OTRA BELLA DURMIENTE
JESÚS FUENSANTA
A R R E G L A D O R
En…
OTRA BELLA DURMIENTE
Una historia noir de...
DANIEL Y DAVID PUCHE DÍAZ [+info]
Publicado en 3/12/2023
Capítulo 1
“Juan Carlos Navarro. Asesor legal”, dice el rótulo en la puerta de mi
oficina, y también la página web de mi pequeña empresa de un solo empleado ‒yo‒, pero
ambas cosas son falsas. Porque ni me llamo Juan Carlos Navarro ni soy asesor
legal; mi verdadero nombre es Jesús Fuensanta y mi profesión… bueno, no es de
las que uno anuncia abiertamente. En mi ramo, de hecho, la discreción es
crucial; las autoridades no se muestran muy comprensivas con el tipo de
actividad que desempeño. Por eso cambio de nombre, de oficina y de página web
con cierta frecuencia. En realidad, no son la clave para encontrarme; podría
decirse que se trata de una simple tapadera.
¿A qué me dedico? Soy lo que se
llama un arreglador, o reparador, o solucionador. O sea, que me encargo de poner
remedio a los líos en que se meten otros. Me pagan, y me pagan bastante bien,
por quitarles sus problemas de encima. No cualquier problema, naturalmente,
sino el tipo de cosas que no te soluciona un gestor económico o un abogado; ni
siquiera la policía. Más bien asuntos que se encuentran en una franja de dudosa
legalidad, por no decir de clara ilegalidad, pero hasta en eso tengo mis
principios. Y no cualquiera puede disponer de mis servicios, porque son caros ‒aunque
de un tiempo a esta parte, por ciertos motivos, he tenido que rebajar bastante
mi tarifa‒,
además de que soy muy selecto con mi clientela; mi profesión es una de las
pocas en las que el profesional escoge a sus empleadores, y no al revés. Te lo
puedes permitir cuando la demanda de tus habilidades es mucho mayor que la
oferta en el mercado. Y soy exigente, por la cuenta que me trae. Ya tuve muchos
problemas en el pasado. Desde entonces, me ando con mucho cuidado.
Aquel día quedé con un posible
cliente que había oído hablar de mí a través de otro tipo que ya me había contratado;
así es como funciona esto: a través del boca a boca y de dejar a la gente
siempre muy satisfecha. De lo contrario, y dado que no puedes anunciar
en los medios o redes lo que verdaderamente haces, el teléfono nunca sonaría y
el negocio se iría a pique. Y eso no puede ser, porque mis vicios son bastante
caros y el tren de vida que llevo es relativamente alto ‒pese a
haber tenido que prescindir de algunos lujos, como decía antes‒, así
que soy muy severo a la hora de dejarme contratar; pero, una vez aceptado un
trabajo, soy cumplidor en extremo. Mi máxima es que, una vez que el cliente
paga el 50 % de mis honorarios por anticipado, puede olvidarse de sus problemas
para siempre; tanto, que pagará encantado la otra mitad tras la realización del
trabajo, y además me recomendará. Y así tiene que seguir funcionando, porque a
mí el Macallan de 18 años no me lo regalan.
Yo ya estaba en la concurrida
cafetería del centro donde lo había citado; me gusta llegar antes de tiempo a
los sitios y reconocer el terreno. Por si acaso. Lo vi llegar, indeciso ‒lo reconocí
por la precisa descripción de sí mismo que me dio cuando hablamos por teléfono‒,
sentarse en una mesa, pedir un café y mirar a su alrededor evidentemente
nervioso. Estaba claro que el encuentro conmigo no formaba parte de lo que él
llamaría “su mundo”. Me acerqué con mi refresco ‒porque nunca bebo cuando estoy
trabajando‒, le
dije que era yo, o sea, Juan Carlos Navarro, y me senté como si fuéramos
conocidos. Sin presentaciones formales ni gestos llamativos. Y, sin más
preámbulos, le dije que me contara el motivo por el que quería contratarme.
El señor Millán, un mediano
empresario del sector de la distribución, me contó que tenía una hija de
diecinueve años, Isabel, que ‒por supuesto‒ era
la niña de sus ojos, el sentido de su vida, etc. Bueno, pues la niña le salió
fina, y se había ido a vivir, abandonando sus estudios universitarios, con un
grupo de hippies a los que había conocido en la facultad. Por lo visto, eran
una panda de drogatas que vivían en una casa a las afueras de Alcobendas que alquilaban
entre todos; eran cinco o seis, por lo que sabía Millán, sin contar a su hija.
Isabel había cortado toda comunicación, que ya de por sí venía siendo muy mala,
con la familia, y no habían vuelto a saber de ella desde hacía dos semanas. El
padre acudió a la policía, pero le contestaron que, si su hija era mayor de
edad y se había ido libremente con ellos, no podían hacer nada. Entretanto, el
teléfono de Isabel estaba muerto, la joven no respondía a los mensajes ni a
correos electrónicos, y el padre tampoco sabía la dirección de la casa, pues se
habría presentado allí para traérsela de vuelta, pasando por encima de quien
fuera y en contra de la voluntad de su propia hija, si era necesario; eso le
daba igual. Lo que ésta sí mantenía era la actividad en las redes sociales,
donde había subido algunas fotos y vídeos en que se la veía siempre drogada y
ausente, haciendo el gilipollas. Lo único que Millán sabía, a través de los viejos
amigos de su hija ‒y eran testimonios de semanas atrás,
porque había roto el contacto incluso con ellos‒, era que estaba todo el día
drogándose y follando con todos. Eso, y que le estaban sacando la pasta, porque
estaba autorizado en la cuenta bancaria de ella y, al consultar el extracto, vio
que había sacado casi todo su dinero; él sacó lo poco que quedaba para que no
se lo quedaran esos desaprensivos, y de paso, por si así la obligaba a
regresar. Pero nada. No sabía de qué estaba viviendo su hija, y se temía que fuera
de prostituirse, seguramente a cambio de droga.
El hombre estaba muerto de
miedo, como es natural; y no sólo eso, sino que sentía una profunda
humillación, y por ello estaba iracundo y quería cargarse a los putos hippies.
Pero no era por eso para lo que quería contratarme, obviamente, sino para
recuperar a su hija sana y salva. Ya estaba hecho a la idea de que tendría que
meterla en una clínica de desintoxicación, o algo de eso: cualquier cosa para
alejarla del vicio y, sobre todo, de sus malas compañías.
El que me había recomendado a Millán
era un abogado que también conocía a un cliente mío anterior. Pese a las
referencias, Millán, jugando nerviosamente con la cucharilla del café, me pidió
algunas explicaciones acerca de hasta dónde estaba yo dispuesto a llegar en mi
trabajo y las garantías que le daba de recuperar a su hija. Le respondí que
volvería con su hija costara lo que costara, pero que no estaba dispuesto a
cargarme a nadie, si era eso a lo que se refería, siempre que ella o yo no corriéramos
riesgo; yo no hacía esas cosas a la ligera. En cuanto al estado en que se la
devolviera, sería tal y como la encontrara, ni un ápice peor, pero desde luego
tampoco mejor. Ponerla en manos de un médico o de psicólogos era cosa suya; o
recluirla en un convento, si es lo que quería. Eso ya no era asunto mío. De
todos modos, le recomendé que no hiciera demasiadas preguntas sobre mis
métodos: cuanto menos supiera de cómo había hecho el trabajo, mejor para él.
Pero podía estar seguro de que nada ilegal lo salpicaría, y de que la
confidencialidad del acuerdo era sagrada. De lo contrario, yo no podría ganarme
la vida haciendo lo que hacía, y mi profesionalidad me precedía.
Comoquiera que Millán se mostró
de acuerdo, le dije que aceptaba trabajar para él y le hablé de mis honorarios.
Me pagaría cinco mil euros, la mitad de forma inmediata y la otra mitad cuando
tuviera a su hija de vuelta en casa, y eso con independencia de su estado. Los
pagos los haría por transferencia a una empresa pantalla de exportaciones en
Panamá, bajo el concepto de “Arte tribal”, y a cambio recibiría, en unas
semanas, sendas cajas con máscaras aborígenes y certificados que avalarían su
autoría y precio; eran más falsos que la promesa de un político, pero
justificarían la compra de cara a inspecciones fiscales. Para que todo
aparentara ser limpio y conforme a ley, haría otro pequeño ingreso de
doscientos euros en una cuenta de mi empresa, en calidad de asesoría legal para
dicha adquisición. Tanto las empresas como las cuentas ‒así
como mi nombre, aunque eso no se lo dije‒ las cambiaba periódicamente
para evitar que pudieran rastrearme; eran fantasmas que no dejaban huella, pero
eso a él no le afectaba, porque siempre podría argüir que había hecho una
compra a una empresa extranjera de la que no sabía más y que ‒si
llegara el caso de tener que justificarse‒ lo había timado antes de
desvanecerse. Nada lo pringaba, ni tendría que dar cuentas de por qué había
pagado realmente esos cinco mil. Así solía trabajar yo, por lo menos desde mi
regreso de América, o sea, desde que empecé a tomar medidas mucho más severas
para mi propia seguridad y la de mis clientes, que en el fondo es lo mismo.
Se mostró conforme de nuevo y me
preguntó si firmábamos algo o nos estrechábamos la mano o lo que fuera. Sonreí
y le dije que nada de contratos entre nosotros, salvo el que yo le remitiría
por correo, firmado, a cambio de los doscientos euros por la asesoría, y que él
debería firmar y guardar; pero nada por los cinco mil, por supuesto. De ésos
sólo tendría un recibo de compra que le mandaría de Panamá la empresa pantalla
con la que yo trabajaba en ese momento. Tampoco apretones de manos; nada en
público que diera a entender que estábamos haciendo negocios. Simplemente saqué
mi móvil y le envié por mensaje las cuentas bancarias en las que haría los
ingresos. Nuestro acuerdo era de palabra, pero era tan firme y seguro como uno
firmado delante de notario. Mi prestigio se basaba en mi palabra. «Muy bien,
señor Millán», le dije. «En unos días tendrá a Isabel en casa». [Sigue leyendo]
#Síguenos
para no perderte la continuación y #LeeAnticipos de nuestras publicaciones en Twitter, Facebook e Instagram.
#ParaFansDe: Novela negra, cine negro, Género noir, Género neo-noir, Género policiaco, Hardboiled, Suspense,
Misterio, Raymond Chandler, William Faulkner, Dashiell Hammet, James Ellroy, Don Winslow, Michael Connelly, Joël Dicker, Philip Marlow, Sam Spade, Harry Bosch.
Libros y revista
Otras historias para ti
LOS PAPELES DE ALFREDO MONTENEGRO
15-11-23
Entre los papeles que el recientemente finado Sr. D. Alfredo Montenegro Garriga, prestigioso abogado y aficionado a la historia, la heráldica y ‒esto último no tan conocido del público‒ el ocultismo, dejó a sus herederos, había unos legajos que no llamaron en un principio la atención de nadie, hasta que sus albaceas, pasados unos meses, pusieron su atención sobre ellos mientras organizaban el reparto de la herencia. Lo que parecían unos fajos [...] LA NOCHE Y EL LABERINTO (I)
21-07-23
Como todas las noches, me adentro en la ciudad laberíntica, abigarrada, caótica, que parece moverse a mi alrededor para atraparme, como si fuera algo orgánico. La ciudad tiene intenciones, lo noto como un olor o un cosquilleo en la piel; quiere algo de mí, pero no sé el qué. Sea cual sea su propósito, me lo oculta. Lo único que tengo claro es que no será bueno para mí. Siempre la misma rutina: me acuesto lo más tarde que puedo para así tener [...] VIVIR EN RED
20-05-23
Mira, el último anuncio de la @BlueCola es alucinante cuánto le habrán pagado a @LuceFlockhart por usar su imagen qué guapa sale veinte millones por lo menos y ni siquiera tiene que mover una fibra cómo me gustaría a mí Sí verdad? ¿Carne sintética? Ah no eso ya no me gusta #Cerrar cómo me molesta que me metan esa porquería en el #Feed eso para los viejos qué asco ya ya madre mía cómo está esto no cabe un alma menos mal que el control de ambiente [...] RODRIC EL MALDITO (I)
15-01-23
Habéis de saber que corría el siglo VII desde la muerte de Nuestro Señor, aunque el tiempo, en aquel entonces, aún no se medía según esta escala; todavía se contaba en relación con las dinastías y los reyes, y el rey del Regnum Hispaniae, en ese preciso momento, era Gundemar, cuyo reinado sería efímero. Pero eso no viene al caso. La cuestión que nos ocupa es que era Heinrick, al que llamaban el Justo, el señor del ducado de Pallantia, al norte [...]
No hay comentarios:
Publicar un comentario