Parte IV de VI
[Lee la primera parte] Cuando el siniestro hechicero
Bertrand de Peñarroja secuestra a Erwinth, la hija del duque Heinrick, y todo
intento de liberarla termina en desastre, un enigmático viajero, Rodric de
Daura, se ofrece para traer a la joven de vuelta junto con la
cabeza del infame hechicero. Sumérgete en el pasado mítico del mundo de los caídos
con esta historia ambientada en la Hispania visigótica del siglo VII. Una
oscura época germánico-cristiana poblada por seres sobrenaturales, en la que aún resuenan ecos del antiguo Imperio romano.
Cuando despertó, se encontraba en una cabaña de bosque, con
vendas y una cataplasma en el pecho, que le ardía, además de emplastos en las
otras heridas que tenía por todo el cuerpo; tenía mucha fiebre, estaba mareado,
y la aguda sensación de dolor del torso se le extendía por el cuerpo entero. No
obstante, el fuego que crepitaba en la pequeña chimenea le hizo sentir gran
alivio, y las voces mortales que escuchó susurrar a su alrededor lo
tranquilizaron; aunque al principio no entendió lo que decían, supo
inmediatamente por su tono que estaba a salvo. Intentó incorporarse, pero la
debilidad y el mareo se lo impidieron.
Los hombres, al verlo despertar, lo rodearon y le hablaron,
y pronto comprendió dónde estaba. Eran leñadores que lo habían recogido en los
mansos del río, en una parte profunda del bosque, y lo habían llevado a una
cabaña de invierno para curarlo. La corriente lo había arrastrado río abajo,
hacia las tierras de Heinrick, el duque de Pallantia, donde ahora se encontraba
a salvo. De eso hacía ya la cuarta parte de una jornada: lo hallaron al alba, y
se acercaba el mediodía. Le preguntaron qué lo había atacado, y él contestó que
un oso, pero no se quedaron muy conformes con esa respuesta; tales heridas no
eran propias de un oso. Tampoco lo era que un ser humano pudiera sobrevivir a
ellas, salvo en caso de milagro; y menos aún el hecho de que, al quitarle el
jubón y la cota de malla rotos para aplicarle las medicinas, habían visto sus
tatuajes en el pecho y los hombros, y éstos brillaban con una luz apagada, en
tenues pulsaciones, y cambiaban de color; algunos dibujos mutaban para
describir escenas en movimiento, y ciertos textos escritos en latín, griego y
hebreo oscilaban y mostraban citas cambiantes.
Ciertamente, así sucedía cuando Rodric estaba en peligro, o
curándose de forma acelerada de graves heridas o envenenamientos, como era el
caso: a los desgarros causados por el kabaluco había que añadir la infección de
las heridas, que mataría sin remedio a cualquier mortal. Cuando le preguntaron
por sus insólitos tatuajes, con especial insistencia en si eran algún tipo de
magia, él replicó que no, por supuesto que no. Sabía que para ellos “magia”
quería decir “demoníaco”, y aunque eso, de hecho, fuera cierto en su caso, prefirió
no asustarlos; así que les contó, con voz fatigada, que eran tatuajes que le
habían hecho unos monjes coptos en un viaje a Tierra Santa, y que estaban
bendecidos. Jugó así con su ignorancia, y aparentemente se quedaron
satisfechos, o quisieron estarlo. Eran buena gente, hospitalaria, y antepusieron
el demostrar buena fe y asistir a un desconocido herido, aunque mostrara y dijera
cosas tan fuera de lo común, a considerarlo un ser blasfemo y abandonarlo o
denunciarlo ante la autoridad religiosa. La capacidad de Rodric para ejercer
cierta sugestión sobre los mortales hizo el resto, pese a lo cual se dijo a sí
mismo que tenía que andarse con cuidado, sobre todo estando tan vulnerable como
estaba.
Pero al poco rato se quedó dormido de nuevo, exhausto como estaba;
su cuerpo requería una convalecencia que sería tan breve como intensa, así que
su alma se extravió por los derroteros del sueño y del recuerdo. Evocó pasajes
de la memoria que procuraba no transitar demasiado; pasajes de locura y
desolación. Una familia de vasallos de la casa de Albarth, cuyo feudo estaba cerca
de Daura… Tanto su padre Urth como su abuelo Birghu eran hombres de armas, un estamento
bajo, pero que estaba por encima de los campesinos. Era una Hispania ya gótica,
pero que todavía se creía romana y mantenía los restos de ciertas instituciones
y el ideal de un gobierno unificado; incluso perduraban algunos rescoldos de la
vieja religión pagana. Pese a ello, en general fue una época de colapso, de abandono
de las ciudades y de pillaje, y también una época de honor, de lealtad y de guerra
para los hombres de armas que reemplazaron a las viejas autoridades.
Él se formó desde la pubertad para el combate; era todavía
un muchacho cuando mató por primera vez a un hombre en una pequeña escaramuza
en un bosque de Uxama, tras lo cual vomitó. Ya en su juventud empezó a escuchar
voces y a percibir cosas extrañas, como sombras moviéndose en los rincones, y
poco a poco empezaron a tomarlo por un tipo raro y a desconfiar de él. La cosa
fue a más con el paso del tiempo, y finalmente trajo mal nombre y desgracias a
su familia, hasta que finalmente fue repudiado por su padre; recordaba con
dolor el llanto de su madre, y a su padre dándole la espalda y negándole la
palabra. Aun así, siguió perteneciendo a su señor y se hospedó en un barracón,
junto a otros guerreros. Pero todo empeoró, pues los años pasaban y él no
envejecía, de modo que sus conocidos murieron y los señores de la casa de
Albarth fueron sucediéndose, y aunque Rodric era un guerrero leal y eficaz que
entregaba su vida por ellos, el caso es que no moría ni a causa de las más
graves heridas, así que terminaron cogiéndole temor y pasaron de considerarlo un
tipo extraño a un endemoniado. Era inevitable: fue expulsado de aquellas tierras
por su señor y se vio condenado al ostracismo, en una época en que alguien era
quien era en función del feudo y de la casa nobiliaria a la que estuviera atado,
del señor al que sirviera; y él no tenía un señor al que servir. Era lo más
bajo que podía haber: una espada sin señor, un hombre sin tierra, y además con
fama de loco, de poseído o de maldito. De hecho, este último es el sobrenombre
que sucesos posteriores le harían ganar.
Adoptó una vida errante, siempre al borde de la locura, atrapado
entre visiones y sueños terribles, ganándose la vida como pudo, de formas a
menudo vergonzosas y sin honor; y así malvivió hasta que dio con ella, con
Dirce, la bruja, que lo encontró, le dijo, porque era como ella; lo
reconoció entre los demás, y le explicó lo que era, y que su alma condenada
retornaba de vida en vida; y tras el largo e inexorable período de aceptación, lo
guio en el Despertar, que fue tan doloroso y aterrador; y luego vinieron el lento
aprendizaje, el dominio de sus capacidades y el descubrimiento de otras nuevas;
y más tarde llegó la separación de Dirce, o mejor el abandono, cuando ella consideró
que estaba listo y que debía echar a caminar por el mundo por su cuenta, como
un Solitario, que es lo que ella misma era; y le dijo que debía decidir el uso,
egoísta o generoso, que haría de su don, pero que nunca, nunca confiara
en los mortales…
Recobró la consciencia. Ya anochecía. Estaban solos en la
cabaña él y un leñador viejo que se había quedado a su cargo. Se sentía mejor,
y le dijo al viejo que debía irse. Éste lo miró con unos ojos rodeados de
arrugas y llenos de sabiduría; parecía entender perfectamente que no tenía delante
a alguien normal. Le preguntó adónde tenía que ir con tanta prisa; pero la
pregunta, por supuesto, significaba quién era él. En su pecho, la
terrible herida ya había cicatrizado, lo cual era imposible. Rodric le contestó
que volvía al lugar del que venía, el castillo de Bertrand el Mago. Iba a
matarlo. El viejo se quedó pensativo y finalmente asintió, como si aprobara lo
que oía, o sea, como si aceptara lo que Rodric era, pese a que no terminara de entenderlo.
Pero sabía que un enemigo del barón era alguien bueno, y más aún si poseía las inauditas
y poderosas características de aquel extranjero. Si en verdad acababa con Peñarroja,
dejarían de desaparecer pastores en el valle, y quizá la hija del señor
regresara.
Así que rechazó las monedas que le ofreció Rodric por los
cuidados, alegando que era su deber de buen cristiano; y le dijo que había una entrada
poco conocida a la parte más profunda del castillo en la base del monte, a la
que se accedía por una cueva que se abría allí donde el río se encajonaba entre
las paredes verticales del cañón.
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