Luis Cairós
A N T I C U A R I O
Terror noir en el Madrid demoníaco
Capítulo 2
[Lee el capítulo 1] La noche era infernal. Estaba diluviando y hacía mucho frío,
y el soportal bajo el que se resguardaba apenas impedía que se mojara. Sobre
todo, después de dos horas esperando. Con las manos en los bolsillos de la
gabardina, Luis Cairós observaba atentamente, aun con ojos cansados, el portal
de la acera de enfrente. Dos pisos por encima, la luz de la oficina seguía
encendida, y en alguna ocasión lo vio pasar por delante, con su inconfundible
silueta ‒su fisonomía oronda y sus
andares bamboleantes eran muy característicos‒
recortada contra la ventana; de modo que ahí seguía. Esa noche estaba echando
horas extras. Desde luego, no se podía decir que no fuera un hombre trabajador,
aunque su laboriosidad sirviera a quien lo hacía. Y por eso precisamente Cairós
estaba allí, observándolo, esperando a que saliera de una vez.
Por fin, las luces se apagaron. Eran las once y cuarto de la
noche y, evidentemente, era el último que todavía seguía en la oficina. No se
llevaría trabajo a casa, pero su casa era el trabajo; una profesión que consume
el alma, ciertamente, y eso con independencia de las oscuras servidumbres que
pueda originar. Minutos después lo vio aparecer a la luz del vestíbulo del
edificio, uno lujoso, en la calle de Goya; aquel despacho de inversores no estaba
al alcance de cualquiera, sino que se reservaba a grandes empresas y fortunas
que podían mover mucho, mucho dinero. Eran casi adivinos, al parecer, a la hora
de acertar en las inversiones de riesgo, y con la fama que se habían granjeado
en los últimos dos años, tenían lista de espera de posibles clientes. Habían
salido en Expansión y Cinco Días y demás prensa económica como
los “reyes Midas” de la inversión a corto y otras operaciones de dudosa ética.
Y el protagonista de aquel éxito fulgurante era él, Herminio Venegas, apodado “el
Mago”. Lo vio cruzar el amplio vestíbulo de suelos de mármol, con plantas
exóticas y láminas enmarcadas de Matisse; saludó al portero, sentado en un mostrador
a la entrada, de uniforme. Venegas llevaba un maletín en la mano, y en la otra
un paraguas que abrió justo después de que el portero le abriera servicialmente
la puerta. Y salió en dirección oeste, hacia el cruce con Velázquez.
Bueno, al fin Cairós podría moverse, al menos, pese al
aguacero que no cesaba. Salió del cobijo del soportal y, subiéndose el cuello
de la gabardina, echó a andar tras él. Como lo había seguido durante semanas para
comprobar su itinerario, si llevaba guardaespaldas o no, etc., conocía bien su
rutina, y sabía que no saldría en coche. No en jueves. Eso le facilitaba mucho
las cosas. Porque los jueves, cuando dejaba la oficina, caminaba unos
quinientos metros ‒tampoco es que hiciera mucho
ejercicio‒ hasta ese cruce, donde estaba
una famosa coctelería, la Masquerade, en la cual se reunía con otros de su
gremio para tomar una copa. Por allí había desfilado, en esas últimas semanas,
una interesante colección de empresarios, inversores, abogados, periodistas
económicos y demás gente del ramo, con los que Venegas charlaba en un tono
distendido. Era uno de esos sitios donde la gente de ese caché se reúne
informalmente para tener conversaciones off the record, en las cuales se
producen intercambios de información relevantes sin que medien papeles, firmas
ni compromisos. En ese mundo ávido, la información en sí ya es dinero.
Cairós había fotografiado desde un portal al otro lado de la
calle, o a veces desde su coche, parado en doble fila como si esperara a
alguien, a los tipos que se habían juntado allí con Venegas, y después había
comprobado sus identidades; él había preferido no entrar en la coctelería para
no ser fichado antes de tiempo. Todo lo que Venegas hacía en ese famoso establecimiento,
ubicado en una zona muy cara de Madrid, debía de ser escrupulosamente legal y,
desde luego, sólo se reunía con gente limpia: nada de crimen organizado,
estafadores bursátiles, sobornos a políticos, ni cosas por el estilo; hasta
donde Cairós sabía, estaba impoluto. Pero a él no le interesaba saber si los
tratos de Venegas eran legales o no, sino otro tipo de influencias que pudiera
ejercer sobre gente tan preeminente de la sociedad. Relaciones capaces de
provocar consecuencias mucho mayores que las de la corrupción mundana. Ése era
el tipo de asunto del que él se ocupaba; por eso lo habían enviado.
Si se había decidido a entrar en la Masquerade esa noche, en
lugar de observar desde fuera una vez más, era porque le escamaba aquel lugar,
la fijación que Venegas parecía tener con él y con llevar allí a gente de su
ámbito profesional con la que a priori él no le había encontrado ninguna relación
previa, por más que había investigado. El sitio, más allá de gustos personales,
parecía tener cierto fetiche para el inversor, y Cairós quería verlo al fin de
cerca. Le daba la impresión de que allí ocurría algo raro. Captaba cierta
vibración inquietante. Tenía que ver de cerca cómo actuaba Venegas, y no a
través del teleobjetivo de la cámara; tenía que sentir lo que hacía, y
para eso tenía que estar a pocos metros. Además, tras esas semanas se
seguimiento, la Orden le estaba empezando a meter prisas; andaba tras Venegas desde
hacía tiempo, porque tenía indicios ‒obtenidos en su mayor parte de
interrogatorios y confesiones‒ de que sus exitosas actividades
económicas no pertenecían a la forma natural de las cosas. Aparentemente, fuerzas
superiores estaban detrás de su meteórico ascenso, y por eso habían movilizado
a Cairós. Éste, después de controlar su rutina durante semanas, sabía que en
ese selecto local pasaba algo; actividades que la gente normal,
cualquier otro cliente, no serían capaces de reconocer. Pero él no era del todo
normal.
Dejó que su objetivo entrara en el local y sólo transcurridos
unos minutos, que pasó bajo otro soportal, se acercó a la puerta. El sitio era
de estilo moderno y minimalista, todo hormigón gris claro y negro, con
ventanales enormes; era diáfano y luminoso, como si se empeñara en contradecir
su propio nombre, que inspiraba imágenes de disfraz y encubrimiento. Pero allí
todo era absolutamente transparente, y se hacía ante la vista de cualquier
transeúnte. Como en cualquier establecimiento de calidad, en la entrada fue
recibido por una empleada que le pidió su gabardina para colgársela y le
preguntó si prefería sentarse en barra o mesa; la primera estaba según se
entraba, descendiendo unos escalones; las mesas al fondo a la izquierda,
subiendo de nuevo unos pocos escalones, tras una mampara de vidrio. El
mobiliario y las lámparas eran de diseño escandinavo, perfectamente conjuntado
con la estética minimalista del local; la luz cálida y el suave hilo musical de
jazz creaban una atmósfera relajante y agradable, ideal para conversar. Había
un par de tipos tomando copas y charlando animadamente en la barra, y unos
cuantos más sentados a las mesas; el local no estaba muy lleno, pero la noche
tormentosa no invitaba a salir y, a fin y al cabo, todavía era jueves. En una
de esas mesas se encontraba Venegas, acompañado de otra persona a quien Cairós
no reconoció; tampoco tendría por qué haberlo hecho. Pidió una mesa, la
empleada lo invitó a sentarse en la que prefiriera, dado que había sitio de
sobra, y Cairós subió al saloncito. Escogió una lo más apartada posible de su
objetivo.
Hasta ese momento sólo había visto el local desde fuera, con
el teleobjetivo; tanto vidrio transparente y buena iluminación habían resultado
ideales para ello. Ahora, desde dentro, tenía otra perspectiva. Algo lo
inquietó desde el primer instante: nada más entrar, se sintió muy bien, cómodo,
relajado. La atmósfera invitaba a ello, era muy agradable, se prestaba a la confianza.
La empleada era muy simpática, guapa, tenía una voz bonita. Detrás de la barra,
el barman preparaba un combinado agitando los vasos de metal; tenía un aire
interesante, sofisticado, embelesaba mirarlo. El camarero que de inmediato lo
atendió en la mesa hablaba suavemente, con un leve acento argentino; con mucho
encanto le preguntó si sabía lo que quería pedir o si quería que le hiciera
alguna sugerencia. Cairós se decantó por esto último, y el camarero ‒vestido de pulcrísimo negro, con una línea blanca a la
izquierda que recorría el uniforme desde la camisa hasta el pantalón, y con el
logo del local sobre el corazón (una máscara veneciana de expresión neutra,
tras la que se enroscaba una serpiente)‒ le preguntó qué tal le parecía,
para una noche tan fría, un Brandy Sour: brandy, curasao de naranja, zumo de
limón y azúcar. Cairós le dijo que se lo trajera. Todo era bonito, cómodo,
amable, moderno y de diseño. Todo estaba bien. O sea, que todo estaba mal:
eso no podía ser. Un tipo torturado y con el alma llena de cicatrices, como él,
nunca se sentía así, tan relajado y confiado como estaba en ese momento: le
hubiera contado su vida a aquel camarero, si la conversación hubiera durado más.
Por eso, como se conocía a sí mismo, supo que allí ocurría algo fuera de lo
normal, algo perverso, y se puso inmediatamente en guardia. Se concentró
para no volver a mostrar las debilidades que había sentido un momento antes. No
debía dejar que el entorno lo engañara; las ilusiones que entran en nosotros a
través de los sentidos.
Mientras el camarero le traía la bebida, se puso a fingir
que miraba el móvil para, de soslayo, hacer una foto a Venegas y su
acompañante, sobre el cual indagó a continuación en internet, buscándolo por
imágenes. Enseguida lo encontró: era un ejecutivo bancario de nivel junior, subdirector
adjunto de Análisis de Mercados de la Banca Escorial. En ese momento, cuando el
camarero volvió con el Brandy Sour ‒que Cairós se cuidó mucho de
probar‒, los dos hombres conversaban,
distendidos. Venegas soltó una pequeña risotada en la que había mucha vanidad y
autocomplacencia: la de un hombre con clara conciencia de impunidad, haga lo
que haga. Su acompañante, cuyo nombre era Juan José Ribalta, lo secundó con
otra similar, aunque se notaba que ser jactancioso todavía no se le daba tan
bien: tenía demasiada gente por encima a la que lamer el culo. Cairós frunció
el ceño y los miró de reojo con asco, mientras fingía beber un sorbo de su
cóctel ‒cuyo aroma era ciertamente arrebatador‒. No le importaban sus chanchullos económicos, sus
influencias políticas, o lo que fuera, salvo cuando intervenían en ellos seres
que no son de este mundo. Sólo entonces, Cairós se lo tomaba como algo muy
personal.
Fue comprendiendo lo que ocurría en la Masquerade. El local
en sí era una trampa magníficamente orquestada. Pero ¿por el propio Venegas? Eso
no lo sabía, pero no parecía probable. En cualquier caso, éste atraía allí a
sus presas, gente con información económica valiosa, y los desvalijaba.
No robándoles la pasta, claro, sino sacándoles la información de la cabeza.
Todo el lugar era una máquina perfectamente dispuesta para hacerlo: cada
aspecto del local había sido cuidadosamente pensado para ello. Era sugerente,
cálido, animaba a confiarse y abrirse en la conversación, a hacer confesiones;
era… sí, era precisamente eso: un confesionario. Pero uno impío, creado
por fuerzas malignas para sonsacar la verdad, para abrir brecha en las almas y
llegar hasta sus profundidades, hasta sus secretos más recónditos, y así… Claro…
no se trataba de una menudencia como la que había pensado antes; qué tontería…
No eran secretos económicos los que allí se extraían de las mentes de las
víctimas, era mucho más que eso. Les estaban sacando otro tipo de información,
infinitamente más valiosa. Llevaban allí a individuos influyentes en las esferas
económicas, pero lo que les sacaban eran sus pecados. Estaban haciendo
averiguaciones acerca de sus vicios, de sus deseos más ocultos, de apetitos tan
inconfesables que hubieran llevado a cualquier persona con cierta posición de
poder a quitarse la vida antes que confesarlos en público, o permitir que otros
los conocieran. Y después jugaban con esa información, abriéndose paso hacia
capas del poder social cada vez más elevadas, cavando en las miserias de los
estratos privilegiados de la sociedad como en una manzana llena de gusanos. A
saber lo que Venegas le estaría sonsacando en ese momento al cretino de
Ribalta, ayudado por ese escenario acogedor y sofisticado: el local, con su
diseño, su música y su sugerente olor; los empleados, tan profesionales y
atractivos, confidentes perfectos; y, por supuesto, las bebidas, que a saber las
propiedades que tendrían, pues el propio Cairós, rigoroso y ascético como era, tenía
que resistirse activamente a probar un sorbo del tentador combinado que tenía
delante, cuyos colores y aromas se hacían irresistibles; seguramente sólo con
probarlo ya hubiera caído bajo el influjo siniestro de aquel lugar. Y, en
cuanto a Venegas, ese arrogante de rostro hinchado y nariz y labios bulbosos, pelo
de estropajo y andares de pato, que parecía que fuera a saltar de un momento a
otro las costuras de ese traje ridículamente pequeño… a saber en qué medida
engañaba ese aspecto, hasta dónde llegaba su elocuencia, el efecto seductor de
su discurso, el trance hipnótico que inducía su mirada directa en las
distancias cortas. Cairós no se había expuesto a su influjo, pero conocía muy
bien a ese tipo de seres, servidores del mal.
Él se dedicaba a eso. A sus cincuenta y dos años, llevaba casi
la mitad de su vida haciéndolo. Pese a que se presentara a sí mismo como
anticuario ‒y, ciertamente, así se ganaba la
vida‒, sus auténticas actividades
eran otras. Había sido ordenado sacerdote, aunque nunca hubiera ejercido como
tal y, de hecho, viviera como un laico en todos los sentidos, aunque eso
significara vivir en pecado. Pero ello también era necesario para hacer su
trabajo, porque sólo así podía pasar desapercibido ante el Mal, evitando atraer
demasiado su atención ‒la del Mal con mayúsculas, o
sea, entidades que no son humanas‒. Y, sin embargo, al ser
sacerdote, incluso siendo un perdido, podía administrar los
sacramentos ‒cosa que no hacía nunca, salvo para
dar la extremaunción‒, además de algo que resultaba
crucial para su labor: y es que esa condición ampliaba notablemente sus
aptitudes innatas como Vidente. Por eso había sido seleccionado ya en su
juventud. Pues podía percibir cosas más allá del mundo de las apariencias;
podía atravesar el velo que encubre la realidad y nos protege de su aterradora
desnudez; podía contemplar la agónica sustancia de nuestro mundo, que tan sólo es
una frágil balsa flotando sobre un océano de pura maldad. En efecto, veía
cosas, tantas que tenía que beber para adormecer sus sentidos y soportarlas. A
él se le mostraba el mundo demoníaco que se solapa con el nuestro y amenaza con
devorarlo, ese contra el cual cada día se libra una batalla a muerte. Hacía
muchos años que Cairós había colgado la sotana, autorizado por la Orden, pero
sin romper nunca su vínculo con ésta, pues compartía con ella el odio hacia un
enemigo común.
La tienda de antigüedades y libros extraños que regentaba le
permitía estar al tanto del material interesante que circulaba por ahí,
cosas tales como reliquias, códices medievales, extraños artefactos árabes de
los tiempos de las Cruzadas, etc.; artículos extremadamente raros, cuyo origen
no pocas veces era ilegal, que podían facilitar el acceso a conocimientos
prohibidos, o servir para invocar fuerzas que no son de este mundo. Había todo
un jugoso mercado negro para ese tipo de objetos, y mucha gente ansiosa por
conseguirlos, a cualquier precio ‒vidas humanas incluidas‒, con los peores propósitos. El negocio permitía a Cairós
seguir el rastro de esa gente y, a la vez, era una buena tapadera para encubrir
sus indagaciones, que de otro modo hubieran despertado rápidamente sospechas. Precisamente
para investigar a los traficantes de objetos sagrados ‒o sacrílegos‒, a los servidores del Mal o los
que pretenden servirse de él ‒ingenuos que creen que eso se
puede hacer‒, se había creado la Orden. En 1965
el Santo Oficio, comúnmente conocido como Inquisición romana, fue disuelto por el
papa Pablo VI para crear una institución pública que le daría continuidad, la
Congregación para la Doctrina de la Fe, y otra secreta, la Ordo
Retributionis Dei u Orden de la Retribución de Dios. Mientras la primera
vela por la integridad de la doctrina católica, esta última es la rama de la Iglesia
católica destinada a combatir a los agentes humanos de las entidades demoníacas,
como en otros tiempos lo hizo la Inquisición, pero con los conocimientos y
medios actuales, y con una estructura muy distinta. Cairós trabajaba desde
hacía años por libre, decidiendo qué pistas seguir y asumiendo
responsabilidades ejecutivas, pero mantenía el contacto con la Orden y una
lealtad absoluta hacia ella. Y ésta, ocasionalmente, le pedía que se ocupara de
un trabajo, como aquél. Por eso estaba investigando las más que
probables actividades impías de Venegas, que había hecho saltar ciertas alarmas
en Roma.
Cairós sacó el rosario de madera de olivo y éste empezó a
girar en círculos como un péndulo enloquecido. Eso indicaba, sin lugar a duda,
la presencia de fuerzas malignas. Al otro lado de la vidriera, en la entrada al
salón, junto a un gran jarrón y un pequeño terrario zen, el agradable camarero
se giró hacia él y lo miró fijamente, con una expresión que ya no era tan
amable como antes. Rápidamente, Cairós se sacó de un bolsillo interior de la
gabardina una estola sacerdotal carmesí y se la echó sobre el cuello. En ese
mismo instante, la animada conversación entre Venegas y su víctima se interrumpió,
y el primero se levantó bruscamente, tirando la silla hacia atrás; su
acompañante se sobresaltó y preguntó qué pasaba, sin obtener respuesta. El
camarero corrió hacia Cairós con ojos de poseso, y lo atacó con un cuchillo que
cogió de un mueble de servicio; Cairós levantó el rosario hacia él, y el camarero
se quedó paralizado, con el brazo del cuchillo levantado, apenas a metro y
medio de él. Unos versos de un salmo, entonados con voz retumbante por Cairós, lo
hicieron caer de rodillas, a la vez que profería gritos agudos de sufrimiento. Entretanto,
Venegas, con la cara desencajada, empezó asimismo a gritar: «¡Fuera de aquí,
hijo de perra, esclavo de la cruz, bastardo de Roma!». Ribalta, completamente alucinado
por lo que estaba ocurriendo, salió corriendo, pero fue interceptado por la
empleada de la puerta, que entraba en ese momento en el salón. Los clientes de
la barra, abajo, estaban mirando a través de la cristalera, estupefactos, pero
el barman hizo un gesto de manos y pronunció unas palabras, y quedaron súbitamente
en trance, como dormidos de pie. Mientras, la empleada dio un paso hacia Cairós
y la cristalera estalló; las mesas y sillas cayeron a ambos lados como
apartadas por el manotazo de una gigantesca mano invisible. Cairós entonó una
letanía y sacó del bolsillo izquierdo de la gabardina un gran crucifijo de
plata, y la mujer, al verlo, cayó al suelo y empezó a convulsionar. Cairós tomó
la iniciativa y avanzó hacia la barra, atravesando la cristalera rota y bajando
los escalones. El barman se refugió tras la barra con el rostro demudado, muy asustado,
mientras Cairós levantaba hacia él el gran crucifijo y seguía recitando la
letanía. El barman gritaba: «¡Te mataremos, te mataremos, te arrastraremos a la
fosa con nosotros!», y las copas sobre la barra se movieron y cayeron y se
rompieron mientras los clientes seguían allí, como dormidos de pie, igual que
lo estaba Ribalta en el salón. Cairós repitió los versos en latín hasta que el
barman se llevó las manos a la cabeza, como si no soportara un dolor agudísimo,
y finalmente se desplomó sin sentido. Sólo entonces, Cairós volvió al arrasado salón,
donde estaba Venegas, mirándolo fuera de sí y farfullando: «Nos vamos a follar
tu cadáver, hijo de puta, nos beberemos tu sangre y tiraremos tus despojos a las
alcantarillas». Ignorándolo, Cairós le puso el crucifijo de plata sobre la
frente y Venegas gritó horriblemente, y cayó de rodillas.
‒¡Habla, traidor a tu especie! ¿A
qué entidad sirves? ‒lo conminó Cairós, pero sólo obtuvo risotadas
estúpidas como respuesta‒. ¡Contesta! ¿A quién obedeces?
Por fin, Venegas, que se reía como un loco y echaba
espumarajos por la boca, habló:
‒No obedezco a ninguna entidad,
sino a un ser humano, carne y sangre como tú, lameculos del papa. Hay otro que
es más importante que yo…
‒¿Quién es? ¡Di su nombre!
‒¡No!
‒¡Dilo, por el poder del
Santísimo! ‒y apretó aún más el crucifijo bendecido contra su frente, causándole una
quemadura que lo hizo chillar.
‒¡No hablaré!
Cairós le puso la otra mano, en la que tenía enrollado el
rosario, sobre la cabeza, y Venegas ya no pudo resistirse más.
‒¡Es Gerardo Cisneros!
‒¿Cisneros? ¿El abogado?
‒¡Sí! ¡Sí! ¡Y ahora déjame,
maldito seas!
Y, en efecto, Cairós lo dejó. Apartó el crucifijo y el
rosario de la cabeza de Venegas, quien, con un gemido, se desplomó inconsciente.
Sin detenerse allí ni un segundo más de lo necesario, Cairós se dirigió a la
salida del local. Al pasar al lado de la barra, donde estaban los clientes subyugados,
les dirigió una bendición e hizo la señal de la cruz. En un rato saldrían de la
catalepsia y no recordarían nada de lo sucedido; tampoco entenderían el estado
catatónico y las heridas que presentaban los empleados de la Masquerade y
Venegas, ni los múltiples destrozos que había en el local. Mejor para ellos; la
ignorancia es mejor que el conocimiento. En cualquier caso, Cairós ya no
estaría allí cuando llamaran a la policía, si es que no estaba ya en camino.
Echó a andar deprisa, pero evitando llamar la atención, por la
calle Goya, en dirección oeste, y luego giró hacia el sur en Lagasca. Mientras
caminaba, iba reflexionando. Había creído, asumiendo la información
proporcionada por la Orden, que Venegas era el objetivo en sí, la pieza a
cobrarse; pero los de Roma se habían equivocado en el análisis. No era él, sino
alguien bastante más importante; Venegas solamente era un mandado, un títere.
Detrás de éste se encontraba uno de los abogados más importantes e influyentes de
la capital.
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