒ de forma redonda, con un intrincado patrón geométrico bastante inusual en otras de su estilo. Con una orden al asistente domótico, las luces se apagaron y las cortinas se corrieron, y se hizo una oscuridad casi total en la estancia. Inclinado en actitud humilde hacia la puerta doble que daba al comedor, cerrada en ese momento, Cisneros comenzó a recitar una repetitiva letanía en voz baja y grave, mientras se mecía rítmicamente adelante y atrás. La extraña lengua en que oraba no era una que muchos mortales hubieran escuchado; de hecho, aquellos sonidos guturales y chasquidos de lengua ni siquiera eran un idioma de origen humano. La cadencia del impío rezo, así como de los movimientos de Cisneros, fue incrementándose lentamente y, al fin, tras unos minutos, se encendieron súbitamente unas pequeñas llamas ingrávidas, de luz muy roja, que danzaban en el aire sin tocar ni las paredes ni el techo ni ningún mueble, y sin producir humo alguno. Había muchas de ellas, espaciadas por todo el salón, por el cual empezaron a agitarse extrañas sombras que ningún objeto parecía proyectar. Las llamas flotantes brillaban con una luz sepulcral, anómala, que no era de este mundo ‒como tampoco las palabras que las habían invocado‒; bajo su luz antinatural, Cisneros supo que su ceremonial había concluido. Levantó la mirada hacia la doble puerta del comedor, que se abrió de par en par con un crujido que provenía como de muy, muy lejos.
Y lo que vio al otro lado del umbral no fue el comedor de invitados, sino algo muy distinto que hubiera hecho morirse de pánico en el acto a cualquier testigo de este mundo que lo hubiera presenciado. Pues, precisamente, no era este mundo lo que había al otro lado, sino otro, imposible y espantoso, en el que Cairós se internó, cruzando ese umbral con pasos decididos. Para él no era tan terrible, al fin y al cabo, puesto que ahora estaba en casa. Lo que un hipotético espectador mortal hubiera visto es un inmenso espacio abierto, un risco en mitad de un lago o mar oleaginoso y ácido, con una atmósfera ardiente e inhóspita, y un viento huracanado que no dejaba de azotarlo todo con lenguas ígneas. En lo alto se alcanzaba a divisar, pese a todo, el sol de aquel lugar necesariamente letal, una estrella negra que debía de estar relativamente cerca, dadas sus grandes dimensiones. Aquello era el peor infierno que la mente más perturbada del más enloquecido pintor hubiera podido representar. Y, sin embargo, no era eso que los mitos populares llaman el infierno, sino algo seguramente mucho peor, otra dimensión espantosa del espacio-tiempo, de la cual procedía el ser que se hacía pasar por Cisneros: era el Abismo.
Por mortífero que debiera ser aquel entorno, se veía no obstante hervir de vida, si es que se puede llamar “vida” a lo que moraba allí. Colosales criaturas se divisaban en la distancia, moviéndose por ese mar corrosivo y furioso como monstruosos icebergs animados, hechos de quién sabe qué tipo de materia y con qué indescifrables apetitos y designios. De forma aparentemente imposible, contra toda lógica, en pleno viento flamígero volaban a voluntad, como sacados del peor delirium tremens, seres espantosos que no podían ser el resultado de ningún proceso evolutivo coherente, ni de ninguna ley natural; desde luego, no de una imaginable por el hombre. Más cerca de Cisneros, en tierra, se arrastraban figuras amorfas y pestilentes llenas de ojos y extremidades sin sentido, vagando de acá para allá como en una inacabable agonía. Algunas eran bastante pequeñas, pero igualmente inmundas, como mezclas de gusanos y crustáceos que afanosamente reptaban a sus pies. Y allí todo era ruido, un ruido ensordecedor y constante, el ruido del dolor y la aflicción inacabables. El fragor del mar estremecido y del viento despiadado, pero también, sobre ese estruendo inaguantable ya de por sí, el estrépito de los gritos, los chillidos, los gemidos terribles que transmitían indecibles cantidades de sufrimiento, maldad y odio.
Pero Cisneros no sentía miedo ni asco ante el espeluznante espectáculo que contemplaba desde donde antes había estado el comedor de su lujoso piso. Al contrario, permanecía imperturbable y sereno en mitad de aquella tempestad devastadora y horripilante, rodeado de tantas monstruosidades e inmundicias.
Se agachó y cogió una de esas repulsivas criaturas que reptaban por el suelo de piedra oscura, muy erosionada por los salvajes elementos. Apretó con puño férreo la asquerosa mezcla de insecto y molusco, del tamaño de una rata grande, hasta hacerla reventar, y su repugnante y apestosa sangre se quedó flotando en el aire, una nubecilla negra que la tempestad deshizo rápidamente. Y entonces Cisneros empezó a entonar una invocación con voz retumbante; un sonido tan grave que era imposible de emitir para el registro humano. Enseguida, uno de aquellos seres colosales, desde el mar, le respondió emitiendo un sonido que podría describirse como un largo y atronador mugido cuyo eco hizo que pareciera provenir de todas partes. Cisneros habló de nuevo, por así decirlo, como si la desgarrada nube de sangre negra hiciera llegar su voz hasta ese gigantesco ser; en esa lengua siniestra y más antigua que la propia humanidad, le pidió conocimiento. A ello le siguió la réplica del titán, otro berrido cavernoso cuya potente propagación incluso desvió las llamas de la atmósfera. Cisneros asintió y, a los pocos segundos, la nubecilla de sangre frente a él, oscilando en el tempestuoso viento flamígero como la tinta en el agua, empezó a cobrar una forma definida.
Aparecieron unos caracteres en el aire que sólo unos pocos mortales han visto alguna vez, en libros que no deberían ser leídos y que contienen pavorosos secretos que hacen perder la razón. Y en esos caracteres Cisneros leyó un nombre, el de aquel por el que había preguntado, el de quien había osado entrometerse en sus planes: la sangre dibujó el nombre de Luis Cairós.
 
 
 
Continuará muy pronto...
 
  
  
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