RELATO | CIENCIA FICCIÓN POLÍTICA
¿Qué ocurre cuando los trabajadores de una estación energética en la Luna deciden ponerse en huelga por el destino de su producción?
¿Qué ocurre cuando los trabajadores de una estación energética en la Luna deciden ponerse en huelga por el destino de su producción?
Pablo Arreche
03/08/2022 ©
Pablo Arreche
Los golpes sonaron insistentes.
Era raro que no hubiera sonado la alarma o el timbre. ¿Quién golpeaba una
puerta de plastiacero en esta época? Nadie, a no ser que primara una urgencia.
‒¡Arriba jefe, lo necesitamos!
‒Sí, ya voy.
James Foyt no tuvo más remedio que incorporarse de la cómoda litera que habitaba desde hacía cinco años. Se vistió rápido y abrió.
‒Han tomado el complejo 16 ‒fue la
escueta información que recibió cuando el hombre de sesenta y
un años puso un pie afuera de su cubil.
No le hizo falta recibir más data para empezar a moverse con celeridad por el pasillo
que lo depositaría en el tubo de antigravedad principal.
‒¿Bajaron la palanca?
‒Todavía no.
‒Malditos mocosos. La van a bajar.
‒Más temprano que tarde, jefe.
Llegaron al tubo que los empujaría hasta el Complejo 15, justo antes del 16, el complejo más famoso del cráter Pitatus y de toda la Luna.
Foyt tomó los elementos de
protección que le tendía su ayudante, se los amoldó a los codos y a las
rodillas y por último colocó el casco de ciclista encima de su cabeza. Segundos
después ingresaron al tubo de antigravedad que con un empuje de aire los hizo
volar hasta el sitio indicado.
‒Extrañaré moverme en esa cosa ‒comentó Foyt segundos después, mientras se quitaba el casco de protección.
‒¿Cuándo te jubilas? ‒preguntó el ayudante.
‒En apenas seis meses.
‒Con qué lío te toca lidiar faltando tan poco para irte.
Frente a ellos se erguía el
Complejo 16. Una de las tantas edificaciones con forma de fuente invertida
cargada de regolito. La única diferencia residía en su techo. En vez de tener
antenas con forma de aguja, el 16 estaba coronado por una enorme estructura en
forma de plato que apuntaba constantemente hacia la Tierra.
A través de la delgada línea de
plexiglás que hacía las veces de ventana, Foyt pudo ver que la antena
parabólica se hallaba inclinada hacia el suelo, como una de esas extrañas
plantas terrestres llamadas girasoles.
‒Han bajado la palanca ‒resopló disgustado.
‒Ahora sí.
‒¿Qué piden esta vez? ¿Un aumento en las raciones de vitaminas E o algo de omega
3?
‒Quieren vacaciones.
‒¿Otra vez?
‒En la Tierra.
‒Bajar a la Tierra.
‒En la proclama dicen que están cansados del oxígeno puro, del agua con sabor a metal y de los ambientes
libres de gérmenes…
‒Yo extraño fumar cigarrillos, pero eso
que piden… Tendría que cortar el flujo de aire en
todo el recinto para ver qué les parece.
‒Eso va contra la convención de Tycho.
‒Ya lo sé ‒bufó Foyt resignado‒. Abre un canal de
comunicaciones con el líder de los sublevados.
‒No podemos. Cortaron todos los cables y colocaron
barricadas en todos los accesos.
‒¡Mierda! ¿Me van a hacer salir al
exterior?
‒Con traje EVA y todo, jefe.
‒Lo dices porque tú no lo necesitas.
El ayudante mecánico emitió un chasquido que bien podía tomarse como un gesto de burla.
Foyt tardó una hora en prepararse. Sesenta minutos que el helio 3 no
era enviado hacia la Tierra. Las reservas de energía de los países que eran
parte del acuerdo de Rotterdam estarían encendiendo sus plantas de
sustentación. Tendrían 48 horas de electricidad al menos.
Mientras llevaba a cabo las
comprobaciones de seguridad que demostraban la hermeticidad del traje, Foyt
pensaba que él era en parte culpable de que los huelguistas actuaran como lo
estaban haciendo.
Él les había mostrado las
fotografías, viejas imágenes en jpg que almacenaba en una tableta con una
batería de litio a punto de extinguirse.
Pero cómo explicarles, cómo
hablarles. Comenzó un discurso, una diatriba elaborada mentalmente que repitió
por el micrófono del casco una vez estuvo parado frente al acceso N, por Norte,
del Complejo 16.
Les habló de los gases sucios como
el smog, de la proliferación de radicales libres que había en el ambiente
terrestre y sobre todo de la gravedad, esa fuerza de leviatán que te adhería a
la tierra como si ésta fuera de metal y las suelas de tus zapatos fueran un
poderoso imán.
‒La proclama es sólo un entretenimiento
para ganar tiempo ‒dijo al cabo de unos segundos
uno de los trabajadores atrincherados en el domo‒. Pero
usted, jefe Foyt, es bien recibido, puede entrar.
‒El Consejo quiere que restablezcan el envío de energía ya mismo. Levanten la palanca. ̶
‒Lo haremos en cuanto oigan nuestro petitorio. El verdadero
petitorio. ¿Quieres pasar y enterarte? ¿Sí o no?
Foyt miró un instante al ayudante robot. Titilantes luces carmesí recorrían su frente metálica, parecían pronunciar su desconfianza a
la propuesta.
Las planchas de doble metal se
descorrieron para liberarle el paso en medio de un silencio absoluto.
‒El análisis de voz dice que hablamos
con Miguel Salas ‒apuntó el robot.
‒Pude reconocerlo.
Salas, Castillo, Wong, Vivas.
Todos selenitas. Jóvenes nacidos en suelo lunar, hijos de los primeros
trabajadores terrestres de la antigua refinería de helio 3.
Estos mismos saludaron a Foyt con
un abrazo ni bien traspuso las duchas de desinfección y limpieza. En cambio,
miraron de reojo al ayudante mecánico.
‒¿Qué hace este trasto aquí?
‒El Consejo me obliga a ser acompañado por él a todos lados. Ya saben eso.
‒Deberías hackearlo.
‒Mi puesto de jefe de personal está constantemente observado, no me serviría de nada librarme de él. Pondrían un reemplazo
inmediatamente. Ahora vamos al grano. ¿Qué es lo que quieren realmente?
Los selenitas se mordieron los
labios. Eran varios. Foyt contó más de diez. Todos ellos con apellidos latinos
y Wong, el chino, según pudo vislumbrar.
‒Vamos, chicos. La gente de allá abajo precisa de nuestra energía. Países como los Estados Unidos,
Alemania, Gran Bretaña…
‒Queremos que los países del Hemisferio Sur
también reciban energía.
‒Eso es físicamente imposible ‒argumentó Foyt‒. Esta antena está programada para
irradiar todo el norte.
‒Contamos con múltiples antenas de
repuesto. Millones de células y platos fotovoltaicos
además de generadores de microondas.
Castillo suplantó a Salas con el petitorio.
‒Los silos de helio 3 están a rebosar y los
recolectores automáticos trabajan sin descanso.
‒Reconozco que han cumplido con su meta laboral con creces. Este mes, el anterior y el otro. En realidad, son
trabajadores, empleados modelo, pueden pedir cualquier cosa que se les ocurra…
‒No queremos doble dosis de jugos frutales o una ración
extra de atún.
‒Los países del G-10 exportan eso a
cambio de nuestra energía limpia y barata.
‒No nos interesan los países del G-10. Queremos
ayudar a los países de nuestros ancestros ‒empezó diciendo Salas, pero su compañero Castillo lo interrumpió.
‒Tú tuviste la culpa ‒dijo apuntándole con el índice‒. Nos enseñaste esas fotos.
Foyt señaló subrepticiamente el robot.
‒El mecánico está grabando ‒susurró.
‒¡Que se vaya a la mierda!
Foyt exhaló un suspiro de angustia.
‒Allí se fue mi bono extra de
jubilación.
Castillo continuó:
‒No sólo vimos el paisaje. Montañas, selvas, ríos, todo muy hermoso. Muy
colorido. Grandioso. Pero también vimos a las personas.
‒Seres raquíticos. Moribundos. Pobreza
extrema ‒enumeró Landa, la única mujer del grupo sublevado.
Foyt recordaba las imágenes.
Instantáneas procedentes del Chaco Argentino, del Amazonia peruano y brasileño,
de la Selva Negra colombiana y muchos más.
Los paisajes correspondían a la
época postcrisis del petróleo. Cuando la guerra, las pestes y fundamentalmente
la hambruna habían masacrado a todas aquellas naciones que quedaron fuera del
Tratado de Rotterdam, conocido vulgarmente como G-10.
Había sucedido en una de las horas
de descanso, en entre turnos. Algunos de los selenitas les interesaba conocer
la Tierra de otra forma que no fueran las manipuladas simulaciones en 3-D. Foyt
decidió terminar con el misterio, y el denso y continuado pedido, mostrando sus
archivos jpg, violando así la norma 3-14 que prohibía rebelar imágenes de las
regiones que no fueran miembros del G-10.
Fue sólo ese atisbo, más alguna
remembranza contada por sus padres, para avivar a las mentes inquietas de estos
selenitas.
‒Sólo les pido que levanten la
palanca. Después hablaremos con el Consejo, ellos harán lo posible para
que…
El sonido de fuertes golpes acalló
sus palabras. ¿Quién golpeaba por fuera un domo enclavado en medio de la Luna?
Los selenitas se agacharon y Foyt
se apresuró a recuperar su casco, dejado a un costado.
Entonces vio que del pequeño robot
ayudante salían espirales de luces blancas, tan blancas que alcanzaron a
cegarlo. Luego oyó un estallido y entrevió una escotilla que volaba.
“Fósforo”, replicó la mente
aturdida del jefe de personal.
Cuando Foyt despertó, se vio amarrado
fuertemente a una butaca por un arnés y varios cinturones de seguridad. Notó
que estaba en un transbordador espacial, tal vez el mismo vejestorio que lo
había traído a la Luna cinco años atrás.
Una tos por allá, una respiración
forzada por acá también le indicaron que no se hallaba solo. Reconoció a Wong y
a Castillo como los más cercanos. Ambos dormían firmemente atados a sus
respectivos asientos.
En eso se encendió una de las
pantallas que colgaban del techo.
‒Buen amanecer, Jefe Foyt. Lo estamos enviando de regreso
gracias a que acaba de recibir una jubilación anticipada. ¡Felicidades!
Foyt reconoció a su superior,
apenas un vocal suplente que ansiaba un escaño permanente en el Consejo Lunar.
Con su proceder sin duda que estaba ganando puntos para ascender de puesto.
‒Tengo derecho a un período de readaptación antes de volver ̶ esgrimió tibiamente a modo de defensa.
El burócrata sonrió con malicia.
‒Para ello se le entregará un resarcimiento económico extra que ya fue depositado en su cuenta. Así lo dice la ley y la cumplimos.
‒Pero me servirá de poco si…
‒Agradezca que lo regresemos con papeles y todo a los
Estados Unidos y no a cualquiera de los otros países fuera del G-10.
‒¿Y qué pasará con ellos?
Obviamente Foyt se refería a los selenitas.
‒Salas, Castillo y los demás, por fin conocerán la tierra de
sus ancestros.
‒¡No pueden hacer eso!
‒Es lo que querían. Está en su petitorio.
‒No sean cínicos ‒dijo Foyt entre dientes‒.
Ustedes saben bien que es lo que querían. Bastaba con
decirles que los países fuera del tratado del G-10 no tienen capacidad ni la
infraestructura para recibir helio 3.
El superior negó con la cabeza. La
papada blanca del mentón se movió al compás.
‒No basta con eso. Debemos demostrar a los demás empleados, sobre todo a los nacidos en suelo lunar, quien
es el que manda. ¿Qué pasará con el próximo nieto de argentinos o mexicanos que
se rebele y pida contenedores de helio 3 para su país de origen?
Fue el turno de Foyt de mover la
cabeza hacia los lados.
‒Tenemos contenedores de sobra. Aquí y allá abajo. Helio 3
ilimitado.
‒Sí, pero ellos no cuentan ni con
recursos ni con los dólares para comprarlo.
Foyt miró a Castillo. Aún dormía.
‒No lo van a resistir.
El supervisor se encogió de hombros.
‒Lo lamento.
Y apagó el interruptor de la pantalla que mostraba el interior del
transbordador espacial.
A continuación, se concentró en
otro monitor que mostraba a los nuevos empleados del Complejo 16 formando fila
para recibir sus instrucciones. Uno de los jefes de planta enseñaba el manejo
de las palancas y los diferentes grados de inclinación de las antenas.
Al son de los reactores
encendiéndose pudo sentir los engranajes del gigantesco plato moviéndose,
recuperando su funcionamiento a pleno y transmitiendo por medio de ondas, el
helio 3 recién fisionado hacia la Tierra.
El equilibrio se reestablecía y
todo volvía a ser como antes de la huelga. Energía ilimitada a cambio de
dinero. El que no lo entendía así, estaba fuera del sistema.
Satisfecho, apagó todos los
ordenadores menos uno. Sus ojos estudiaron la cuenta bancaria que el Consejo
Lunar le había abierto recientemente.
El número que vio le hizo esbozar
una enorme sonrisa.
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