RODRIC EL MALDITO (V)

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Rodric el Maldito (V)












Por D+D PUCHE DÍAZ [*]
 
Publicado en 14/1/2024
 
 
 
     

Parte V de VI

[Lee la primera parte] Cuando el siniestro hechicero Bertrand de Peñarroja secuestra a Erwinth, la hija del duque Heinrick, y todo intento de liberarla termina en desastre, un enigmático viajero, Rodric de Daura, se ofrece para traer a la joven de vuelta junto con la cabeza del infame hechicero. Sumérgete en el pasado mítico del mundo de los caídos con esta historia ambientada en la Hispania visigótica del siglo VII. Una oscura época germánico-cristiana poblada por seres sobrenaturales, en la que aún resuenan ecos del antiguo Imperio romano.

 
 
Por allí se introdujo Rodric en unas grutas bajo el castillo, formadas por múltiples cámaras conectadas por estrechos pasadizos, en las que el agua le llegaba a veces hasta las rodillas, y en algunos tramos hasta la cintura. El agua de la lluvia se infiltraba en la tierra calcárea del monte, y había formado aquellas cuevas que desaguaban en el río, cuya entrada, entre las cortantes rocas del rápido y los juncos que la cubrían, era extremadamente difícil de encontrar. Las grutas estaban llenas de estalactitas goteantes y de grandes hongos subterráneos, así como de extrañas alimañas que se arrastraban por la oscuridad y huían de la luz arrojada por la antorcha que llevaba Rodric en una mano, mientras en la otra empuñaba su fiel espada. Incluso con sus agudísimos sentidos, necesitaba alguna fuente de luz en aquella oscuridad perpetua, aunque hubiera podido guiarse por el sonido del agua que corría suavemente por la leve pendiente, formando pequeñas cascadas entre las cámaras a medida que ascendía.
Esos pilares de roca, al cabo de un recorrido ascendente de unas horas, dieron paso a la cimentación de piedra del castillo, unos grandes bloques toscamente tallados que constituían su parte más antigua, ya varias veces centenaria. Las grutas se transformaron así en primitivos túneles y mazmorras, abandonados hacía ya generaciones y seguramente olvidados. Rodric no quiso entretenerse ni un momento, pero escuchó y sintió, como si fueran caricias frías y pegajosas en su piel, las inmundas criaturas que habitaban esas antiguas mazmorras, quizá desde los tiempos en que aquello fue una primitiva fortificación romana en lo alto del monte; seres viejos y repugnantes a los que era mejor no perturbar.
Ascendió por escaleras de piedra musgosa y resquebrajada por la humedad, y vio ocasionales arañazos en los muros que eran un aviso de lo que podía vivir allí abajo; se topó con algunos esqueletos cubiertos con andrajos, encadenados a paredes y pilones de piedra; abrió puertas y trampillas de madera completamente podrida y desecha por el agua y el paso del tiempo y, finalmente, con un esfuerzo mucho menor que cuando entró en el castillo trepando por la escarpada fachada del monte, llegó a los primeros sótanos y mazmorras que eran utilizados actualmente en la fortaleza del barón. Halló prisioneros retenidos en las celdas, tras puertas de madera o rejas de hierro, y los que estaban conscientes o cuerdos le pidieron que los liberara; pero eso tendría que esperar. En ese momento, tenía otra tarea más urgente por delante.
Tiró la antorcha, que sustituyó por su daga, y avanzó sigilosamente, pues ya podía ver a la perfección a la tenue luz de aquellos corredores. En su camino degolló a algunos guardias, o los atravesó con su espada, antes de que tuvieran tiempo de dar la alarma, y al fin llegó a la construcción principal, la más reciente; se abrió paso torre arriba desprendiendo una aureola oscura de confusión que hacía que los hombres lo tomaran por alguien conocido, alguno de los suyos, hasta que era demasiado tarde: ya estaba demasiado cerca, y los mataba uno a uno como una plaga silenciosa. Producir esa aureola le costaba un gran esfuerzo de concentración, pero ahora podía permitírselo, al haberse ahorrado la escalada y estando ya sanado de sus heridas. Así se abrió paso hasta Erwinth y su captor, al que presintió, una vez más, allí arriba, en su salón del Otro Lado, protegido de todo ataque procedente de este mundo; pero Rodric no era una criatura cualquiera de este mundo.
Llegó a la cámara en lo alto de la torre del homenaje. Allí estaba el gran espejo que era una puerta a esa otra realidad donde Bertrand tenía retenida a Erwinth. Estaba protegido por dos hombres, seguramente de los mejores de la escolta del barón. A uno lo mató lanzándole su daga desde los últimos escalones de la escalera de piedra; corrió hacia el otro con una velocidad que lo dejó pasmado, y apenas había empuñado éste su hacha cuando le atravesó el corazón de una estocada. Envainó la daga tras limpiarla en las ropas del cadáver, empuñó la espada a dos manos y, sin pensárselo dos veces pues Bertrand ya debía de saber que estaba en la torre, cruzó el espejo.
De repente, se vio en otro mundo, un lugar de fantasía: un salón larguísimo, opulento, cubierto de ricas alfombras y maravillosos tapices y cojines de seda, todo ello de aspecto oriental; había teteras humeantes y velas y quemadores de incienso y otras hierbas aromáticas. Al fondo, sobre una escalinata de mármol al lado de la cual murmuraba una fuente, estaban Bertrand, que leía en un grueso tomo, y Erwinth, recostada ausente, susurrando algo con la mirada perdida. Bertrand levantó la vista del libro y le dijo, muy calmado, casi afable:
Te estaba esperando, Rodric. Sabía que volverías, y que nos enfrentaríamos. Era tan inevitable como la puesta del sol. Pero antes quería tener unas palabras contigo, que podrían ser…
Era una mera distracción, un intento de desviar su atención, en el que Rodric no cayó. El kabaluco saltó sobre él desde detrás de unos velos de seda que estaban a su derecha; él esperaba la emboscada, y en un instante convirtió la espada larga en espadón y asestó un mandoble semicircular con todas sus fuerzas. Alcanzó a la bestia en un costado, abriéndole una terrible raja de la que manó sangre humeante, negra y pestilente; pero, como si no sintiera nada, contratacó con un bramido ronco, lanzándose de nuevo sobre él y asestando unos zarpazos, con sus enormes y aceradas garras, que lo hubieran destrozado en caso de alcanzarlo. Pero Rodric ya no estaba allí; había desaparecido. Cayó sobre el ser abismal desde el lado opuesto y de un limpio tajo, liberando todo su odio y su afán de revancha, le rebanó la cabeza. Un enorme chorro de sangre negra salpicó las alfombras persas y el olor a azufre se propagó por el salón, pese al incienso que lo perfumaba.
Bertrand se quedó atónito al ver el resultado del combate y empezó a pronunciar un conjuro mientras hacía unos gestos de manos; aunque Rodric corrió hacia él, le dio tiempo a lanzarlo y lo frenó casi en seco en plena carrera. El guerrero sintió un dolor lacerante en todo su cuerpo, como si lo atravesara una ráfaga de agujas, y tuvo que cerrar los ojos y guiarse por su intuición; pero, con un esfuerzo titánico, siguió caminando lentamente hacia el mago, venciendo la resistencia de ese viento helado y letal, que quemaba toda su piel. Se abrió paso apuntando hacia su enemigo el filo de su arma, convertida en espada larga de nuevo; y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, atrayendo con su hoja una buena parte de las energías que el hechicero lanzaba contra él, hizo un último y descomunal esfuerzo: con la zurda sacó la daga con el zafiro engastado y, con un rapidísimo movimiento, cerrando con Bertrand, se la hundió en la sien hasta la guarda.
La mortal ráfaga se detuvo en el acto; el mago parpadeó con un solo ojo, balbuceó algo sin sentido, y se desplomó. Erwinth, que había contemplado toda la escena aterrorizada, lo miró con los ojos desencajados, chilló, y se puso a murmurar cosas estúpidas. Parecía desquiciada, lo cual era normal, pensó Rodric, después de todo lo que había presenciado desde su rapto.
De un tajo, le cortó la cabeza a Bertrand y la metió en un saco que improvisó con un pedazo de velo de seda y uno de los cordeles que los sostenían. Después prendió fuego al salón, tirando de una patada sobre las alfombras unos pebeteros que lo iluminaban; y, a continuación, tras salir de allí y romper el espejo con el pomo de la espada, fue prendiendo otros fuegos, con una antorcha que cogió de la pared, en diversos muebles y tapices a su paso; pero no abandonó la fortaleza sin antes liberar a los prisioneros de las mazmorras y matar, ya sin necesidad de sigilo alguno, a cuantos hombres del barón se cruzó.
En todo momento llevó detrás a Erwinth, que definitivamente parecía haber perdido el juicio. Cuando hubo terminado, el castillo estaba en llamas, y lo abandonaron por la puerta principal, ya libre; los hombres de Bertrand que no habían muerto habían huido. Tras recoger su yegua, que seguía en el bosque afortunadamente, no había sufrido daño alguno en su ausencia, llevó de vuelta a la doncella, muerta de miedo y fuera de sí, a las tierras del duque Heinrick, su padre.
 
 

 
 
  
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