Narrativa | Fantasía
Adéntrate en el pasado mítico del mundo de los caídos con esta historia ambientada en la Hispania visigótica del siglo VII. Una oscura época germánico-cristiana poblada por seres sobrenaturales, en la que aún resuenan los ecos del antiguo Imperio romano.
Adéntrate en el pasado mítico del mundo de los caídos con esta historia ambientada en la Hispania visigótica del siglo VII. Una oscura época germánico-cristiana poblada por seres sobrenaturales, en la que aún resuenan los ecos del antiguo Imperio romano.
Daniel y David Puche Díaz [+info]
© 8/4/2023 D+D Puche Díaz & El Biblioverso
Parte III de VI
[Lee la primera parte] Cuando el siniestro hechicero Bertrand de Peñarroja secuestra a Erwinth, la hija del duque Heinrick, y todo intento de liberarla termina en desastre, un enigmático viajero, Rodric de Daura, se ofrece para traer a la joven de vuelta junto con la cabeza del infame hechicero. Un relato perteneciente al Mithologium de Balada de los caídos.
Rodric cabalgó durante medio día hasta las tierras del barón
de Peñarroja, y al fin divisó su castillo entre la niebla. Éste se enclavaba en
lo alto de un escarpado monte cubierto de afiladas rocas. La parte anterior del
mismo tenía varios círculos amurallados protegiendo la subida, y un único
camino serpenteante ascendía por ella como una serpiente. La parte posterior
del monte estaba cortada en vertical y no necesitaba murallas para proteger la
fortaleza; allí los muros del castillo prolongaban la pared del monte y había
una altísima caída sobre el río que, mucho más abajo, pasaba encajado entre las
rocas del estrecho cañón donde formaba un rápido.
Viendo imposible, pese a la densa niebla, acceder por la
parte frontal, a la postre vigilada desde las almenas y patrullada por los
hombres del barón, acompañados de temibles perros, Rodric eligió colarse en la
fortaleza por la parte posterior, escalando el vertical muro de roca. Un hombre
normal no hubiera podido proponérselo siquiera, pero él no era, desde luego, un
hombre normal. Así que dio un largo rodeo, dejó a su yegua atada a un árbol en
un bosquecillo al otro lado del río, buscó por dónde vadear éste de la forma
más segura, caminó por el pedregoso margen del mismo un buen tramo, hasta que
el cañón le impidió seguir sin meterse en las voraces aguas, y a partir de ahí
empezó a trepar el muro de roca a pulso, haciendo un inmenso y agotador esfuerzo.
Éste se vio recompensado cuando, cosa de una hora después,
llegó a la base del muro del castillo; la roca dejó paso a los sillares de piedra
que lo formaban, y las finas separaciones entre éstos le facilitaron la tarea.
Y así, siguió el ascenso hasta encontrar una estrecha ventana por la que pudo
colarse. Una vez dentro, vio que se encontraba en lo que parecía una habitación
de descanso de la guardia, afortunadamente vacía; permaneció en ella un rato,
con sus agudos oídos atentos a cualquier ruido que se aproximara, hasta que
recuperó el resuello y se vio en condiciones de proseguir su misión.
El castillo era muy vertical, debido a la estrecha
superficie que el monte le concedía, y tenía una torre del homenaje que se
destacaba considerablemente sobre el resto; Rodric apostó a que Erwinth se
hallaba presa en lo alto de esa torre, en el lugar más inaccesible de la
fortaleza. Debido a su escalada, que ya de por sí había requerido una fuerza
sobrehumana, no había podido llevar armadura ni escudo; la incursión exigía toda
la agilidad y discreción posibles, de modo que el guerrero apenas iba
protegido. Desenvainó su espada y su daga y se adentró por los corredores del
castillo, en busca de las escaleras que condujeran a la torre principal.
Para abrirse paso hasta ella, y luego llegar a los pisos
superiores, Rodric dejó un reguero de cadáveres degollados o muertos a
estocadas, casi en total silencio, que procuró ocultar en alguna habitación que
hallara abierta o que arrojó por las ventanas que daban al barranco. Su plan
era encontrar a Erwinth y abrirse paso con ella hasta esa parte posterior, por
la que había ascendido. Entonces descendería con ella a la espalda. Era un plan
arriesgado y difícil, pero no se le ocurría otro mejor; y la posible recompensa
hacía que el peligro mereciera la pena. Llegado el caso, si eran descubiertos, pasaría
por encima de quien fuera necesario, sin preocuparse ya por la cautela. Hazañas
más grandes había realizado.
Tras subir unos cuantos pisos, dejando las escaleras de
piedra sembradas de cadáveres, llegó por fin a lo más alto de la torre. Se encontró
en una amplia estancia, lujosamente amueblada, con un amplio balcón desde el
que se veían los bosques colindantes y las montañas en la lejanía; abajo, el
cañón por el que circulaba el rápido del río, en la base del monte que había
escalado por su pared más escarpada. La densa niebla llenaba la estancia y le
daba un aspecto fantasmagórico. Parte del mobiliario lo formaba una cama con
dosel y unos muebles de delicada factura que parecían destinados a una mujer.
Pero allí no estaba Erwinth. En una de las paredes, enmarcado en plata, había
un espejo grande, vertical. Un espejo extraño, pues Rodric no vio su reflejo en
él, sino otra estancia muy amplia al otro lado, la cual era imposible que
estuviera allí, pues quedaría fuera de la torre; de hecho, ese amplio salón,
ricamente alfombrado y con tapices en las paredes y grandes lámparas de bronce
llenas de velas encendidas, era bastante más grande que ésta.
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El mal a las puertas
Un relato de 1000 d. C.: Europa Oscura. Una Edad Media en que las puertas del infierno se han abierto, llenando el continente de demonios, no-muertos y otras criaturas; en que los reinos humanos libran una guerra desesperada contra los ejércitos del Mal.
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Pero Rodric no se sorprendió, pues conocía tales prodigios.
Aquello era un lugar que no estaba en ninguna parte, un no lugar al que
se accedía a través de alguna puerta mágica, como lo era aquel espejo. Una
realidad ficticia, creada por artes más antiguas que la humanidad, que
ensanchaba los límites del mundo que perciben nuestros sentidos. El guerrero
conocía tales lugares, y había estado en muchos de ellos. Entonces supo con
total certeza que Erwinth estaba allí, y a la vez tuvo claro del todo, si aún
le quedaba alguna duda tras haber visto al emisario del barón, con qué clase de
enemigo se estaba enfrentando. Con uno capaz de crear aquel teatro encantado. Bertrand,
desde luego, era un auténtico hechicero, y uno no poco diestro en su arte. Lo
cual quería decir que pertenecía a su mismo linaje maldito, como el hombre de
la cota de malla negra, pues ningún mortal posee semejante poder, más allá de realizar
algunos trucos elementales.
Entonces sintió, más bien que oyó, un grito angustioso, un
grito de terror y desesperación que procedía del otro lado del espejo. Era una
mujer: la hija del duque, obviamente. Sin pensárselo dos veces atravesó la
bruñida superficie, como si entrara en el salón a través de una ventana. Vio,
al fondo, dos figuras humanas: un hombre muy alto vestido al estilo de la
nobleza, y una joven de larga cabellera morena, de rodillas en el suelo, como
rezando o implorando clemencia. Y entre ambos, difuminada, como cobrando
sustancia física desde las sombras infernales; ganando volumen y consistencia
por momentos mientras el hombre canturreaba una salmodia ininteligible, se
hallaba una figura grotesca, vagamente humana, que le sacaba una cabeza al
barón, si es que aquello, de lo que salían dos largos cuernos curvados hacia
atrás, era una cabeza; se inclinaba hacia delante y tenía las articulaciones de
las piernas invertidas, y en su espalda se iban perfilando lo que parecían unas
alas como de murciélago. Era, sin lugar a dudas, una abominación procedente del
Abismo.
Pero Rodric no llegó a ver mucho más, pues recibió un
fortísimo golpe en el pecho que lo hizo retroceder varios pasos, con lo cual
atravesó de vuelta el espejo y entró de espaldas en la cámara de la que
procedía, en lo alto de la torre, tropezando y cayendo al suelo. Cuando levantó
la mirada hacia el espejo, lo estaba atravesando, sonriente, el emisario del barón,
el hombre de la cota de malla negra, espada en mano.
‒¿Así que tú eres el último
intento del pobre duque para recuperar a su hijita? ¿Uno de los nuestros,
comportándose de forma tan servil ante los mortales? Vaya, vaya… Esto va
mejorando, hay que reconocerlo; por fin un duelo que será digno de mí.
Tenía
la punta de su espada cerca de su cuello, pero le permitió levantarse; era
evidente que quería luchar. Rodric se levantó y se recompuso, adoptando una
postura defensiva para combatir con espada y cuchillo frente a un adversario
con espada a dos manos.
‒Preséntate antes de morir; es lo
menos que debes hacer cuando irrumpes en casa ajena arrastrándote como una
rata, ¿no te parece?
‒Soy Rodric de Daura. ¿Y tú,
quién eres?
‒Yo soy Firthunand de Calagurs,
la última persona que vas a conocer. Pero al menos te matará uno de nosotros, y
eso hará de tu muerte algo honroso. Has hecho bien en venir aquí a concluir
esta vida.
Sí, era
uno de los suyos, como supo inmediatamente al verlo en el salón de Heinrick; y
como tal, Firthunand también tuvo que haberlo percibido a él entre la gente,
como se ve una flor entre la hierba. No había confusión posible, desprendían
ese halo singular que los destacaba entre los mortales.
Su
rival era joven e impetuoso; a pesar de que, por su aspecto exterior,
aparentarían edades parecidas ‒ambos cerca de la treintena‒, notaba claramente que era de una edad muy por debajo de la
suya. Tendría unas pocas décadas desde el Despertar, mientras que Rodric era ya
por entonces un guerrero muy curtido que había vivido varias vidas mortales.
Firthunand era fuerte, quizá más que él; pero no tenía su experiencia. Debía de
ser un neófito iniciado por Bertrand. Estaba muy confiado, demasiado: era
evidente que gozaba con su naturaleza y que nunca había perdido un combate; pero,
claro, sólo se habría enfrentado con mortales. Seguramente quería medirse con
uno de su estirpe y había estado anhelando este momento; pero cometía el error
de sobrevalorar su poder al haberse enfrentado siempre a rivales menores.
Rodric conocía esa sensación de entusiasmo, casi de ebriedad; pero de eso,
afortunadamente, hacía ya mucho tiempo.
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Cruzaron
espadas, bloquearon golpes, hicieron fintas, esquivaron tajos o estocadas que
hubieran sido letales. Estaban muy igualados. Pero con cada ataque impetuoso y
decidido, Firthunand se iba exponiendo más que su oponente. Eso no hubiera
supuesto demasiado al enfrentarse a otros inferiores; pero entre ellos se
volvía decisivo. Se alcanzaron mutuamente varias veces, pero o bien sus cotas
de malla detuvieron los tajos, o bien los cortes en brazos o piernas fueron
superficiales, insuficientes ante su naturaleza superior y su capacidad de
soportar el dolor y de curarse rápidamente. En cierto momento, Rodric estuvo
contra la pared, atenazado por una serie de ataques rápidos y certeros de su
rival que le costó mucho detener. Pero salió del apuro y pronto cambiaron las
tornas: Firthunand estaba acostumbrado a victorias fulminantes y espectaculares
y, envanecido, había minusvalorado a su oponente, lo cual sería fatal para él.
Se estaba poniendo nervioso, perdía por momentos la paciencia y la
concentración, y cuando intentó acabar con su enemigo de un solo golpe, un
impresionante tajo horizontal asestado con todas sus fuerzas que lo hubiera
partido por la mitad, Rodric se echó atrás, viéndolo venir un segundo antes, y
lanzó una certera estocada contra la defensa abierta de Firthunand, que
atravesó su cota de malla por la axila derecha, metiendo el filo de la espada hasta
la empuñadura en su torso y atravesándole el corazón. La giró, causándole un
destrozo tremendo en éste y en otros órganos, y haciendo palanca con la hoja, la
sacó por el pecho, abriéndoselo por el esternón y rajándole de dentro afuera la
cota de malla. Firthunand se desplomó con un chorro de sangre saliéndole por la
boca, y su alma abandonó ese cuerpo tras un último instante en que fue
consciente de su muerte, ante el terror y la sorpresa por un final que no había
podido imaginar.
Rodric
estaba recuperando el resuello cuando atravesaron el espejo el mismísimo Bertrand
de Peñarroja y, tras él, agachándose para poder cruzarlo, la asquerosa criatura
del Abismo que había invocado, ya plenamente formada. La cólera brillaba en los
ojos del barón, y se quedó un momento contemplando el cadáver de su emisario
antes de volverlos, con odio furibundo, hacia Rodric. Y dijo, con voz
entrecortada por el dolor:
‒Has matado a quien yo más
apreciaba en este miserable mundo. Con él terminan mis mejores años, después de
tanto tiempo caminando solo…
‒Entonces ‒respondió Rodric, aún jadeante‒
no has debido enviármelo. Mejor hubiera sido para él que vinieras tú en persona
desde un principio.
La
expresión de ira de Bertrand fue a más, si es que eso era posible. Sus ojos
destellearon, y a su alrededor una aureola púrpura empezó a crepitar. Las velas
y candelabros que iluminaban la neblinosa sala se apagaron súbitamente, como si
se hubiera levantado una fuerte corriente de aire; pese a ello, ambos oponentes
podían verse perfectamente en la oscuridad. Por no hablar de la asquerosa y
fétida criatura detrás del barón, que permanecía tranquila como un perro de
presa esperando una orden de atacar.
Bertrand
esbozó una sonrisa irónica y forzada, completamente ajena a toda emoción.
‒Quiero que sepas que la sangre
de mis hombres que has derramado no se ha perdido inútilmente: con ella he podido
invocar al kabaluco, como antes lo hice con la sangre de pastores del duque
Heinrick. Sangre por sangre, ésa es la ley que lo rige todo. Y ahora me cobraré
la tuya a cambio de la suya ‒añadió, señalando el cuerpo de
Firthunand.
‒Supongo que es justo. Si la
consigues, claro. Voy a tener que resistirme; no suena bien para mí.
‒Eres despreciable; eres una
vergüenza. Nosotros somos lo mismo, esa sangre tuya es igual que la mía
y la que ahora corre desperdiciada por el suelo. ¿Cómo puedes estar de parte de
ellos? ¿Cómo se puede caer tan bajo de preferir los mortales a tu propia
estirpe, a los Primeros Nacidos? ¿A nosotros, que somos fuego celestial que
ilumina esta ciénaga pestilente que es el mundo?
‒Yo no soy lo mismo que tú, de eso
puedes estar seguro. Y no estoy de parte de ellos; simplemente hago lo
que es debido. Tú crees ser fuego celestial, pero te dedicas a sacrificar a pastores
indefensos y a secuestrar a muchachas inocentes; ¿qué derecho tienes a eso?
‒¡El que me da el poder; el ser
superior a ellos! ¡La Primogenitura! Los mortales sólo son el ganado que está
ahí para satisfacer nuestras necesidades, como ellos se sirven de vacas y
cerdos.
‒Recuerda que tú naciste de una
mujer mortal, como ellos y todos nosotros.
‒¡Maldita sea ella, y maldito sea
mi nacimiento carnal! ¡Yo sólo existo desde mi Despertar espiritual! ¡Desde que
supe lo que soy verdaderamente! ¡No soy el hijo de mi madre, sino de mi
destino!
‒He oído a otros hablar como tú
antes, y nunca me ha parecido que fueran mejores que aquellos a los que
despreciaban. Tú haces que este mundo sea la ciénaga pestilente que es, al
rodearte de seres abyectos como ese que tienes ahí. Tu castillo es la más
inmunda de las granjas, y tú eres mucho más vil que el más humilde de los
porqueros.
‒¿Ah, sí? ¡Pues le daré de comer
tu cuerpo a mi mascota, y atraparé y torturaré tu alma por toda la eternidad!
¡Kabaluco, mátalo! ¡Mátalo! ¡Pero antes hazlo sufrir todo lo que puedas!
¡Quiero oírlo pedir piedad!
Y el pestilente monstruo que había raptado a Erwinth,
invocado desde el Abismo por las artes oscuras del barón, se lanzó sobre Rodric
con una rapidez sorprendente, emitiendo un sordo bramido. Su cuerpo era muy
delgado y quitinoso, de aspecto cerúleo, con unas marcadas costillas, y de un color
verdoso oscuro; tenía una piel, por así llamarla, llena de largas estrías y como
de llagas supurantes; los dedos de manos y pies eran largos, como patas de
araña que tuvieran articulaciones de más, y terminaban en unas uñas similares a
cuchillas. Pero lo peor era su cabeza, una masa bulbosa e irregular de la que
surgían dos largos cuernos inclinados hacia atrás, como los de un antílope
africano; no parecía tener ojos ni otros órganos sensoriales, y en su parte
frontal se abría una horrenda boca redonda, con cientos de dientes como agujas,
dispuestos de forma radial en varios círculos concéntricos que se movían
adentro y afuera de forma independiente. Era una visión pavorosa e inmunda que
hubiera hecho perder la cordura a cualquiera.
Pero no era la primera vez que Rodric se enfrentaba a
criaturas salidas del infierno, esos detestables seres, siervos de los Dioses
Antiguos, que eran invocados por hechiceros como Bertrand. Durante la breve
conversación con el mago, envainó la daga, que con aquella criatura no le iba a
servir de nada, y empuñó a dos manos la espada. Cuando la bestia se lanzó sobre
él, su hoja cambió en un abrir y cerrar de ojos, dilatándose como si el metal
fuese líquido y respondiera a la voluntad de Rodric ‒de
hecho, así era‒, para transformarse en un
espadón.
Con éste paró un primer ataque del ser al que Bertrand había
llamado kabaluco, y un segundo, y un tercero, pero enseguida Rodric midió sus
fuerzas y comprobó que eran excesivas para él, sobre todo después de la
escalada y del posterior combate con Firthunand, que lo habían agotado. Intentó
asestarle algún tajo con su espadón, que hubiera hecho mucho daño a una
criatura pseudomaterial como aquélla, pues no pertenecía a este mundo, sino al
Hades. Pero le fue imposible: era rapidísima, muy fuerte, y sus manos y
antebrazos quitinosos paraban cualquier golpe como si el metal restallara
contra metal. Hizo retroceder a Rodric hasta el balcón de la torre que daba a
la gran caída, cortada a pico, sobre el rápido del río, encajonado allá abajo,
en el cañón. El guerrero retrocedió entre los bramidos de la criatura y las
carcajadas del enloquecido Bertrand, al que oía gritar, como si estuviera muy
lejos, «¡mátalo! ¡Así! ¡Mátalo! ¡Pero que sufra antes! ¡Arráncale los brazos!».
Rodric falló un ataque, al dar un mandoble muy lento, y el ser aprovechó para
asestarle un terrible zarpazo en el pecho que atravesó su cota de malla.
Sintió un dolor lacerante en el torso, y calor, mucho calor,
como si se quemara. Pero eso duró sólo unos instantes, pues tuvo la suerte de
tropezar con el pequeño antepecho del balcón, contra el que lo había lanzado el
ataque del kabaluco, y se precipitó al río, golpeándose brutalmente contra las rocas
que hendían las aguas.
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