OTRA BELLA DURMIENTE (cap. 2)

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OTRA BELLA DURMIENTE
 
 
 
 
 
 
JESÚS FUENSANTA
A   R   R   E   G   L   A   D   O   R
 
En…
OTRA BELLA DURMIENTE 
(capítulo 2)
 



Una historia noir de...
D. D. PUCHE DÍAZ [+info]
22/5/2024
 
 
 
   
 
[Lee el capítulo 1] La casa en los extrarradios de Alcobendas no fue difícil de encontrar; una búsqueda en las últimas fotos subidas a las redes sociales de Isabel mostró unos chalets que luego crucé sistemáticamente con imágenes de urbanizaciones del municipio en Google Maps, hasta que di con la que buscaba, llamada Montepinares 2. Como en el jardín posterior de la casa que salía en varias de las imágenes se veían tres grandes cipreses juntos, eso me dio algo que buscar más específicamente, y tras un rato dando vueltas en coche por allí, encontré la casa. En una urbanización venida a menos, que hace treinta o cuarenta años debió de tener mejor aspecto que ahora, era el chalet más descuidado y sucio de todos. Dejé mi BMW G20 a unas manzanas de distancia y me acerqué andando hasta la destartalada vivienda. Quería hacer un primer reconocimiento visual antes de decidir cómo proceder.
Los setos que cubrían la verja exterior de la propiedad estaban secos y descuidados; a la propia verja no le hubiera venido mal una capa de pintura, y a través de los barrotes de la puerta única parte que no estaba cubierta de seto se veía un jardín delantero igualmente en mal estado y lleno de cosas tiradas por el suelo. Ahí dentro seguramente no recogían ni limpiaban mucho. Las paredes de la casa, a la cual di una vuelta entera, tenían desconchones y algunos rotos en las carpinterías y en los aleros y tejas del techado. No parecía que se le hubiera hecho ningún arreglo desde el día de su construcción, y ya le hacían bastante falta; pero sus actuales ocupantes no debían de ver aquello precisamente como un hogar.
Había realizado una consulta esa mañana en el Registro de la Propiedad de Alcobendas, antes de presentarme allí a media tarde. El chalet tenía dueño, pero su uso constaba como arrendado desde hacía años. Me pregunté si al dueño le daba igual el mantenimiento que los inquilinos hicieran de su propiedad, pero probablemente le daba igual mientras pagaran; él tampoco debía de invertir mucho en la vivienda, que alquilaría a mataos como ésos y tendría un mobiliario y electrodomésticos por lo menos de los años noventa. No constaba el nombre de ningún arrendatario habrían pasado muchos por allí y nunca se los inscribiría, como es habitual, así que no sabía quién era el ocupante legal del chalet. Quería tener alguna información concreta antes de trazar ningún plan de acción, para saber con quién me las veía; aunque aparentemente eran unos jóvenes que vivían en la mierda, con toda seguridad niños de papá en su época de rebeldes drogatas, antes de volver a la vida acomodada que los aguardaba como buenos hijos pródigos. Lo suyo hubiera sido hacer algunas preguntas a los vecinos, pero en una urbanización como ésa no sabía si eso levantaría la liebre y echaría todo a perder; probablemente esos niñatos tendrían harto a todo el vecindario, que no tendría inconveniente en largar sobre ellos, pero no las tenía todas conmigo, así que debería ir con cuidado. En esos entornos se conoce todo el mundo y no es difícil que se comenten «oye, alguien anda haciendo preguntas sobre ti».
Vi una oportunidad de oro cuando pasó por allí un hombre con uniforme verde y amarillo fosforescente de jardinero municipal; llevaba unas grandes tijeras con las que estaba podando los arbolitos raquíticos de la calle. A unas decenas de metros estaba su compañera, haciendo lo propio en la acera de enfrente. Me acerqué a él y le pregunté por esa casa. Mentí diciendo que tenía que entregar un paquete en esa dirección, pero que nadie contestaba, y que me daba la impresión de que estaba abandonada; así que le pregunté si sabía que allí residiera alguien. El jardinero me miró un momento, como pensando «tú no tienes pinta de ser de una empresa de paquetería, colega»; y lo cierto es que no la tenía, pero bueno, hoy en día mucha gente se gana la vida así, como falso autónomo, así que tampoco era descabellado. El caso es que el jardinero se encogió de hombros y decidió que le daba exactamente igual, y con absoluta indiferencia me contestó:
Sí, ahí viven unos tíos, aunque tienen la casa hecha un asco. Los vecinos se quejan mucho de ellos porque son unos guarros, y por el tipo de gente que los visita. La policía local ya les ha dado varios toques, pero ellos como si nada.
Curiosa observación, la del jardinero, sobre el tipo de visitantes que recibían; pero yo tenía que mantenerme en mi papel y no preguntar nada indebido.
¿Y no sabrás si suele haber alguien en la casa a cierta hora? Porque, como no contestan, voy a tener que volver en otro momento…
Pues suele haber alguien siempre, creo; ahí viven varios tíos, y ya te digo que no se dedican a nada limpio… tienen muchas denuncias de los vecinos; no te estoy diciendo nada que no sepa todo el mundo… Hay una chica, también, que no sale nunca; vaya, que ahí dentro es todo muy sórdido. Pero eso aquí lo sabe todo el mundo, no te cuento nada nuevo…
Ya, ya. Entonces, si le dejo el paquete a algún vecino, ¿se lo darán?
Uf, pues no creo que ninguno de los vecinos vaya a llamar a su timbre, ¿sabes? Éstos no se hablan con nadie. Pero vamos, que no es raro ver entrar y salir a gente de ese chalet. Si esperas un poco…
Bueno, es que tengo prisa; no sé qué hacer le dije, y tras darle las gracias me volví al coche. No tenía mucho sentido que me quedara en la calle.
O sea, que los de la casa, como sospechaba mi cliente, se dedicaban a algo turbio, y por lo que me dijo el jardinero parecía que trapichearan con droga o algo por el estilo. Y encima era sabido que allí había una chica que no salía nunca; la cosa debía de ser tan sucia como aparentaba. Datos de los que disponía: el chalet tenía dos plantas, una única entrada, y en él vivían no menos de cuatro o cinco personas, aparte de las frecuentes visitas que por lo visto recibían. Al menos dos de sus habitantes la chica y uno de los camellos, para vigilarla, a no ser que estuviera siempre atada o drogada estarían siempre dentro; me interesaba informarme sobre los movimientos de los demás. Di unas cuantas vueltas por la urbanización con el coche, viendo las vías de salida disponibles, las calles con dirección prohibida y demás. Había una salida a una calle de circunvalación del municipio que daba a la A-1, la cual me vendría muy bien para salir de allí corriendo. De todas formas, sopesé algunas alternativas, por si acaso.
Luego me pasé por un Kentucky Fried Chicken, pedí un cubo de pollo y una coca cola gigante, y volví a la urbanización. Era otoño, la temperatura era agradable, y ya anochecía. Tenía que montar guardia cerca del chalet y observarlo con detalle durante un tiempo suficiente antes de emprender nada, así que me armé de paciencia. Aparqué en la misma calle, unas decenas de metros más abajo, y desde allí me puse a vigilar, mientras me comía el pollo y me bebía el refresco. Tenía a mano, en el asiento de al lado, la cámara de fotos con el teleobjetivo, pero tenía cuidado con su uso, y la mayor parte del tiempo prefería la visual directa; no me interesaba que me pudiera ver nadie fisgoneando, ni siquiera aunque, al parecer, aquellos tipos no tenían muchos amigos en el barrio que fueran a delatarme.
No tuve que esperar mucho tiempo para ver pulular por allí al tipo de visitantes de los que me había hablado el jardinero; y con la caída de la noche se multiplicaron. No es que fueran yonquis, pero era claro a lo que iban: jóvenes, y algunos no tanto, con pinta de modernos y alternativos, unos solos y otros en parejas o grupitos, que llegaban a la verja, llamaban, les abrían, y luego permanecían un buen rato en el interior, fácilmente una hora o dos. Estaba bastante seguro de lo que ocurría allí dentro, había visto muchos sitios así. Esa casa era un supermercado de drogas de diseño, donde todos aquellos mataos con dinero iban a pillar. Naturalmente, no salían de allí con la droga, porque de ese modo el negocio hubiera caído al cabo de una semana, en cuanto un policía cualquiera de paisano cacheara a alguno de esos gilipollas; no, la droga se consumía dentro, y esperaban un poco antes de salir e irse de fiesta, o a casa de la abuelita, o a tirarse por un puente. ¿Que se sabía que aquello era un negocio turbio? Seguro; cómo no. Lo sabrían todos los vecinos, y por supuesto la policía. ¿Que, funcionando de esta forma, sin que saliera ni una pastilla de la casa, era muy difícil meterles mano y conseguir una orden judicial para entrar allí? También. Y para cuando la consiguieran, sus ocupantes quizá ya se habrían largado a otro sitio. Esa casa era provisional y la podían abandonar en cualquier momento. Aposté a que alguno de esos chavales era estudiante de Derecho. Se las saben todas, los cabrones. Hacen trabajar a la ley siempre en su favor.
Me pregunté qué hacían con Isabel allí dentro, y me temí lo peor. Siguiendo los miedos del padre, había pensado que era el juguete sexual de los camellos; pero empecé a pensar que lo era de los clientes. Una forma de hacer más corta la espera de los primeros efectos de las drogas, y de fidelizar a los compradores. Sentí asco y cada vez más ganas de sacarla de ese antro cuanto antes; también tuve ganas de partirle la cara a aquella gentuza. Pero tenía que ser profesional. Observar, esperar, actuar, siempre con arreglo a un plan prefijado, y sin dejar que ninguna valoración moral ni emoción se entrometiera en mis actos. Cuando eso pasa, empiezas a cometer errores, y entonces estás acabado. Algo sabía yo de eso, y ciertas cosas nunca volverían a repetirse.
Durante el tiempo de la vigilancia, que duró un par de días, estuve moviendo el coche cada pocas horas; me daba una vuelta por la zona, aprovechaba para comprar algo de comida y de bebida sobre todo café y coca cola para mantenerme despierto, iba al cuarto de baño, y luego paraba de nuevo en la calle, o en los cruces con las aledañas, para controlar la entrada del chalet sin que se notara que estaba allí. Afortunadamente, no llamé la atención de nadie. Aquellos chavales sabrían algo de leyes y de cómo burlarlas, pero evidentemente no eran profesionales y no sabían detectar intrusos en su territorio. Después de horas y horas de observación, vi cómo salían hasta la verja, acompañando a los visitantes, y luego volvían a entrar. También los vi dejar la casa y volver, pero nunca todos a la vez. Comparé las fotos que les tomé con las fotos de las redes sociales de Isabel, algunas de las cuales estaban etiquetadas, y pronto los tuve fichados a todos. Desde luego, no eran profesionales: aquella exposición era propia de quienes se creen más listos de lo que son. Eran cinco, todos veinteañeros; uno quizá fuera un poco mayor que los demás, y se lo veía con madera de jefe, pero no quise sacar conclusiones precipitadas, sino ceñirme a hechos comprobados. A Isabel no la vi en ningún momento, pero había una habitación en la segunda planta que tenía la luz encendida casi siempre, incluso cuando los demás salían. Estaba casi seguro de que ella estaba en esa habitación. Y, al final, tras muchas horas de vigilancia, ¡bingo! A la mañana del segundo día la vi asomarse a la ventana y tiré varias fotos rápidamente. Muy joven, una niña. Guapa, pero demacrada, con aspecto ausente, como un fantasma asomándose al balcón del castillo.
Y empecé a planear mi intervención, aunque todavía observé y tomé nota de cada cosa que consideré oportuna, durante casi otro día más. Toda información era poca antes de correr riesgos.
 
 
 
 
  
  
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