Narrativa | Fantasía
Descubre el pasado mítico del mundo de los caídos con esta historia ambientada en la Hispania visigótica del siglo VII. Una oscura época germánico-cristiana llena de seres sobrenaturales, en la que aún perviven los recuerdos del viejo Imperio romano.
Descubre el pasado mítico del mundo de los caídos con esta historia ambientada en la Hispania visigótica del siglo VII. Una oscura época germánico-cristiana llena de seres sobrenaturales, en la que aún perviven los recuerdos del viejo Imperio romano.
D+D Puche [Info]
© 29/1/2023 El Biblioverso
Parte II de VI
[Lee la primera parte] Cuando el siniestro hechicero Bertrand de Peñarroja secuestra a Erwinth, la hija del duque Heinrick, y todo otro intento de liberarla termina en desastre, un enigmático viajero, Rodric de Daura, se ofrece como voluntario para traer a la joven de vuelta, así como la cabeza del infame hechicero. Un relato del Mithologium de Balada de los caídos.
El duque convocó a sus vasallos más leales, hombres de armas
de probado valor y audacia, y les pidió que recordaran sus juramentos y pusieran
a prueba su fidelidad rescatando a su hija. Sin embargo, no debía llamarse la
atención del infame barón de Peñarroja, pues entonces la vida de Erwinth
peligraría ‒o cuanto menos, la posibilidad
de que los duques volvieran a verla‒. Así pues, no se podía enviar
una hueste, y los que se ofrecieran voluntarios deberían intentarlo de manera
individual, como convenía a una misión de este tipo; tendrían que penetrar sin
ser advertidos en la fortaleza del barón, al igual que éste antes lo había
hecho en la suya. Al valiente que lo consiguiera, lo recompensaría con
la cuarta parte de sus tierras y un cofre lleno de oro, además de cualquier
trofeo que obtuviera durante el rescate. Por si fuera poco, una vez Erwinth
estuviera sana y salva de vuelta en el castillo, protegida estrechamente por su
guardia personal, el duque enviaría sus mesnadas junto con las de su futuro
consuegro, el duque de Ampudia, a destruir el bastión de su enemigo, pues algo
así no podía volver a repetirse; y el salvador de su hija obtendría la mitad
del botín que correspondiera a su señor.
La oferta era tremendamente generosa, y no faltaron
candidatos que se ofrecieron con entusiasmo. Sin embargo, al duque le
decepcionó que varios de sus hombres de armas más experimentados no lo
hicieran; flaqueaban ante la idea de enfrentarse a un enemigo que aparentemente
dominaba las artes oscuras. Se hubieran arrojado contra cualquier peligro de
este mundo sin dudarlo, por su honor y por el nombre de su señor, pero los
tratos diabólicos del barón de Peñarroja los llenaban de espanto.
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El mal a las puertas
Un relato de 1000 d. C.: Europa Oscura. Una Edad Media en que las puertas del infierno se han abierto, llenando el continente de demonios, no-muertos y otras criaturas; en que los reinos humanos libran una guerra desesperada contra los ejércitos del Mal.
Un relato de 1000 d. C.: Europa Oscura. Una Edad Media en que las puertas del infierno se han abierto, llenando el continente de demonios, no-muertos y otras criaturas; en que los reinos humanos libran una guerra desesperada contra los ejércitos del Mal.
Aun así, no fueron pocos los que lo intentaron. Bravos y
decididos hombres que, solos o en pequeños grupos muy escogidos, quisieron
lograr la proeza de atravesar los fosos y murallas del castillo de Peñarroja al
amparo de la noche, burlar sus defensas y llegar hasta el lugar donde tuvieran retenida
a la hija del duque. Y no sólo se trataba de leales vasallos del duque, sino
incluso de reputados hombres del rey que estaban de paso por aquellas tierras;
huéspedes del duque de gran renombre en la guerra, los cuales no titubearon ni
un momento en ofrecerse para traerle a Erwinth de vuelta a su anfitrión.
Todos ellos fracasaron en su empeño. Y, con el paso de los
días, a medida que quedaba claro que los anteriores no regresarían, nuevos
guerreros se dirigieron al castillo de Peñarroja para rescatar a la virtuosa
doncella y vengar a sus compañeros de armas ‒el propósito de muchos de ellos
era no regresar sin haber acabado con el pérfido barón‒. Finalmente, un día aciago que se recordaría siempre con
espanto en el ducado, Heinrick recibió un presente que le enviaba su enemigo.
Era un gran
arcón de madera de roble, ricamente adornado con herrajes de oro, que le trajo
el mismo insolente de la cota de malla negra, presentándoselo con impostados
modales. Un arcón que contenía las cabezas de todos los valientes que habían
marchado a por su hija y no habían regresado. El emisario volvió a hacerle al
duque el mismo ofrecimiento del barón que ya hiciera semanas antes, como si no
hubiera pasado nada, pero esta vez le advirtió de que sólo le quedaban tres días
para responder. El plazo expiraba, y de no recibir una respuesta satisfactoria,
el barón se casaría con Erwinth y los duques, sus padres, nunca más volverían a
verla. Y, entre los gritos de los presentes en el salón, que reclamaban la
cabeza de aquel deslenguado emisario, éste se fue con una sonrisa de desprecio en
los labios. El ánimo del duque estaba muy tocado y ya no tenía fuerzas para
oponerse a la voluntad del barón. ¿Qué más podía hacer?, preguntó a los
presentes con la voz quebrada por la desesperación.
Entonces apareció él, adelantándose a la multitud y
atrayendo la atención de todos, y habló con voz grave y serena. Dijo así:
Del mismo autor...
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‒Mi señor, ¿todavía sigue en pie
la magnánima recompensa que ofrecisteis a quien trajera sana y salva a vuestra
hija?
El
duque salió por un momento de la ofuscación en que se encontraba debido al
dolor y la preocupación, y respondió:
‒Por supuesto que sigue en pie,
pero ¿de qué servirá? Ya habéis visto el éxito que han tenido los mejores; han
dado sus vidas, extremadamente valiosas, para nada.
‒Entonces no tendréis que
preocuparos por una vida más, la de un desconocido que a vos no os resulta en absoluto
valiosa. Pero podéis estar seguro de que yo triunfaré donde ellos fracasaron.
El
duque levantó la mirada y escrutó al que así hablaba. Era un viajero que
estaba de paso por sus tierras; nadie lo conocía, pero se había presentado ante
la guardia del castillo como un hombre de armas venido del este del reino, en
peregrinación a Emérita. Cuando lo condujeron al salón, dijo su nombre ‒que él no recordaba‒,
y desde entonces llevaba unos días en el castillo, comiendo y bebiendo
discretamente junto al resto de huéspedes y alojándose por las noches en las
habitaciones compartidas al lado de las caballerizas. En aquellas tierras, las
leyes sagradas de la hospitalidad se aplicaban a todo el mundo por igual.
Como le recordó el mayordomo, susurrándole al oído, aquel
enigmático varón se había presentado como Rodric Negromonte, procedente de
Dauria. Afirmaba que había sido hombre de guerra con varios señores de la casa de Albarth, a pesar de
que se veía bastante joven para haber prestado tanto servicio. No se destacaba
mucho por su estatura, pero sí por una presencia singular, algo intangible que
lo hacía sobresalir entre quienes lo rodeaban. Como luego se constató, ese algo
turbó de inmediato a algunos, aunque resultó fascinante para otros; en
cualquier caso, era llamativo y extraño.
Físicamente
era un hombre cerca de los treinta años, rubio, con el pelo largo dividido en
muchas pequeñas trenzas, y una perilla picuda; era de pómulos altos, como la
gente del norte, y de mentón afilado. Su piel era asimismo muy blanca, y llamaban
la atención las numerosas pecas y lunares que tenía en la cara y los brazos. Éstos
los tenía cubiertos de tatuajes, entre los cuales eran reconocibles varias grandes
runas, aunque también algunas escrituras más menudas en latín y griego. Llevaba
un jubón largo sujeto por dos cintos ‒el de la bolsa y el de la espada‒, y bajo éste, sobre una camisola de lino, la cota de malla.
Además, usaba calzas y botas de caño alto, y se cubría con un manto de lana verde
sujeto con un llamativo broche de plata. Por la funda y la empuñadura de la
espada, se diría que era una espada larga de las que se conocen como bastardas;
aparte de ésta, llevaba al cinto, menos visible, una daga con un llamativo zafiro
engastado en el pomo.
‒¿Iréis vos, después de lo que
acabáis de presenciar? ¿No os hiela la sangre? ‒preguntó
el duque, sintiendo de repente una leve chispa de esperanza en el corazón al
ver y escuchar a aquel hombre.
‒Mi señor ‒terció el mayordomo del duque‒,
¿vais a confiar semejante gesta, y a recompensarlo si triunfa en ella, a un
completo desconocido en esta parte del reino?
‒¿Y acaso tengo otra opción,
Rudolf? ¿No han sido derrotados todos los demás? Lo que no tengo, ciertamente,
es nada que perder. Así que decidme ‒preguntó volviéndose de nuevo a
su invitado‒, ¿iréis adonde sabéis que os
espera una muerte más que probable?
‒Iré, mi señor, y traeré a
vuestra hija de vuelta. Y no sólo eso: también os traeré la cabeza de ese barón
de Peñarroja. Tenéis mi palabra.
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