EL ASCO Y LA GLORIA (cap. IV)

Regresamos a las aventuras de Dionisio Monte, el antihéroe de esta antiépica antinovela surrealista.

 

EL ASCO Y LA GLORIA (cap. IV)

Una odisea esperpéntica en las calles de un Madrid tragicómico
D. D. Puche





El asco y la gloria (IV), por D. D. Puche | El Biblioverso. Narrativa de fantasía, terror y ciencia ficción.
 
Publicado en 03/04/22

IV
 
Sobre la salida de Dionisio por
el pintoresco barrio de Lavapiés
 
 
Pero, ¿se puede decir que Lavapiés es Madrid? En cierto sentido sí, y en cierto sentido no. En cuanto a este último, parece más bien un barrio en el que las Naciones Unidas hubieran abierto una delegación y la presencia de representantes de todos los países hubiera creado toda una industria secundaria a su alrededor: bares y restaurantes, colmados y bazares, barberías marcadamente étnicas y tiendas de comida de importación y de animales exóticos, y consultorios y lavanderías, y teterías y pastelerías, y masajistas y baños, y un largo etcétera de comercios con los rótulos en castellano y en otros idiomas a menudo sólo en éstos, varias docenas de ellos, aunque predominan sobre todos ellos el árabe y el mandarín, pues magrebíes y chinos son los grupos de procedencia mayoritarios en el barrio más internacional de la capital. En Lavapiés puedes conseguir casi cualquier cosa y a cualquier hora del día, y cuando no es en un establecimiento, es un tipo que te lo vende en la calle, por lo general a plena vista y sin ocultar su actividad mercantil en absoluto. Es el gran mercado abierto que puede satisfacer las demandas de cualquier cliente preocupado más bien por el precio que por la calidad. Desde este punto de vista, a veces cuesta creer que estás en Madrid, o en España; si te despertaras allí de repente, podrías pensar que has aparecido por arte de magia en un barrio de Tánger o de la periferia de Cantón.
Pero, en cuanto al primer sentido, la concentración de tabernas en la zona sube tanto la media del continente que la Unión Europea le puede agradecer el tocar, estadísticamente hablando, a casi una por cabeza. En sus cartas nunca faltan las patatas bravas y alioli, los calamares y los pinchos de tortilla, la oreja a la plancha y la morcilla; las cañas están bien tiradas, con su correspondiente dedo de espuma y pasan la prueba del palillo de dientes; además, la mezcla de acentos de todas las regiones de España, por no hablar del extranjero, termina neutralizándolos en lo que podríamos llamar el “castellano de la tele”. Todo esto debería ponernos sobre aviso, pero, por si aún quedara alguna duda, bebe agua del grifo y advertirás que es la mejor del mundo; entonces ya no quedará más remedio, tendrás que admitir que te encuentras en Madrid. En el rincón más heterogéneo de Madrid, es verdad; pero, por ello mismo, el más madrileño de todos. Siempre hay un gran ambiente, siempre hay algo que ver, algo que hacer, y desde luego, no falta donde quedar con los amigos o con los ligues o con los compañeros del trabajo: un garito para cada día del año, y te llevará varios años recorrerlos todos. Un paraíso para el explorador urbano. Todo un continente de trabajo para el antropólogo cultural.
Eso es Madrid, ni más ni menos, y quizá Lavapiés lo ejemplifica mejor que ningún otro barrio. Otros son más modernos, más a la moda, más vanguardistas y sofisticados; lugares donde artistas a la última exponen sus obras en antiguas naves industriales reconvertidas, donde las multinacionales y bancos compran rostro humano financiando espacios verdes y centros culturales; en los que hay terrazas en áticos con vistas impresionantes donde un gin tonic con hierbajos te cuesta dieciocho euros. Pero Lavapiés conserva algo genuino de Madrid, precisamente en la medida en que no es Madrid, o sea, en que no tiene una identidad que conservar o que fingir, sino que es un territorio híbrido, una amalgama en la que todo se contamina y se diluye, y no por políticas de la diversidad ni por la mercadotecnia multicultural. No desde arriba, homogenizándolo todo en purés posmodernistas ese individualismo hedonista pretendidamente novedoso y revolucionario que permiten implantar el capitalismo salvaje con más facilidad, una vez eliminada toda resistencia del barrio y de la comunidad de procedencia; sino desde abajo, espontánea y cutre y libremente.
No es que la atmósfera sea la del Tribeca neoyorquino o la del Camden Town londinense, que sin duda son mucho más cosmopolitas; de Lavapiés se puede decir que es más bien un barrio cosmovecinal o difusopolita o, simplemente, neocastizo universalista, un sitio al que no vas para molar, sino para desaparecer entre el paisaje urbano. No es un entorno donde se genera una identidad original y dinámica, sino que es precisamente adonde vas a perderla, a darte cuenta de que toda identidad te diferencia de los demás, pero por eso mismo, allí donde todos conviven mano a mano, esas diferencias dejan de ser un fin y todo se vuelve ambiguo y un tanto indiferente.
Allí se encontraba Dionisio, cual Odiseo en la isla de Circe, armado sólo con sus cuarenta euros y su ingenio para pasarlo bien.
Llegó un poco antes que Mateo. Habían quedado en la salida del metro de Lavapiés, que queda justo al lado de la placita homónima. Dionisio tuvo unos minutos para contemplar con la debida indolencia una pelea entre chinos frente a la puerta de un supermercado de nombre oriental. O lo que le pareció una pelea, por lo menos; quizá estuvieran hablando amistosamente sobre los resultados de la liga de fútbol china o sobre la mejor forma de aplicar los preceptos de Confucio en un contexto de crisis global. Aparte de eso, pasaron por allí un montón de mujeres con hiyab, casi siempre de dos en dos, empujando carritos con niños; y también algún punki pidiendo. Todo ello muy representativo de la demografía local. Al otro lado de la boca de metro había un grupo de tardoadolescentes o pseudojóvenes no sabía muy bien cómo definir a los que con veintipocos años se comportan como si tuvieran dieciséis, pegando voces y escupiendo en el suelo y pavoneándose, de esos que visten chándal y llevan muchos oros, fingiendo gran descuido y origen proleta, pero con unas Nike carísimas, sutiles rapados laterales de cabeza con una mata de pelo despeinado encima, y una música espantosa a todo volumen en los móviles. No le quedaba claro a nuestro hombre si ésos eran canis o poligoneros o si lo que escuchaban era reguetón o trap o algo de eso; todos ellos le parecían iguales, y toda esa música una misma mierda que, para él, representaba el fracaso de la cultura occidental, reducida a estímulos sexuales rítmicos que lo mismo hacen bailar a la juventud que podrían servir de banda sonora para un documental sobre bonobos.
Por fin, Mateo subió las escaleras y, al verlo, le dedicó su media sonrisa una perfecta diagonal en el lado izquierdo de la cara y un gesto con la mano como quien para un taxi. Era un tío alto, corpulento, que andaba meciéndose a ambos lados como si llevara zancos; parecía que fuera a perder el centro de gravedad de un momento a otro. Aun así, en sus gestos y manera de hablar se mostraba resuelto, directo, proyectaba una gran seguridad en sí mismo. Una seguridad quizá excesiva, como si jamás en la vida hubiera dudado de nada de lo que decía. No era guapo, pero podía resultar atractivo; sus rasgos eran generosos, exultantemente mediterráneos, con nariz griega, amplia barbilla, labios gruesos, grandes y expresivos ojos pardos, el pelo moreno encrespado, y con una perpetua barba de dos días. La voz de barítono iba a juego, la voz de quien tiene algo que decir y sabe cómo hacerlo. Siempre fue de los mejores en la facultad, lo cual no necesariamente se traducía en las mejores notas, pero sí en una plenaria aceptación de que era un tío que «sabe de lo que habla».
Formaban una buena pandilla en la universidad, ellos dos y otros tres compañeros de curso, Rodri, Elsa y Lola; se lo pasaron de puta madre los cinco durante una temporada, hasta que Dionisio tuvo el primer brote, abandonó la carrera y su vida cambió por completo. A partir de entonces, los otros cuatro siguieron pasándoselo de puta madre sin él. La vida sigue, tras llorar fugazmente a los caídos signifique lo que signifique “llorar”, y signifique lo que signifique “caídos”. Es una ley inexorable.
¿Qué pasa, Dioni, cómo estás?
Muy bien, hombre, muy bien, ¿y tú?
Yo guay.
Se dieron un abrazo, el segundo en una semana y el segundo en toda su vida, porque nunca antes, en sus años mozos, se habían abrazado. Eran abrazos maduros, de reencuentro, que en el día a día de la juventud no hacen ninguna falta.
¿Llevas mucho tiempo esperando?
Qué va, acabo de llegar.
Vale, estupendo, pues vamos a tomarnos la primera y nos ponemos al día, ¿te parece?
Venga, al ataque.
Pues en este mismo, ¿no? Ya haremos la ronda por ahí después.
Este mismo. 
 
 
 
¿Escribes ci-fi, terror o fantasía?
 
 
Entraron en el bar de enfrente, ese típico bar viejo madrileño, estrecho y alargado, con una barra longitudinal metálica que tiene una repisa debajo para poner cosas algo que ha desaparecido de todos los bares modernos, además de unas pocas mesitas diminutas, una tragaperras, unos marcos con fotos en la pared que cuando no son taurinos, son del Madrid o del Atleti, con el suelo a los pies de la barra lleno de servilletas, palillos, cabezas de gamba y huesos de aceituna, y todo el mobiliario y las paredes muy pegajosos por las emanaciones de la freidora, siempre puesta, y por una escasa consideración a la limpieza, a veces confirmada por alguna cucaracha aventurera. En el establecimiento en cuestión, las fotos eran del Atleti, pero el del 93, en los tiempos de Abel Resino, Caminero y Kiko; la cucaracha no había hecho por lo menos de momento acto de presencia, y el camarero tras la barra era un ciudadano chino, ahora transformado en emprendedor capitalista. Uno de los que se ríen un montón y parecen disfrutar mucho con su trabajo, y a los cuales los parroquianos llaman Juan porque les cuesta mucho decir Huang.
Para mí una caña, jefe dijo Mateo.
Que sean dos añadió Dionisio.
¡Malchando! contestó el anfitrión, partiéndose de risa.
Bueno, tío, que el otro día casi no tuvimos tiempo de comentar nada comenzó Dionisio, haciendo los honores con la tapita de dados de queso en aceite. Entonces, ¿qué me decías? ¿Eres una especie de freelance?
Sí, bueno, soy autónomo, aunque lo de freelance queda cojonudo, ¿verdad? Hago varias tareas editoriales, pero sobre todo me gano la vida como editor, aunque…
Qué de puta madre…
Sí, a ver, pero es que en España hay mucha confusión con eso. No es lo mismo lo que en inglés es el editor, o sea, el que arregla los textos de otros y gana una mierda, que el publisher, que es el que toma decisiones sobre lo que se publica y lo que no y se mete la pasta gansa en el bolsillo, ¿sabes? Y yo soy lo primero, claro. Si no, ahora estaríamos en el bar del Ritz.
Pero no es lo mismo que un corrector, ¿no? O sea, tú intervienes en el texto y eso.
Sí, sí… El texto pasa primero por el filtro de un revisor; dos, de hecho, normalmente, al menos en una editorial decente. Pero eso sólo es una revisión ortotipográfica. Corrige cosillas menores, como faltas de ortografía, erratas y demás. Aunque, bueno, a veces no te creerías lo que te encuentras, que hay cada cual… Y luego, si la editorial es decente de verdad, la obra pasa a manos de un editor (yo, en este caso) que arregla los defectos de estilo, y a veces lo reestructura un poco, propone quitar o añadir partes, suprimir redundancias, etcétera. Todo esto como encargo del publisher, o sea, del jefe. Porque los editores no suelen estar en plantilla, salvo en las editoriales más grandes. La mayoría somos autónomos y cobramos por encargo.
Ya… Vamos, que lo que sale de la imprenta no es lo que escribió el autor originalmente.
Pues no. No tal cual, entiéndeme. Porque los autores suelen necesitar remiendos. Por lo general, creen que han escrito una puta obra maestra, cuando lo que sale de sus manos hay que apañarlo bastante. Eso depende de quién se trate, claro, pero normalmente es así.
Dionisio asintió, pensativo, mientras le daba un trago a la cerveza. Lo sabía. Sabía que la industria editorial estaba plagada de mediocres que no sabían escribir; de mediocres a los que había que hacerles la mitad del trabajo. Todo libro era un producto empresarial, en realidad, en el que un montón de gente había intervenido. Qué poco mérito tenían esos autores reputados, qué fama tan inmerecida. Y luego tenían que arreglarles el trabajo. No como a él. A Dionisio nadie tendría que corregirle nada. Su obra salía perfecta de sus manos. Nadie podría cambiar una sola palabra de “El Uno Libre” sin que perdiera gran parte de su profundidad y de su elevada prosa. Era como la Torá, como el Corán: no se podía tocar ni una letra sin arruinarlo todo. Sonrió con este pensamiento; lo que le decía Mateo confirmaba su genialidad.
A veces prosiguió éste no he tenido una sola objeción que hacerle a un libro, ¿sabes? Hay algún autor (y esto es raro, créeme) que te entrega un manuscrito completamente acabado. Gente con mucho oficio; no hablo de genialidad necesariamente, pero sí de una total corrección formal. Y es una putada, porque si devuelvo el manuscrito a la editorial así, sin más, parece que ni lo he abierto y que quiero cobrar por un trabajo que no he hecho. Así que tengo que inventarme algún defecto que corregir, alguna chorradita menor (ya sabes, las cuestiones estilísticas siempre son discutibles), lo cual realmente empeora el material, pero oye, que me juego los garbanzos y al decir esto, Mateo lo miró con complicidad y esbozó su sonrisa con una perfecta inclinación de cuarenta y cinco grados, marca de la casa.
Me parece muy interesante esto que me estás contando. Muy revelador. Confirma mis sospechas. O sea, quiero decir, que el producto en sí no es el libro, sino el autor mismo, ¿no?
Hombre, no sé, no diría yo tanto; aunque hay veces que sí, casos en los que no te lo podría negar. Mira, prefiero no dar nombres, ¿vale? Que no me interesa tirar piedras contra mi propio tejado… Pero hay una autora bastante conocida en España y enarcó las cejas al decirlo que, sencillamente, no es la autora de sus libros.
No jodas…
Sí, pero no es algo tan burdo como que tenga un negro, en plan presentadora de la tele o personaje del corazón o modelo, que no saben escribir ni su nombre; es más complejo que todo eso. Se trata de alguien que tiene ideas, y escribe borradores. Se le paga por eso, porque tiene un estilo, una voz, un enfoque que conecta con el público. Provee de una materia prima literaria, por así decirlo. Pero está siempre a medio hacer, y esta autora no sabe seguir adelante. Así que se le pone un equipo de gente (ésos están por encima de mi nivel; son creativos que vienen de la psicología social, gente de marketing con sus estudios de mercado y todas esas mierdas) y hacen sesiones de brainstorming, ¿sabes? O sea, se juntan y proponen un montón de variantes del argumento, de subtramas, de finales, de lo que le tiene que ocurrir a tal o cual personaje o por qué hay que suprimirlo o meter este otro, que representa a tal o cual segmento del mercado, o el punto de vista de las mujeres de tal edad, o lo que sea, y a partir de ahí se refunde todo el material. E incluso le ponen a gente, y ahora sí me refiero a negros, para que le escriban partes del libro. Luego la autora en cuestión lo junta todo y le da una capa de barniz unitario, con su prosa y tal. Prosa que, a su vez, gente como yo tiene que pulir después, porque la tía no sabe rematar bien la faena, le queda un texto desmañado.
Joder, pero eso es una farsa. Es un producto salido de una cadena de montaje, totalmente artificial. A toda esa gente se le debería acreditar la coautoría.
Mateo se rio y se encogió de hombros.
Pues sí, qué quieres que te diga. Es puro fan service. Así funciona este mundo. Ése es mi trabajo. Soy un chapero editorial de nuevo, risas.
Las implicaciones de todo aquello para la Trama se multiplicaban y conectaban en la mente de Dionisio mientras escuchaba y bebía su cerveza. Estaba indignado y a la vez fascinado por lo que oía. El mundo era todavía un poco más falso y, por tanto, más criticable. Qué asco daba todo. Era maravilloso.
Bueno, ¿y tú qué, Dioni? Tienes que contarme lo que hiciste después de dejar la facultad. Aquello nos dejó a todos hechos polvo.
Dionisio se acabó su caña de un trago, se rascó la sien con un dedo y, dubitativo, comenzó a hablar:
Sí, a ver… Ya sabes, en esos años nos metíamos de todo… mucho alcohol y muchos porros, y de vez en cuando alguna que otra cosa, y en fin… que aquello no me sentó bien…
Ya, ya.
Y después de una temporada ingresado, me dijeron que iba a tener que cuidarme mucho el resto de mi vida, que las cosas ya no serían como antes y que debería replantearme muchas de mis costumbres si no quería terminar muy mal. Me prescribieron una medicación muy fuerte, que hoy sigo tomando (bueno, la medicación ha cambiado, pero siempre tendré que tomar algo); al principio me sentaba muy mal, no me concentraba, tenía fallos de memoria, episodios de ausencia, y… vaya, que no me sentía yo mismo, ¿entiendes? Tenía una fuerte sensación de desrealización, y me costaba mucho relacionarme con los demás, incluso con mi familia; estaba como atrapado en mí mismo, en una parte muy profunda de mi cerebro, y me costaba salir de ahí, no distinguía bien lo que pasaba a mi alrededor de lo que me imaginaba yo…
 
 

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Joder, tío, qué putada, no sé ni cómo debe de ser eso.
Pues imagínate el peor cuelgue que te hayas cogido nunca y… Ni siquiera se parece a eso, ¿sabes? Es peor, es más… hondo. Un pozo más hondo. Sí, eso.
Hostia puta asintió Mateo, dejando su vaso vacío sobre la barra; mientras, el propietario del bar estaba mirando atentamente la tele, donde ponían el telediario de la CCTV-4 china.
Así que, entre unas cosas y otras, tuve que dejar la carrera; eso ya lo sabes, aunque sí, es verdad que me fui un poco a la francesa, no me despedí de vosotros como debiera haberlo hecho, pero…
Y se encogió de hombros, como agotado.
Pero, hombre, ¿por qué no contaste con nosotros? Aunque estuvieras muy mal y dejaras los estudios, podrías habernos pedido ayuda para lo que fuera; aunque sólo fuera para estar ahí, contigo. ¿Por qué desapareciste sin más? Ya ni cogías el teléfono, ni nada. Y un día que Rodri y Lola se plantaron en tu casa para verte, por lo visto tu familia dijo que no podías verlos. Y después, bueno… no lo intentamos más.
Dionisio parecía avergonzado.
Sí, es que… De verdad que yo estaba muy mal entonces, y en esas condiciones no quería ver a nadie; no estaba para hablar con la gente, no podía ni entender lo que tenía en la cabeza, como para entenderme con otros, ¿me entiendes? Fue una época muy dura, tío. De verdad.
Hombre, eso no tienes ni que decírmelo. Ya lo sé. Lo sabíamos todos. Nos dio mucha pena, tan joven… ¿Qué teníamos entonces? ¿Diecinueve? ¿Veinte?
Diecinueve, sí. Estábamos en segundo año de carrera. Ahí me quedé yo.
¿Y no pudiste reengancharte más tarde? ¿No pensaste en acabar los estudios?
Claro, durante mucho tiempo aún pretendía volver y terminar, pero lo fui dejando y dejando y al final perdió importancia para mí. Llegó un momento en que me daba igual; el título ya sólo me parecía un papel que no me iba a proporcionar un trabajo ni realización personal ni nada. Así que…
¿Y ahora cómo estás? ¿Te va mejor?
Sí, sí, ahora estoy perfectamente. Ya no me pasa nada de eso, lo tengo todo controlado. Ahora percibo la realidad mejor que nunca. Ya no me dejo influir por nada raro; tengo una concentración perfecta, sin distracciones. Sé quién soy y entiendo lo que pasa a mi alrededor como cualquiera. Yo diría que mucho mejor, incluso. Por las experiencias que he tenido. Han sido enriquecedoras, y por eso puedo darme cuenta de cosas que los demás no…
Ah, pues muy bien, muy bien.
Mateo se quedó unos segundos asintiendo y dudó antes de preguntar:
¿Y de qué has estado viviendo estos años? ¿Tienes algún trabajo?
Dionisio esperaba esa pregunta con cierta ansiedad.
Ahora mismo, no; estoy cobrando el paro. Pero he estado haciendo cosas aquí y allá, claro que sí. Un poco de todo, ya sabes.
Esta afirmación de Dionisio no era muy exacta, y se le notó bastante.
¿Cómo qué?
Pues… como analista, en diversos medios… estudiando la coyuntura internacional, aportando material estratégico al sector privado, predicción de tendencias… ese tipo de cosas. En cierto modo, yo también soy un freelance, ¿sabes? También estoy en el mundillo editorial… He colaborado en diversas revistas, y en la prensa nacional, y en varias páginas web prestigiosas; es curioso que hayamos llegado a un destino tan parecido, aunque yo terminara mi formación de forma autodidacta… Ahora dirijo un blog de crítica sociocultural y política, “El Uno Libre”. Tiene muchas visitas; no sé si te sonará…
No, creo que no.
El rostro de Mateo se había mudado en una cara de póker tan hierática que parecía cartón; no podía ocultar su incredulidad, pese a que lo intentaba con todo su ánimo.
¿Y has publicado algo que yo pueda haber leído?
Seguro que sí, en un montón de sitios. Lo que pasa es que… Bueno, hace tiempo ya… Pero sí, en El Pueblo y en El Planeta, y en más sitios; en revistas de divulgación científica, como Mundo interesante… y en publicaciones académicas… Un poco de todo.
Dionisio hablaba como absorto en el vaso vacío que sostenía en la mano; echaba ocasionales miradas a Mateo y apartaba los ojos inmediatamente. Entre eso y lo que había dicho del paro, su viejo amigo no tuvo otra salida que la condescendencia.  
Ya… Sí, es posible que sí, ahora que lo dices; puede que me suene haber leído algo tuyo, hace algún tiempo. Sí.
Se hizo un silencio de unos cuantos segundos, un tanto embarazoso para ambos. Dionisio se quedó mirando al locutor de la televisión china. ¿Qué idioma hablaría? ¿Mandarín? ¿Qué estaría diciendo en ese momento? Hubiera preferido estar escuchando el noticiario chino. Al de la barra, desde luego, parecía hacerle gracia.
Me alegro de que te haya ido tan bien en ese aspecto, Dioni dijo al fin Mateo. Eso está guay; los títulos, en realidad, no sirven para nada, y si has llegado al mismo sitio sin ellos, pues mira, tanto mejor. Eso que te has ahorrado.
Dionisio asintió.
Claro, claro. Es lo que yo digo.
Mateo, de nuevo, pareció dudar.
Aun así, podrías haber dado señales de vida cuando te recuperaste, tío. Este reencuentro podría haber tenido lugar hace muchos años, ¿no crees? Ya nos habríamos bebido muchas de éstas dijo, señalando su vaso vacío sobre la barra.
Sí… si tienes razón, pero es que… cuesta mucho retomar las relaciones cuando te has distanciado tanto de la gente; y había pasado tanto tiempo, yo ya no sabía… ¿Tú sigues en contacto con los demás? ¿Con Elsa y éstos?
Pues sí, nos vemos ocasionalmente. Tampoco mucho, no te vayas a creer; cada cual ha seguido su camino. No es que sigamos siendo la pandilla de antes. Pero nos llamamos y nos vemos algunas veces; dos o tres al año, quizá. Sobre todo, quedo con Lola y Rodrigo. Con Elsa, menos, la verdad. Ha ido más a su bola.
¿Ah, sí?
Sí. Se casó y tuvo un niño y tiró por otro lado.
Ah…
Dionisio asintió, con mal disimulada cara de abatimiento. Mateo no dijo más, pero le dio una palmada en el hombro.
Oye, ¿qué tal si nos vamos a otro sitio a tomar la siguiente? Mejor nos vamos moviendo por ahí, ¿no?
Sí, es mejor.
Okey. ¿Me dices cuánto es? le dijo al chino, que respondió muy sonriente:
Tles sesenda.
Mateo dejó cuatro euros sobre la barra y salieron a la calle.
¿Adónde te apetece ir? preguntó Mateo.
Dionisio hizo memoria un momento. Estaba desentrenado en lo de ir de bares.
Yendo hacia el Mercado de San Fernando dijo al fin estaba El Caldero Roto, ¿te acuerdas?
Sí, claro. Venga, buena idea, ese sitio estaba muy bien.
Si es que sigue abierto; yo no he vuelto desde aquellos años.
Yo hace mucho que tampoco, pero creo que sigue ahí.
Pasaron por delante de la Biblioteca de Humanidades de la UNED y se dirigieron hacia el suroeste por la calle de Tribulete, apenas un callejón de un solo carril que a un lado no tiene tiendas en casi toda su extensión, sino el muro desierto de la trasera de un edificio; al otro lado, en cambio, está repleto de bazares orientales, fruterías de magrebíes y locutorios telefónicos. Esquivando alternativamente los bolardos de la calle y a la gente que se cruzaban, la conversación redujo su trascendencia y se limitaron a comentar alguna trivialidad de actualidad, temas de esos que la gente siempre tiene en boca como lo último que ha dicho el presidente del gobierno o lo mal que anda la economía o los disturbios en Chamartín tras el último Madrid-Barça.
Para Dionisio ese tránsito entre bares fue como el descanso a mitad del partido. Experimentaba emociones ambivalentes: por un lado, le gustaba volver a ver a Mateo, charlar con su antiguo amigo, ponerse al día y demostrarle lo bien que estaba; por otro, sin embargo, estaba tenso, como sometido a una prueba, y veía en todo lo que decía una confesión que le resultaba muy incómodo hacer. Tenía que cuidar cada palabra que decía, aunque tampoco es que lo hiciera de forma totalmente consciente; pues no se debía tanto a lo que Mateo pudiera pensar de él, sino a la imagen de sí mismo que obtenía al mostrarse a los demás. Por eso prefería ponerse al teclado del ordenador y había evitado las relaciones sociales directas durante tantos años. Era un hecho que le costaba reconocer, pero, como le gustaba decirse a sí mismo, «no se puede ser un genio sin tener grandes defectos; la naturaleza no podía ser tan injusta con los demás».
 

 

Próximamente…
Capítulo V de El asco y la gloria
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