OTRA BELLA DURMIENTE
JESÚS FUENSANTA
A R R E G L A D O R
En…
OTRA BELLA DURMIENTE
(capítulo 2)
[Lee el capítulo 1] La casa en los extrarradios de
Alcobendas no fue difícil de encontrar; una búsqueda en las últimas fotos
subidas a las redes sociales de Isabel mostró unos chalets que luego crucé
sistemáticamente con imágenes de urbanizaciones del municipio en Google Maps,
hasta que di con la que buscaba, llamada Montepinares 2. Como en el jardín
posterior de la casa que salía en varias de las imágenes se veían tres grandes
cipreses juntos, eso me dio algo que buscar más específicamente, y tras un rato
dando vueltas en coche por allí, encontré la casa. En una urbanización venida a
menos, que hace treinta o cuarenta años debió de tener mejor aspecto que ahora,
era el chalet más descuidado y sucio de todos. Dejé mi BMW G20 a unas manzanas
de distancia y me acerqué andando hasta la destartalada vivienda. Quería hacer
un primer reconocimiento visual antes de decidir cómo proceder.
Los setos que cubrían la verja
exterior de la propiedad estaban secos y descuidados; a la propia verja no le
hubiera venido mal una capa de pintura, y a través de los barrotes de la puerta
‒única
parte que no estaba cubierta de seto‒ se veía un jardín delantero
igualmente en mal estado y lleno de cosas tiradas por el suelo. Ahí dentro
seguramente no recogían ni limpiaban mucho. Las paredes de la casa, a la cual
di una vuelta entera, tenían desconchones y algunos rotos en las carpinterías y
en los aleros y tejas del techado. No parecía que se le hubiera hecho ningún
arreglo desde el día de su construcción, y ya le hacían bastante falta; pero
sus actuales ocupantes no debían de ver aquello precisamente como un hogar.
Había realizado una consulta esa
mañana en el Registro de la Propiedad de Alcobendas, antes de presentarme allí a
media tarde. El chalet tenía dueño, pero su uso constaba como arrendado desde
hacía años. Me pregunté si al dueño le daba igual el mantenimiento que los
inquilinos hicieran de su propiedad, pero probablemente le daba igual mientras
pagaran; él tampoco debía de invertir mucho en la vivienda, que alquilaría a mataos
como ésos y tendría un mobiliario y electrodomésticos por lo menos de los años
noventa. No constaba el nombre de ningún arrendatario ‒habrían
pasado muchos por allí y nunca se los inscribiría, como es habitual‒, así
que no sabía quién era el ocupante legal del chalet. Quería tener alguna
información concreta antes de trazar ningún plan de acción, para saber con
quién me las veía; aunque aparentemente eran unos jóvenes que vivían en la
mierda, con toda seguridad niños de papá en su época de rebeldes drogatas,
antes de volver a la vida acomodada que los aguardaba como buenos hijos
pródigos. Lo suyo hubiera sido hacer algunas preguntas a los vecinos, pero en
una urbanización como ésa no sabía si eso levantaría la liebre y echaría todo a
perder; probablemente esos niñatos tendrían harto a todo el vecindario, que no
tendría inconveniente en largar sobre ellos, pero no las tenía todas conmigo,
así que debería ir con cuidado. En esos entornos se conoce todo el mundo y no
es difícil que se comenten «oye, alguien anda haciendo preguntas sobre ti».
Vi una oportunidad de oro cuando
pasó por allí un hombre con uniforme verde y amarillo fosforescente de
jardinero municipal; llevaba unas grandes tijeras con las que estaba podando
los arbolitos raquíticos de la calle. A unas decenas de metros estaba su
compañera, haciendo lo propio en la acera de enfrente. Me acerqué a él y le
pregunté por esa casa. Mentí diciendo que tenía que entregar un paquete en esa
dirección, pero que nadie contestaba, y que me daba la impresión de que estaba
abandonada; así que le pregunté si sabía que allí residiera alguien. El
jardinero me miró un momento, como pensando «tú no tienes pinta de ser de una
empresa de paquetería, colega»; y lo cierto es que no la tenía, pero bueno, hoy
en día mucha gente se gana la vida así, como falso autónomo, así que tampoco
era descabellado. El caso es que el jardinero se encogió de hombros y decidió
que le daba exactamente igual, y con absoluta indiferencia me contestó:
‒Sí, ahí viven unos tíos, aunque
tienen la casa hecha un asco. Los vecinos se quejan mucho de ellos porque son
unos guarros, y por el tipo de gente que los visita. La policía local ya les ha
dado varios toques, pero ellos como si nada.
Curiosa observación, la del
jardinero, sobre el tipo de visitantes que recibían; pero yo tenía que
mantenerme en mi papel y no preguntar nada indebido.
‒¿Y no sabrás si suele haber
alguien en la casa a cierta hora? Porque, como no contestan, voy a tener que
volver en otro momento…
‒Pues suele haber alguien siempre,
creo; ahí viven varios tíos, y ya te digo que no se dedican a nada limpio…
tienen muchas denuncias de los vecinos; no te estoy diciendo nada que no sepa
todo el mundo… Hay una chica, también, que no sale nunca; vaya, que ahí dentro
es todo muy sórdido. Pero eso aquí lo sabe todo el mundo, no te cuento nada
nuevo…
‒Ya, ya. Entonces, si le dejo el paquete
a algún vecino, ¿se lo darán?
‒Uf, pues no creo que ninguno de
los vecinos vaya a llamar a su timbre, ¿sabes? Éstos no se hablan con nadie.
Pero vamos, que no es raro ver entrar y salir a gente de ese chalet. Si esperas
un poco…
‒Bueno, es que tengo prisa; no sé
qué hacer ‒le
dije, y tras darle las gracias me volví al coche. No tenía mucho sentido que me
quedara en la calle.
O sea, que los de la casa, como
sospechaba mi cliente, se dedicaban a algo turbio, y por lo que me dijo el
jardinero parecía que trapichearan con droga o algo por el estilo. Y encima era
sabido que allí había una chica que no salía nunca; la cosa debía de ser tan
sucia como aparentaba. Datos de los que disponía: el chalet tenía dos plantas,
una única entrada, y en él vivían no menos de cuatro o cinco personas, aparte
de las frecuentes visitas que por lo visto recibían. Al menos dos de sus
habitantes ‒la chica
y uno de los camellos, para vigilarla, a no ser que estuviera siempre atada o
drogada‒
estarían siempre dentro; me interesaba informarme sobre los movimientos de los
demás.
Di
unas cuantas vueltas por la urbanización con el coche, viendo las vías de
salida disponibles, las calles con dirección prohibida y demás. Había una
salida a una calle de circunvalación del municipio que daba a la A-1, la cual
me vendría muy bien para salir de allí corriendo. De todas formas, sopesé
algunas alternativas, por si acaso.
Luego me pasé por un Kentucky
Fried Chicken, pedí un cubo de pollo y una coca cola gigante, y volví a la
urbanización. Era otoño, la temperatura era agradable, y ya anochecía. Tenía
que montar guardia cerca del chalet y observarlo con detalle durante un tiempo
suficiente antes de emprender nada, así que me armé de paciencia. Aparqué en la
misma calle, unas decenas de metros más abajo, y desde allí me puse a vigilar,
mientras me comía el pollo y me bebía el refresco. Tenía a mano, en el asiento
de al lado, la cámara de fotos con el teleobjetivo, pero tenía cuidado con su
uso, y la mayor parte del tiempo prefería la visual directa; no me interesaba
que me pudiera ver nadie fisgoneando, ni siquiera aunque, al parecer, aquellos
tipos no tenían muchos amigos en el barrio que fueran a delatarme.
No tuve que esperar mucho tiempo
para ver pulular por allí al tipo de visitantes de los que me había hablado el
jardinero; y con la caída de la noche se multiplicaron. No es que fueran
yonquis, pero era claro a lo que iban: jóvenes, y algunos no tanto, con pinta
de modernos y alternativos, unos solos y otros en parejas o grupitos, que
llegaban a la verja, llamaban, les abrían, y luego permanecían un buen rato en
el interior, fácilmente una hora o dos. Estaba bastante seguro de lo que
ocurría allí dentro, había visto muchos sitios así. Esa casa era un
supermercado de drogas de diseño, donde todos aquellos mataos con dinero
iban a pillar. Naturalmente, no salían de allí con la droga, porque de ese modo
el negocio hubiera caído al cabo de una semana, en cuanto un policía cualquiera
de paisano cacheara a alguno de esos gilipollas; no, la droga se consumía
dentro, y esperaban un poco antes de salir e irse de fiesta, o a casa de la
abuelita, o a tirarse por un puente. ¿Que se sabía que aquello era un negocio
turbio? Seguro; cómo no. Lo sabrían todos los vecinos, y por supuesto la
policía. ¿Que, funcionando de esta forma, sin que saliera ni una pastilla de la
casa, era muy difícil meterles mano y conseguir una orden judicial para entrar
allí? También. Y para cuando la consiguieran, sus ocupantes quizá ya se habrían
largado a otro sitio. Esa casa era provisional y la podían abandonar en
cualquier momento. Aposté a que alguno de esos chavales era estudiante de
Derecho. Se las saben todas, los cabrones. Hacen trabajar a la ley siempre en
su favor.
Me pregunté qué hacían con
Isabel allí dentro, y me temí lo peor. Siguiendo los miedos del padre, había
pensado que era el juguete sexual de los camellos; pero empecé a pensar que lo
era de los clientes. Una forma de hacer más corta la espera de los primeros
efectos de las drogas, y de fidelizar a los compradores. Sentí asco y cada vez
más ganas de sacarla de ese antro cuanto antes; también tuve ganas de partirle
la cara a aquella gentuza. Pero tenía que ser profesional. Observar, esperar,
actuar, siempre con arreglo a un plan prefijado, y sin dejar que ninguna
valoración moral ni emoción se entrometiera en mis actos. Cuando eso pasa,
empiezas a cometer errores, y entonces estás acabado. Algo sabía yo de eso, y
ciertas cosas nunca volverían a repetirse.
Durante el tiempo de la
vigilancia, que duró un par de días, estuve moviendo el coche cada pocas horas;
me daba una vuelta por la zona, aprovechaba para comprar algo de comida y de
bebida ‒sobre
todo café y coca cola para mantenerme despierto‒, iba al cuarto de baño, y luego
paraba de nuevo en la calle, o en los cruces con las aledañas, para controlar
la entrada del chalet sin que se notara que estaba allí. Afortunadamente, no
llamé la atención de nadie. Aquellos chavales sabrían algo de leyes y de cómo
burlarlas, pero evidentemente no eran profesionales y no sabían detectar
intrusos en su territorio. Después de horas y horas de observación, vi cómo
salían hasta la verja, acompañando a los visitantes, y luego volvían a entrar. También
los vi dejar la casa y volver, pero nunca todos a la vez. Comparé las fotos que
les tomé con las fotos de las redes sociales de Isabel, algunas de las cuales
estaban etiquetadas, y pronto los tuve fichados a todos. Desde luego, no eran
profesionales: aquella exposición era propia de quienes se creen más listos de
lo que son. Eran cinco, todos veinteañeros; uno quizá fuera un poco mayor que
los demás, y se lo veía con madera de jefe, pero no quise sacar conclusiones
precipitadas, sino ceñirme a hechos comprobados. A Isabel no la vi en ningún
momento, pero había una habitación en la segunda planta que tenía la luz
encendida casi siempre, incluso cuando los demás salían. Estaba casi seguro de
que ella estaba en esa habitación. Y, al final, tras muchas horas de
vigilancia, ¡bingo! A la mañana del segundo día la vi asomarse a la ventana y tiré
varias fotos rápidamente. Muy joven, una niña. Guapa, pero demacrada, con
aspecto ausente, como un fantasma asomándose al balcón del castillo.
Y empecé a planear mi
intervención, aunque todavía observé y tomé nota de cada cosa que consideré oportuna,
durante casi otro día más. Toda información era poca antes de correr riesgos.
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