UN RELATO DE TERROR RELIGIOSO
¿Hay algo más de lo que parece tras la espantosa muerte de una monja encerrada en su celda? (Final)
¿Hay algo más de lo que parece tras la espantosa muerte de una monja encerrada en su celda? (Final)
D. D. Puche
28/08/2022 © El Biblioverso
Volvió
sobre sus pasos. En concreto, al libro de oraciones hallado junto al cadáver,
el cual ya había revisado sin demasiado interés. Era uno perfectamente
corriente, como suelen serlo esas obras, en su mayor parte extractadas del
catecismo de la Santa Madre Iglesia. Éste, en particular, era un librito
encuadernado en piel, con incrustaciones doradas, muy bonito, de unas cien páginas,
con una elegante tipografía y algunas ilustraciones de santos y mártires y de
la Virgen María. Su título era un genérico y anodino Salmos y oraciones.
Era de un editor de Zaragoza y estaba fechado en 1883. Tenía una dedicatoria
escrita a pluma, con hermosa caligrafía, en la primera página: «A mi pequeña
Violeta, para que algún día encuentres tu camino». La firma era ininteligible.
Por la dedicatoria y la fecha, que era de cuando la hermana tenía seis años,
parecía el regalo de un familiar. Padre o madre, abuelo o abuela, seguramente.
Ese librito la había acompañado toda la vida, era obvio que tenía un gran valor
sentimental para ella. Por lo que Decroux vio en la celda, sería sin duda su
posesión más preciada.
Lo
revisó. Había oraciones y versículos, extraídos de las Escrituras, que estaban
subrayados. El papel de algunas páginas estaba especialmente gastado. El padre
Decroux escrutó en profundidad esos pasajes hasta que empezó a ver un patrón.
No atendió a los textos íntegros, sino únicamente a los versículos subrayados,
y los relacionó entre sí. Le costó hallar el orden, porque éste no era lineal,
pero creyó haber encontrado el que los conectaba con sentido, saltando de unos
a otros, enlazándolos por su contenido y no según su secuencia. Hizo muchos
intentos, anotándolos en una libreta, pero al fin todo casó con una lógica muy evidente.
Y resultó así un texto que decía algo muy distinto. Un texto en el que atisbó
la herejía y el peor de los pecados capitales, la soberbia. La soberbia
de creer que se pueden manipular fuerzas inalcanzables para un mortal; que se
pueden invocar poderes que rivalizan con los del Señor. Porque en el texto que
resultó de articular esos versículos, el cual leyó con temor y hasta con asco, vio
con toda claridad que se adoraba a uno o más seres antagonistas del Creador. Entidades
demoníacas innombrables a las que la monja habría pretendido dominar mediante
artes oscuras, retorciendo el texto sagrado, manipulándolo y corrompiendo su
sentido; usando el poder inherente a sus palabras con un propósito ignominioso,
totalmente ajeno a su espíritu. La pía hermana no lo era tanto: quiso servirse
de una perversa brujería y había pagado el merecido precio por ello. Ahora todo
cuadraba: Violeta estaba invocando a un ser infernal que creía poder controlar,
pero obviamente no fue así. Ese ser, un demonio al que su fe ‒poderosa, si bien retorcida por la maldad y el pecado‒ había conseguido obligar a manifestarse, fue
demasiado para ella y la mató de puro terror. Y con ello, se llevó su alma,
pues Violeta murió en el acto de condenarse a sí misma, un acto blasfemo e
impío. El rostro de pavor de la monja era el de alguien que está vislumbrando el
infierno, el de quien, en el último momento, atisba las puertas del Abismo abriéndose
y comprende lo que verdaderamente significa el tormento eterno.
Aprovechando la ocasión, por cierto, Decroux sometió a la hermana Anabel
a un nuevo interrogatorio, mucho más severo, dada su estrecha relación con la
fallecida; quizá el demonio hubiera mediado entre ellas. Sin embargo, finalmente
desestimó esa posibilidad.
Eso
es lo que el padre Decroux hizo constar en el informe que envió a sus
superiores en Roma. Éste recibió el visto bueno y la causa fue archivada. A la
hermana Violeta se la registró como excomulgada y, por tanto, expulsada del
seno de la iglesia. Su alma pertenecía al diablo, no a Cristo. No obstante, el
cadáver, que había sido ya enterrado en el camposanto del convento, fue dejado
allí, y a la madre superiora no se le dieron mayores explicaciones. Corrían los
años diez del siglo XX y había que alejarse de las teatralizaciones propias de
otras épocas; y sobre todo, de los escándalos. Que las monjas de la Asunción
siguieran creyendo en la vida sin mácula de su hermana, y que en la comarca no
se pudiera hablar de invocaciones demoníacas en un convento de las Carmelitas
Descalzas; no convenía semejante publicidad. Violeta ardería en el infierno igualmente.
Los métodos de la iglesia habían cambiado: donde antes se publicitaban estas
cosas para dar ejemplo al pueblo, ahora se prefería silenciarlas, obrar con prudencia
y sutileza ante las maniobras del Maligno. Y había otro motivo, además; el más
importante de todos: no convenía dar pistas a los siervos de Satán acerca de
los procedimientos de invocación de los que se había servido la infausta monja.
Porque, con independencia de lo mal que hubieran terminado para ella, el hecho
era que habían funcionado.
Sin
embargo, las cosas no habían ocurrido realmente como el padre Decroux concluyó;
de hecho, estaba completamente equivocado. Los prejuicios propios de su puesto,
así como sus experiencias anteriores, lo condujeron a valorar el caso de la
hermana Violeta de un modo totalmente desencaminado. Porque la hermana jamás
hizo nada de lo que Decroux le atribuyó; fue absolutamente pura y ejemplar
hasta el último momento. Es más, fueron su perfección moral y la devoción
inquebrantable con la que meditaba y rezaba los que la llevaron a su trágico fin,
en una suerte de unio mystica poco convencional. Fue eso lo que su fe de
acero, paradójicamente, le deparó. Pues no fue un demonio el que se manifestó
ante ella aquella noche, destruyéndola. Antes bien, le fue dado cumplir su más
ferviente anhelo. Le fue advertido, pero, pese a ello, es lo que ella quiso, la
culminación de su vida y el último paso de su elevación espiritual; obtuvo
exactamente lo que quiso, aunque no fue lo que ella esperaba. Aun así, se le
concedió esa gracia; una terrible gracia. Y es que, para un mortal, contemplar
directamente el rostro de Dios, sin máscara alguna, es lo mismo que contemplar
directamente la faz de la muerte.
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