MERCENARIOS, BANDAS CALLEJERAS, CIBERIMPLANTES Y ARMAMENTO PESADO EN LAS CALLES DE UN OSCURO MADRID FUTURISTA
La obsolescencia de la carne
UN RELATO CIBERNOIR
UN RELATO CIBERNOIR
Por D+D PUCHE DÍAZ [*]
Publicado en 18/2/2024
Parte 1
La chica tenía cara de estar
perdida desde el momento en que entró en el local; resultaba obvio que no era
su ambiente. Aun así, se esforzaba mucho en mantener la apariencia de autocontrol.
Y hacía bien, porque aquél era un sitio en el que, a la menor señal de
debilidad, te devoraban como lobos. Fue una extraña casualidad la que hizo que
entrara precisamente allí, pero eso fue lo que la salvó. Algunos lo llamarían
azar; otros destino. ¿Hay alguna diferencia, en realidad? Qué sé yo…
El Barracón era un garito de mala
muerte ubicado en una de las galerías comerciales que construyeron en la
ampliación del entorno del Arenal, cuando aumentaron las plantas de los
edificios viejos hasta el triple de su altura con estructuras ultraligeras de alumigón
y grafeno, y las conectaron con la cúpula climática de la Puerta del Sol. Aquel
complejo fue lo más en su momento: un cúmulo versallesco de viviendas,
oficinas y comercios en el que se podía hacer una vida completa sin pisar jamás
la calle; donde todas las marcas importantes de tiendas y restaurantes pagaban
millonadas por un metro cúbico de espacio, y al que estaba muy de moda ir; pero
de eso hacía ya mucho tiempo. Después del Gran Verano y de las Guerras Euroasiáticas
de mediados de siglo y de la salvaje recesión económica del 66, todo aquello,
asociado a un gran nivel de vida y a elevados costes de mantenimiento, cayó en
desgracia; la gente se fue mudando a las megatorres periféricas de la
conurbación Madrid-Toledo-Guadalajara, y el antiguo centro de la ciudad se fue
convirtiendo en un gueto dominado por la pobreza, la violencia y la corrupción
de las autoridades. O sea, el mundo en el que terminamos arrumbados la mayoría
de los veteranos de la guerra, a los que nadie quería ver porque
representábamos, a sus ojos, el fracaso del anterior modelo social.
Aquél era un bar de copas para
exmilitares borrachos y buscavidas despiadados, decorado con cintas de munición
de ametralladora y cascos de diferentes ejércitos, banderas de unidades
militares y demás iconografía castrense, pertrechos y herramientas que
recordaban campamentos y trincheras, y donde se proyectaban permanentemente en las
paredes y el techo viejas películas bélicas en 3D mientras sonaba el atronador dark
metal de mediados de siglo. Tras la barra, el dueño ‒un tal Segarra, que se hacía llamar el Charro‒ y un par de camareras groseramente
biomodeladas servían a la selecta clientela pintas de cerveza, las ginebras y whiskies
de rigor, y la especialidad de la casa,
el cóctel molotov (vodka, ron blanco, tequila, Red Horse y hielo picado). Las
miradas eran esquivas, pero intensas cuando se cruzaban, y las palabras solían
ser de respeto y camaradería; aun así, la chispa saltaba en cualquier momento,
por el agudo sentido del honor ‒y la derrota‒ de los parroquianos, fácilmente inflamable.
Pues allí estaba yo esa noche,
sentado en la barra, desperdiciando lo que me quedaba de vida y buscándole
algún sentido en el fondo de un vaso de Santa Fe con tónica, después de haber
intentado ligar sin éxito con una tía ‒que
se largó con su amiga al fondo del local a la primera de cambio‒. Miré a mi alrededor
distraídamente y me fijé en la chica, que estaba entrando justo en ese momento.
Era como una exploradora que se hubiera disfrazado para hacer un estudio de
campo entre una tribu de caníbales. Saltaba a la vista entre la clientela del
bar como si llevara un holograma publicitario sobre la cabeza. Varios asiduos,
hombres y mujeres, se fijaron en ella como quien observa un extraño espécimen;
algunos hasta parecieron relamerse. Yo tuve más suerte, supongo: vino a ocupar
el hueco en la barra que habían dejado las dos tías hacía un minuto.
Era menuda, rubicunda, el pelo
recogido, tez pálida y rostro redondo y gracioso; ojos verdes, llamativos, y
ceño y boca que le daban una expresión resuelta, aunque en ese momento, evidentemente,
no se sentía cómoda en absoluto; pero lo disimulaba bien. Se adivinaba una
buena figura bajo la ropa, muy de moda entonces, que vestía: aquella
combinación de chaqueta vaquera dos tallas más grande, sobre una camiseta de
alguna estrella china del rock sintético, con falda larga plisada y botas de
tacón de piel de serpiente cultivada, a juego con un pequeño bolso ‒que llevaba bien sujeto‒. Y además de eso, muchas
pulseras y anillos dorados, así como grandes pendientes de aro. Me fijé de
inmediato en sus ojos, piel y uñas, y supe que se cuidaba bien: no sufría
déficits alimentarios ni había estado expuesta a los tóxicos o radiaciones más
comunes; sus cirugías y reconstrucciones eran bastante buenas, y no se le
notaban casi nada, pero tenía un claro aire de familia con Jennifer Street, la
actriz de redes oníricas más famosa de hacía dos décadas. Seguramente se hizo
los arreglos siendo adolescente; puede que fuera el regalo de cumpleaños de sus
amorosos y pudientes padres. Ahora tendría treinta y muchos años: una chica
joven. Por sus andares y gestos, así como por la marca de su ropa y
complementos, se veía que era de una clase social más alta que la habitual en
sitios como aquél. Una pija completamente fuera de su hábitat.
Pidió un tequila con lima, que el
Charro le puso con muy poca simpatía. Pero ella estaba inquieta por algo más
que por el ambiente cargado y las miradas severas del local. Se giraba todo el tiempo
hacia la puerta, como si temiera que entrara alguien tras ella. Estaba claro
que huía de quien fuera, y se había metido en el primer sitio que encontró sin
reparar mucho en su categoría. Afuera, en la galería comercial abierta las
veinticuatro horas, bajo las arcadas de más de diez metros de altura, con una
iluminación difusa que iba cambiando de tonalidad según las horas del día, las
antiguas boutiques de ropa y joyerías y restaurantes caros estaban en su
mayoría cerrados y tapiados, y un cierto número de ellos habían sido
sustituidos por garitos de mala muerte, salas de baile, sitios de comida rápida
de todos los países, y toda clase de comercios cutres, desde tiendas de ropa
usada a clínicas piratas de nanotecnología y genética. En ese tramo en concreto
había varios bares de baja estofa, como el Barracón, otro de niñatos que se
reunían para escuchar el horrible hard-poop y meterse chutes de smet, y otro más
de anarcoluditas que estaban siempre con sus chorradas. No solía haber
problemas porque cada una de esas tribus urbanas iba a lo suyo, pero, desde
luego, nadie quería tenerlos con los exmilitares. En cuanto a la policía, raras
veces se aventuraba por aquellos corredores, aunque cuando lo hacía, eran
grupos acorazados, con armamento pesado y ciberperros. No querían tener sustos
allí.
¿Quién perseguiría a la princesa?,
me preguntaba mientras le echaba un vistazo de reojo. Con toda probabilidad,
mientras le daba pequeños sorbitos insignificantes a su tequila, que
evidentemente no pensaba beberse, estaría llamando a la policía por MindLink; en
cuanto diera sus datos personales y comprobaran que era de una clase acomodada,
mandarían un equipo de intervención a por ella, seguro. Siempre cumplían a
rajatabla su deber de socorrer a la ciudadanía en apuros. Y la ciudadanía,
claro está, eran los que tenían recursos.
Ella se dio cuenta de que la
estaba mirando de hito en hito y me clavó sus bonitos ojos verdes. No tuvo que
abrir la boca para transmitir claramente el mensaje: “¿Qué estás mirando,
gusano?”, así que yo seguí a lo mío, que era machacarme el hígado de forma
metódica. En las paredes y el techo estaban poniendo Senderos de gloria
en inmersivo; una película antigua, de más de ciento treinta años, que plasmaba
a la perfección el carácter totalmente desechable de los soldados en la guerra,
que es siempre un juego entre señores que nunca han pisado el barro y que jamás
darían la vida por su propia causa.
La pija debía de estar teniendo
una conversación por el Enlace, porque de repente se le demudó el rostro; era
blanquita de piel, pero se puso pálida como una lápida y dejó la copa sobre la
barra: le temblaban ligeramente las manos. Yo me fijo mucho en los detalles, es
esencial en mi trabajo. Volvió a mirar hacia la entrada. También miró a su
alrededor, crecientemente nerviosa, y comprobó que varios de los presentes la
escudriñaban con miradas hoscas. Eso aumentó su tensión. Me pareció buen
momento para intervenir, porque cuando has pertenecido al IV Batallón de
Infantería Aerotransportada, 1ª Compañía, los “Búhos Grises”, eres ante todo un
caballero; por eso, y porque vi una ocasión de obtener los ingresos que tanto
necesitaba. Cualquier ocasión es buena para ofrecer tus servicios al mejor
postor, y ella lo parecía.
‒¿Cómo te llamas? ‒le pregunté.
Me miró con cara de asco como única respuesta. Tras la
barra, Merissa, una de las camareras, sonrió con condescendencia. Tras un
silencio de casi un minuto, volví al ataque:
‒No pienses que quiero ligar
contigo. Es que he notado que podrías estar en algún tipo de apuro. Quería
saber si puedo echarte una mano.
Otra mirada de desprecio. A ese paso, iba a conseguir herir
mis sentimientos.
‒No, gracias, estoy
perfectamente.
‒Ah, vale, de acuerdo. Es
simplemente que no me lo parecía.
Silencio, y de nuevo una mirada de reojo a la puerta. Le di
un trago a mi copa; yo también sabía jugar a eso.
‒Es que no quiero que pienses ‒dije al fin‒ que soy un baboso. Verás, puedo
ofrecerte ayuda profesional si tienes problemas. Me llamo Merlo Gometh. Soy OVS.
Tengo licencia.
Me miró de arriba abajo enarcando las cejas. Ese gesto lo
tenía bien trabajado; debía de hacerlo a menudo. Mientras servía una copa a
otro cliente, Merissa, más atenta a nosotros ‒tendría
el audio fijado en nuestra conversación‒, contenía la risa. La chica se
dignó a contestar.
‒¿OVS?
‒Sí, ya sabes. Operador de
Vigilancia y Seguridad.
‒Ah, ya… No sabía que hiciera
falta licencia para ser un matón a sueldo.
‒Un OVS no es un matón a sueldo.
Es un matón que además ofrece servicios de escolta, seguimiento e investigación.
Y, en mi caso, con experiencia militar. Soy veterano.
‒Eso está claro ‒apostilló ella.
‒La experiencia es un grado.
‒Depende de para qué.
‒Bueno, yo pensaba que para todo.
¿Qué tal para dar servicios de protección a gente en alguna clase de lío?
Ella sonrió sarcásticamente.
‒No creo que pudieras proteger ni
una jarra de cerveza.
‒Ah, puedo hacer eso y mucho más.
Tengo un repertorio considerable de habilidades.
‒Déjame en paz, tío. Ya tengo
bastantes complicaciones como para encima aguantarte a ti.
‒Precisamente a eso me refería.
Se hizo un silencio tenso. Ella pareció pensar en algo
lejano, al margen de la conversación, pero de nuevo miró hacia la puerta, y
entonces se volvió hacia mí y estalló:
‒¿Pero tú te has visto, carcamal?
¿A quién vas a proteger tú? ¿Cuántos años tienes? Podrías ser mi abuelo…
Merissa hacía un esfuerzo para contener la risa mientras
llenaba un cuenco de guisantes crujientes.
‒Tengo cincuenta y dos años. Sólo
podría ser tu padre.
‒Eres un residuo del pasado,
hombre. Un fósil. Un desechado.
Dijo esta última palabra bajando la voz; no era del todo
inconsciente de dónde estaba. Ese término se consideraba muy despectivo para
referirse a los exmilitares, a los veteranos de guerra a los que la sociedad
había dado después la espalda. Podías despertar la susceptibilidad de la gente
del local, si lo usabas allí. Y allí había gente con el oído muy fino, con
audios de muy buena calidad, y no me refiero a Merissa. De hecho, no me cabía
duda de que unos cuantos de los presentes debían de estar siguiendo atentamente
nuestra conversación. La información es crucial entre los buscavidas del
submundo. Algunas miradas se volvieron hacia nosotros, y yo sonreí como si la
cosa fuera en broma. Pero la chica, que estaba perdiendo el control debido a
los nervios ‒no creo que fuera debido a mi
encanto‒, prosiguió su precisa descripción
de mi persona.
‒Eres un viejo, se te ve hecho
polvo, seguro que te pasas la vida cocido en la barra de bares como éste, y
llevas toda esa cibernética obsoleta, que te serviría de algo hace veinticinco
años, pero que hoy es totalmente inútil; no sé cómo consigues sobrevivir cada
día, pero sí sé que no podrías protegerme de nadie ni durante cinco minutos. La
tecnología que uno lleva encima lo es todo, y la tuya te retrata perfectamente,
amigo: eres una criatura en extinción.
Lo cierto es que no me había descrito mal del todo. Mi
aspecto no era quizá el más idóneo a la hora de venderme profesionalmente. A
mis cincuenta, estaba a mitad de mi esperanza de vida ‒aunque mi profesión reducía esa expectativa a la mitad, o
sea, que ya estaba al final de la misma‒. Llevaba el pelo muy corto, ya
completamente cano, y no me lo había sustituido ni regenerado ni me lo teñía de
colores ni me había puesto fluorescencias. Mi cara, que nunca fue muy
atractiva, estaba surcada de cicatrices ‒como todo mi cuerpo‒, que tampoco me había quitado, pese a lo fácil y barato que
era; pero siempre me pareció que eran recordatorios de vivencias que debía
conservar, y me traía sin cuidado que a los demás les parecieran antiestéticas;
no me ganaba la vida siendo guapo. Ahí estaban como evidencias de lo que había
pasado, y sigo pensando que me avalan como profesional, pues he sobrevivido a
todas esas heridas, y no tengo por qué ocultarlas.
Por lo demás, la chapa y circuitería que llevaba a la vista
era mi óptico izquierdo, los neuropuertos en la sien y el antebrazo cibernético
derecho. El resto, o estaba bajo la piel o bajo la chaqueta de plasticuero
antibalas, los pantalones militares o las botas. Bajo una piel u otra camuflaba
los aceleradores de combate, los inyectores de adrenalina y los inhibidores de
dolor, las válvulas cardiacas reforzadas, los filtros hepáticos para tóxicos, los
polímeros musculares en brazos y piernas para mejorar el rendimiento, la
reconstrucción biogenética de la pierna derecha, de la rodilla para abajo ‒que perdí al pisar una mina en Turquía‒, los huesos de los pies sustituidos por otros de titanio
con tratamiento anticonductor de la electricidad, y la piel sintética en gran
parte del cuerpo, por las quemaduras de la mina y por muchas otras heridas
sufridas. Y, aparte de todo lo anterior, la típica tecnología civil estándar
que cualquiera llevaba desde la infancia. En fin, ése era yo. Un chasis
orgánico con un montón de arreglos. Aun así, no estaba ni la mitad de
actualizado que cualquier soldado de la mitad de mi edad, todos ellos reconstruidos
hasta tal punto que de humanos les quedaba bastante poco. Máquinas de matar, en
el sentido más literal.
‒Lo que importa es saber utilizar
la tecnología, no limitarse a llevar muchas mejoras. Y yo sé sacarle mucho
partido a lo que tengo ‒le respondí.
‒Gracias, pero déjame en paz, tío
‒dijo, y acto seguido se levantó,
pagó su consumición con un gesto de la mano y se largó del local bastante
alterada, y no me pareció que fuera culpa mía. El Charro me miraba con un
reproche en la cara y dijo:
‒Ha dejado una propina de sesenta
pavos; si vuelve por aquí, no hagas que se largue, coño. Que consuma…
Asentí con la cabeza mientras la
seguía con la mirada. Salió esquivando a los tipos del garito, la mayoría de
los cuales la duplicaban en tamaño. Al llegar a la puerta, dudó un momento,
pero se decidió y salió a la galería. Yo le puse una marca óptica y la seguí
con infrarrojos en el exterior. Al otro lado de la pared, se paró un momento,
miró a ambos lados, y caminó muy deprisa en dirección al ascensor que estaba
frente al bar. Era el que conducía al aparcamiento subterráneo, doce plantas
por debajo.
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