El Anticuario (cap. 1)
No se debe jugar con los poderes antiguos...
D. D. Puche Díaz [+info]
15/11/2023
Entre los papeles que el
recientemente finado Sr. D. Alfredo Montenegro Garriga, prestigioso abogado y
aficionado a la historia, la heráldica y ‒esto último no tan conocido del
público‒ el ocultismo, dejó a sus
herederos, había unos legajos que no llamaron en un principio la atención de
nadie, hasta que sus albaceas, pasados unos meses, pusieron su atención sobre
ellos mientras organizaban el reparto de la herencia. Lo que parecían unos
fajos ‒divididos en
una serie de carpetillas cogidas con gomas, y claramente diferentes de otros de
carácter profesional por el tipo de papel empleado‒ de oficios que habría que derivar a los
letrados designados por el Sr. Montenegro a tal efecto, resultaron contener
extrañas y turbadoras lecturas acerca de ciertas experiencias muy singulares
que su autor afirmaba haber tenido a lo largo de las últimas tres décadas de su
vida y que, al parecer, había mantenido convenientemente en secreto.
Vaya por delante que Montenegro
era ‒y esto puede que no fuera un
aspecto muy conocido de su vida, pero sus conocidos, desde luego, sí lo sabían‒ miembro de la logia masónica Aurora Blanca, n.º VII, del
Rito Escocés, y en ella había alcanzado el grado de Gran Maestro, con lo cual
estaba claro que no era ajeno a lo esotérico y que eso, en los círculos en que
se movía, no era piedra de escándalo. Ahora bien, la naturaleza de los
documentos encontrados, tras una lectura apenas superficial de los mismos, revelaba
un carácter tan ajeno a esa tradición y tan alarmante por su contenido que sus
albaceas inmediatamente lo pusieron en conocimiento de la familia. Cuando sus
dos hijos mayores ‒de los cuatro, tres varones y
una mujer, que dejó a su muerte, aparte de su viuda‒, abogado y economista, que se encargaron de los negocios de
su padre, revisaron los documentos, su estupefacción fue absoluta y, tras una
profunda deliberación, decidieron que el buen nombre de su progenitor ‒y de la familia‒ exigía la destrucción de los
mismos.
Lo que había en ellos eran terribles fórmulas de invocación
y adoración de seres a los que a duras penas podría llamarse “demoníacos”.
Seres más antiguos que este universo, arrojados en las más profundas simas de
la realidad ‒dimensiones incomprensibles para
la mente humana‒ por la entidad comúnmente
entendida como “Dios”, los cuales trataban desde hacía incontables eras de
tiempo de escapar de su presidio; pero, en verdad, esos seres eran más antiguos
que el propio Dios, que no había creado el universo, sino que llegó después a
éste, pero resultó ser más poderoso que todos ellos. Se trataba, así pues, de
una deidad usurpadora, parasitaria de aquéllos. Esos seres abominables no eran
capaces de acceder a nuestra realidad, pero sus enviados, criaturas menores a
las que se podía llamar mediante rituales sangrientos, sí eran capaces de
hacerlo. Y, desde tiempos inmemoriales, éstas habían sido los dioses paganos y los
demonios de las diferentes religiones y cultos que habidos en la Tierra:
poderes impíos que pugnaban por hacerse con las almas de los seres humanos mediante
insidiosas promesas; de los mortales a los que concedían dones y recompensas a
cambio de las ofrendas de sangre necesarias para hacerse corpóreos en este lado
del Abismo y ejecutar los inescrutables planes de sus amos. Planes que,
inequívocamente, apuntaban a la destrucción del universo material, que es la
tumba que los impide liberarse y recuperar su ancestral poder perdido. Y a esas
horripilantes deidades de tinieblas y sangre había estado adorando en secreto ‒hasta para su logia‒ el respetado abogado. Quién
sabía lo que había sido capaz de hacer para ello.
Pero, aparte de esto, lo que ignoraban sus hijos, mientras
veían arder los papeles en la chimenea de la casa paterna, y acordaban que
jamás volverían a hablar del tema ni contarían nada al resto de la familia ‒para no perturbar la digna imagen que su padre debía dejar a
la posteridad‒, era que uno de los albaceas,
el abogado Gerardo Cisneros, quien a la postre era miembro de la misma logia
que el finado, había hecho una copia de los documentos. Éstos, bien lo supo
desde el principio, tenían un inmenso valor; no se correspondían con ningún
conocimiento iniciático al que hubiera tenido acceso en la logia, de la cual
era Hermano de nivel XIV; y aunque pudieran ser conocimientos reservados a los
miembros de más alta jerarquía en la orden, Cisneros intuyó desde un principio
que Montenegro había realizado investigaciones ocultistas por su cuenta que,
como poco, había que calificar de heterodoxas, y sintió una inmensa curiosidad
por lo que pudiera desprenderse de las mismas. Creyó ver en esos legajos la
clave para acceder a algo muy poderoso, lo cual merecía un examen
atento y minucioso por su parte. Y así, mientras que los dos hijos pensaban que
este feo asunto había quedado zanjado con el fuego, Cisneros se sentía muy
libre para disponer en exclusiva, a partir de ese momento, de tal prometedor
conocimiento.
Al principio en ratos libres, ya fuera los fines de semana o
en vacaciones, y luego cada vez con más dedicación, el ambicioso abogado se
dedicó al estudio de los papeles de Montenegro. Primero su aproximación fue más
superficial, apenas una lectura de los mismos acompañada de una taza de café y
música clásica. Más adelante, una verdadera obsesión reverencial hecha a puerta
cerrada, con una copa de whisky y en perfecto silencio, para alcanzar una
perfecta concentración. Los descubrimientos que hizo en esos papeles sacudieron
su conciencia de la realidad como nada lo había hecho antes, y su admiración
por Montenegro fue tan en aumento como su desprecio a las doctrinas enseñadas
en la logia, meros juegos de niños que aquél había rebasado con creces mucho
tiempo atrás.
Su trabajo con esos manuscritos prosiguió en intensidad y
dedicación creciente durante meses, cada vez más absorbido por ellos, hasta que
empezó a descuidar sus obligaciones profesionales y se encontró con graves
discusiones y hasta amenazas de expulsión de su bufete, del cual era socio, por
parte de los otros tres. Pero le daba igual una minucia como ésa, que palidecía
ante la nueva concepción del mundo que estaba empezando a comprender; comparada
con ella, los patéticos beneficios que pudiera obtener de la práctica de la
abogacía quedaban totalmente eclipsados. Allí estaba contenido el verdadero
poder, uno procedente de una fuente infinitamente más antigua y efectiva que
el derecho ‒una vana creación humana, al fin
y al cabo‒; lo que en esos legajos se
prometía era un tipo de dominio e influencia incomparablemente mayor, y
Cisneros se preguntó hasta qué punto Montenegro había hecho uso de tal
conocimiento arcano para alcanzar su alta posición social y económica.
Ya no era capaz de pensar en otra cosa sino en esas entidades,
que al parecer podían concederlo todo a cambio del precio que pedían; y
a Cisneros, muy frustrado por no haber llegado a la cúspide de su carrera en el
tiempo que se había propuesto, y por ver cómo otros profesionales más jóvenes
lo sobrepasaban gracias a sus contactos familiares y relaciones, empezó a
parecerle poco a poco que ese precio no era tan elevado. Al fin y al cabo, hay
gente cuya vida vale bien poco, gente que se limita a ser un obstáculo para los
realmente capaces, los que tienen la voluntad de hacer algo grande pase lo que
pase y por encima de quien pase; así que, si al fin y al cabo muere gente todos
los días, ¿por qué no hacer, simplemente, que algunos lo hagan por una causa
superior, y no de forma accidental e inútil, lo cual es todo un desperdicio?
Alguien fuerte, decidido y con la valía suficiente, alguien con un destino
elevado, sin lugar a duda tendría derecho a ello; a escoger quién
ha de morir y para qué.
Sin embargo, algo turbaba su mente sobremanera, hasta el
punto de no dejarle dormir por las noches; y eso pese
a que las investigaciones sobre lo oculto llevadas a cabo por Montenegro
durante décadas ya eran como para perder el sueño, cuando no la cordura. Y era
si en el fondo lo que contaban era real o puras especulaciones; quizá solamente
los delirios de un loco. Pues las fuentes citadas parecían fidedignas, y el
nivel de detalle y precisión de los escritos, el saber que exhibían, resultaba
impresionante, a todas luces mucho más que la fantasía de un hombre; pero había
que someter ese conocimiento ancestral a algún tipo de prueba. Era preciso
pasar de la teoría a la práctica, y ejecutar alguno de los rituales que
contenían los manuscritos, para comprobar experimentalmente hasta dónde llegaba
su veracidad. Así que una noche de luna nueva, encerrado en su piso de la madrileña
calle Ortega y Gasset, con los teléfonos desconectados y habiendo dado
instrucciones a su empleada doméstica para que no viniera al día siguiente;
tras una purificación ritual y una preparación de la ceremonia que le llevó
horas de trabajo ‒por no hablar de los elementos
que tuvo que conseguir previamente para ella: un cráneo de carnero, un cáliz de
oro puro, un rosario bendecido por un sacerdote, una buena cantidad de velas
negras, y además de todo eso, tener que trazar unos círculos mágicos con tiza
roja en los suelos de su salón, tras apartar muebles y alfombras‒, llevó a cabo una de las invocaciones.
El resultado fue que Cisneros salió de dudas: el
conocimiento obtenido de los papeles de Montenegro era bueno. Había verdadero
poder en esas páginas, pues el ritual desató fuerzas más allá de la comprensión
humana ordinaria. Lo malo es que esas fuerzas también estaban fuera de
cualquier posibilidad de control por parte del ser humano; hay energías que no
deben desatarse, porque nunca podrán ser domeñadas. Demasiado tarde lo aprendió
Cisneros y, desde luego, nadie podrá llegar a saberlo jamás, pues desde aquella
noche el verdadero Cisneros ‒que resultó ser una de esas víctimas
perfectamente sacrificables para que ocurra algo grande‒ sufre un tormento indescriptible e inacabable, fuera del
espacio y el tiempo, a manos de seres horripilantes e inconcebibles de otra
realidad distinta a la nuestra. Mientras tanto, uno de ellos, con el aspecto
del abogado, deambula por este plano como explorador de ese linaje ancestral, recabando
información sobre nuestro mundo gracias a la trampa tendida hace milenios en la
que varios insensatos humanos ‒Montenegro, mucho más precavido,
no fue uno de ellos‒, en diferentes épocas de la
historia, han caído ya para su eterna desgracia… y para peligro de todos.
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