Rodric el Maldito (VI)
Por D+D PUCHE DÍAZ [*]
Publicado en 29/1/2024
Parte VI de VI
[Lee la primera parte] Cuando el siniestro hechicero
Bertrand de Peñarroja secuestra a Erwinth, la hija del duque Heinrick, y todo
intento de liberarla termina en desastre, un enigmático viajero, Rodric de
Daura, se ofrece para traer a la joven de vuelta junto con la
cabeza del infame hechicero. Sumérgete en el pasado mítico del mundo de los caídos
con esta historia ambientada en la Hispania visigótica del siglo VII. Una
oscura época germánico-cristiana poblada por seres sobrenaturales, en la que aún resuenan ecos del antiguo Imperio romano.
Al llegar al castillo, cruzaron el puente levadizo y las dos
murallas entre los vítores y aclamaciones de los guardias y los mercaderes que
entraban y salían con sus carros. Pero, una vez dentro, Rodric se encontró con
una situación muy diferente. Tendría que haber previsto algo así, se dijo, porque
nunca, nunca debía confiar en los mortales, tal y como le advirtió Dirce, pues debido
a su fragilidad y su miseria, de ellos sólo cabe esperar la mentira y la
traición.
En el salón del duque había mucha gente, pero esta vez,
además de acompañarlo su mayordomo, el capitán de su guardia y su confesor,
había alguien más, a quien Rodric no conocía, y que era tratado como toda una
autoridad. Enseguida le hicieron saber que era el legado del obispo, que debía
ocuparse de este espinoso asunto de Bertrand de Peñarroja, en el que la
hechicería parecía jugar un papel central. Obviamente, llegaba muy tarde, pero
eso no parecía importar. Hicieron arrodillarse ante él a Rodric, que no se
opuso, y fue entonces cuando se encontró ante una escena que en verdad no había
previsto. Esperaba recibir su recompensa, tras entregar solemnemente a Erwinth
a su padre y tirar al suelo ante los ojos de todos, como había prometido, el
saco abierto con la cabeza del mago. Pero, para su sorpresa, la recompensa le
fue negada.
El que en todo momento llevó la voz cantante fue el legado obispal,
el reverendo padre Malaquías, quien le hizo saber a Rodric que los leñadores
que lo recogieron del río y lo curaron, habían informado al castillo de las
cosas sumamente extrañas que vieron durante su rápida sanación.
‒Vos os servís, señor, de
artes maléficas, quizá no menores que las empleadas por el ahora difunto barón.
¿Acaso podéis explicar vuestra recuperación, descrita como milagrosa por esos
hombres, cuando, según afirman, ya estabais listo para recibir la
extremaunción? ¿Podéis explicar esos extraños tatuajes que, al parecer, cambian
su dibujo y relucen? ¿Los mostraríais aquí y ahora, delante de todos?
Rodric, por supuesto, se negó. El duque ni se atrevía a mirarlo
a los ojos. Sí que lo hacían, en cambio, su mayordomo Rudolf y su confesor
Arminio, con evidente satisfacción por lo que estaba pasando, pues eran
envidiosos y mezquinos. Rodric pidió que se le diera lo que se le había
prometido, ni más ni menos, pues había cumplido su palabra y traído a Erwinth
viva. Pero era obvio que ni el duque quería pagarle lo debido ni el padre Malaquías
iba a dejar correr aquella ocasión de demostrar su poder.
‒Rodric de Daura, insisto, ¿practicáis
vos mismo la magia, estrictamente prohibida por las Escrituras y por la Santa
Madre Iglesia?
‒El
cristiano debe huir y repudiar absolutamente todas las artes de esa clase de
superstición engañosa o perniciosa, así como la sociedad pestilente de hombres
y demonios formada por ciertos pactos de infidelidad y de pérfida amistad ‒replicó Rodric, traduciendo del latín según hablaba, y
escogió la cita con una ironía que el religioso ni siquiera podía llegar a
imaginar. Éste quedó muy sorprendido, en cualquier caso.
‒Vaya…
conque san Agustín, ¿eh? ¿Es que sabéis leer? No es algo habitual entre la
gente de vuestro oficio.
‒Sé leer, padre, y he leído mucho.
«Mucho más que tú, patético hombrecillo petulante; he tenido
varias vidas para hacerlo, y yo al menos sé por experiencia propia de lo que
hablo, cuando hablo de teología», pensó.
‒Ya veo. Pero ¿realmente creéis
en Dios nuestro Señor y en Jesucristo su Hijo unigénito? ‒replicó el sacerdote.
‒No
es que crea en la existencia del Padre: es que para mí es un hecho innegable
del que doy testimonio cada día con mi propia vida ‒dijo
Rodric, de nuevo en un sentido tan literal que el legado obispal no alcanzaba a
figurárselo.
‒Y entonces,
¿cómo es que recurrís a tales prácticas impías y lleváis el cuerpo, que os
negáis a mostrar, cubierto de símbolos paganos y heréticos? ‒concluyó lapidariamente Malaquías, que desde el principio
tenía preparado el final de su argumentación, respondiera Rodric lo que
respondiera. Así es como funcionaba su dialéctica eclesiástica.
Ambos de acuerdo de antemano, ahora que Erwinth estaba de
vuelta, el duque Heinrick y el padre Malaquías expulsaron de por vida de
aquellas tierras a Rodric, bajo pena de muerte si regresaba. El sacerdote no se
atrevió a más, pero alegó que el guerrero practicaba el curanderismo, y los que
tienen cualquier tipo de relación con lo sobrenatural, ya sea buena o mala su
intención, no merecen recibir nada de manos cristianas, así que se iría como
había llegado. Rodric protestó, arguyendo que no habían tenido reparos en
servirse de él, por muy sobrenaturales que creyeran que eran sus prácticas ‒y lo eran, ciertamente‒;
pero todo fue inútil, porque la decisión ya estaba tomada cuando él entró en el
salón.
‒¡Pero padre, padre… Él me
ha salvado! ¡No podéis echarlo así! ‒fue la única cosa cuerda que
atinó a decir Erwinth, en brazos de su madre, la duquesa Olbriana, desecha en
lágrimas.
Mas el duque se mostró inconmovible y el religioso confirmó la
sentencia de destierro, levantando ante Rodric su crucifijo y pronunciando una admonición
en latín.
Éste, estoico, se dispuso a abandonar el salón; no quedó
sorprendido en absoluto por semejante trato, pues era el que estaba acostumbrado
a recibir de los mortales, durante toda su dilatada vida.
‒No sois tan justo como se dice,
mi señor Heinrick. Podría
salir de aquí llevándome cuanto quisiera, pero ¿para qué? Soy mejor que
vosotros. Tened esto muy presente: son vuestras propias elecciones las que determinan
vuestros pesares ‒sentenció, según caminaba hacia
las puertas custodiadas por dos guardias con lanzas.
Se giró y dedicó una última despedida a Erwinth, quien, como
supo mucho tiempo después, de boca de unos buhoneros que viajaban por todo el
reino, a los pocos días degolló a sus padres mientras dormían. Cuando los
guardias de Heinrick le arrancaron el cuchillo ensangrentado de las manos,
estaba gritando unas extrañas palabras en una lengua desconocida; tan sólo la entendieron
cuando se refirió a Bertrand el Mago como «mi señor y maestro».
Pero lo que ocurriera allí ya no podía importar a Rodric,
que, tras abandonar el castillo, cabalgó hacia la bruma y desapareció en ella.
Fin
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