LAS INFRAGENTES
Un edificante cuento navideño de...
DANIEL Y DAVID PUCHE DÍAZ [*]
Publicado en 20/12/2023
Bajo nuestras tranquilas y
cómodas ciudades hay antiguos túneles de metro olvidados, tramos de
alcantarillas en desuso y galerías de mantenimiento abandonadas donde viven
nuestros más ignorados vecinos; unas criaturas relativamente parecidas a
nosotros ‒pero ni mucho menos iguales‒ que habitan en la noche perpetua de esas profundidades a
las que ningún ser humano ha regresado desde hace décadas, o incluso desde hace
más de un siglo, en algunos casos.
Los moradores de tales
profundidades reciben el justificado nombre ‒pues tan sólo es una descripción
objetiva‒ de infragentes, o habitantes
del inframundo. Y, ciertamente, el inframundo está a unas pocas decenas de
metros por debajo de nuestro asfalto y aceras. Pero no hay que ser tremendista
ni hacer asociaciones inadecuadas: es bueno que ese inframundo exista, puesto que
proporciona un hogar a quienes, de lo contrario, ni siquiera eso tendrían. Es
más: quizá, de lo contrario, vivirían en nuestras mismas calles. Así que las
infragentes pueden sentirse afortunadas de vivir allí abajo y, desde luego,
agradecidas por ello. Y también nosotros, claro está, pues tampoco nos gustaría
residir demasiado cerca de ellas. De modo que todo está bien.
Acostumbradas
a la oscuridad, al aire viciado de sus túneles, y a diversos elementos químicos
y biológicos que abundan allí abajo ‒además de la
persistente compañía de cucarachas, ratas y otras criaturas habituales en
lugares tenebrosos, sucios y húmedos‒, las infragentes han
ido transformándose física y mentalmente para adaptarse a dichas condiciones. Caminan
ligeramente encorvadas ‒de lo cual se infiere una cierta involución con respecto a
los humanos‒, su piel se ha vuelto blanquecina y como coriácea, y han perdido la mayor
parte del bello corporal; en cuanto al pelo, les sale en mechones ralos y frágiles,
y tiende a caérseles pronto. Sus caras son huesudas, de barbillas largas y
estrechas, las orejas grandes y estiradas hacia atrás, como pegadas a la cabeza;
las fosas nasales dilatadas, destacándose mucho sobre una nariz bastante
aplanada; los dientes irregulares y finos, muy de punta, como pequeños
colmillos con los que desgarran las ratas, lagartijas y otras porquerías de las
que se alimentan; y los ojos, ¡ay, esos ojos!, son lo que más los define:
grandes y redondos, con enormes pupilas claras rodeadas de una densa red de
venillas, y cubiertos por esos párpados de aspecto membranoso… Unos ojos hechos
a las sombras del inframundo, no para ver ni ser vistos fuera de él… Y con esa
mirada nerviosa, moviéndose rápidamente de un punto a otro como asustados, que
les da un aspecto tan perturbador, el cual se suma a sus voces, que suenan como
lamentos fangosos, con una desagradable sonoridad líquida que evoca las
alcantarillas desde las que se arrastran al exterior. Sus extremidades, por
último, son finas y largas, tan huesudas como sus caras y cuerpos ‒aunque a menudo
lucen una incoherente tripilla‒; llaman especialmente la atención, aparte de sus ojos, sus
manos, con dedos finísimos y muy, muy largos, diríanse los apropiados para una
raza de ladrones. Se visten con las ropas desechadas por los de arriba, viejas
y raídas, prodridas por las condiciones húmedas del subsuelo y la falta de
lavado ‒como ellos, apestan‒, y nunca se calzan. Odian, al parecer, ponerse algo en los
pies, incluso en invierno. De ahí que los tengan completamente encallecidos y
negros.
Agraciados, desde luego, no son;
al contrario, su naturaleza es claramente repulsiva. Sólo salen de su hediondo
submundo cuando cae la noche, puesto que el sol los asusta y daña sus ojos y su
piel ‒y, como es sabido, nada
que tenga que esconderse de la luz del sol, que todo lo limpia, puede ser bueno‒. Salen con un único
propósito, que el lector podrá adivinar rápidamente: en efecto, para conseguir
botín. Cubiertos con abrigos y gabardinas viejos, y con gorros o sombreros,
para no llamar la atención, se hacen así con toda clase de cosas, rebuscando en
los contenedores de basura de los comercios y de los edificios de viviendas; de
ellos obtienen la mayor parte de las ropas y alimentos con los que inmediatamente
regresan a sus hediondos túneles, para compartirlos con los demás. A veces,
hasta se atreven a colarse en las casas vacías, valiéndose de su sigilo y de su
habilidad para meterse por agujeros estrechos, así como de una ínsita destreza
para abrir cerraduras. Esto último les gusta hacerlo, sobre todo, en estas
fechas navideñas. ¿Y qué buscan en los hogares de la gente honrada, como lo
somos ustedes mismos o yo? Pues, ante todo, para ruina de nuestras
celebraciones, quieren hacerse con dulces y regalos, y también con guirnaldas y
adornos para su tétrico inframundo. Lo vil y repulsivo de su existencia alcanza
su culminación cuando, en vísperas de Navidad, ¡vienen a robar los juguetes de
nuestros niños para dárselos a los suyos! Pero, claro, ellos no tienen nada, ni
fabrican nada ‒solamente saben aprovecharse de
los demás‒, y, sin embargo, quieren vivir
como los de arriba. Qué fácil es vivir así…
En
cuanto al origen de estos inquietantes seres, hay diversas teorías, algunas de
las cuales son realmente descabelladas. La más aceptada y plausible es la que
afirma que son los descendientes de gente de arriba, de gente como usted y
como yo, que en su momento fueron repudiados por algún buen motivo ‒por ser fracasados,
delincuentes, anormales, etc.‒ y que, tras generaciones y generaciones de crianza allí
abajo, en ese entorno miserable, se han deformado física, mental y, por
supuesto, moralmente, hasta semejantes extremos. Pero no olvidemos que muchos
de ellos, es un hecho demostrado, no son originariamente de aquí, sino que
vinieron de fuera, de lugares distantes donde, según se dice, el sol no brilla
nunca; lugares de oscuridad perpetua que sólo pueden dar lugar a razas enfermas
y degeneradas. Y todos ésos, atraídos por la luz de nuestra civilización,
habrían llegado aquí poco a poco ‒y lo que es peor, siguen haciéndolo‒, a escondidas,
sin que nos diéramos cuenta; y, al mezclarse con los repudiados de aquí,
habrían dado lugar a esa raza híbrida, tan parecida pero a la vez tan ajena a
nosotros, que son las infragentes; casi humanos, pero nunca del todo. Animales,
más bien, de una probada escasa inteligencia, los cuales, por lo tanto, nunca
pueden ser merecedores de nuestra compasión.
No
obstante, ya sabemos cómo terminan las cosas cada año; el modo en que este… problema…
se ha manejado para que resulte lo menos lesivo posible. Y es que, al final,
para que las infragentes no arruinaran la Navidad de tantas buenas familias,
tras tanto tiempo de robos y disgustos, se llegó a la conclusión de que era
mejor dejarles cosas (comida, ropa, medicinas, y también juguetes) en las
entradas a su mundo subterráneo, es decir, en las bocas de las alcantarillas.
Naturalmente, se trata de ofrecerles productos viejos, usados, caducados o
defectuosos; artículos que nadie quiere en realidad y de los que están deseando
deshacerse. Así se matan dos pájaros de un tiro: uno se libra de lo que le
estorba, y con ello satisface las necesidades y los mezquinos deseos de esa
raza envidiosa, que así deja de colarse en las casas y tiendas, pues lo que
vienen a buscar se les está poniendo en bandeja. Más vale renunciar a unos
cuantos objetos pasados de moda y amortizados que tener que soportar tal
molestia. Y así se hace la justicia y los de arriba, por fin tranquilos, pueden
disfrutar de su merecida alegría y buenos sentimientos navideños.
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