EL RELATO COMO GÉNERO LITERARIO
Sobre el relato como un "fin en sí" narrativo
Por D. D. Puche
Publicado en 4/12/21
Si la novela es el campo de batalla en el que un
escritor demuestra la pasta de la que está hecho ‒o
más bien la descubre, en realidad‒, el relato es la
escaramuza en la que se curte. Esto es verdad, por lo menos la mayor parte del
tiempo. Pero esta verdad, como ocurre frecuentemente, no debería llevarnos al
error de pensar que el relato es un género secundario respecto a la novela,
algo “menor” que solamente sirve, desde el punto de vista del lector, para echar
un rato ‒una inversión de
tiempo más rentable que la de la novela‒, y desde el punto
de vista del autor, simplemente para formarse. El relato, sin lugar a duda,
tiene una entidad propia y una dignidad que debe ser cultivada.
Lejos de ser una modalidad prosística menor, ha dado
lugar a verdaderas obras maestras literarias, y esto de forma muy particular en
la llamada “literatura de género” (especialmente en la ciencia ficción y el
terror, que quizá incluso se presten más al relato que a la novela). Cabría
preguntarse si escribir un gran relato no puede llegar a ser tan difícil como escribir
una novela, dado que su arquitectura es mucho más sencilla y lineal, pero no
puede beneficiarse de los desarrollos y posibilidades de aquélla, sino que ha
de ser como un diamante perfectamente pulido al que nada le sobre tiene menos
oportunidades de disimular sus defectos.
El relato, naturalmente, puede ser empleado como el
laboratorio donde el escritor experimenta lo que luego llevará a cumplimiento
en la novela; mediante la narración breve, libre de los compromisos e
inversiones de tiempo y esfuerzo de aquélla, puede poner a prueba toda clase de
ideas, de formas literarias y de técnicas. Esto, insisto, no sólo no desmerece
a la prosa breve, sino que incluso la sitúa como punta de lanza del
trabajo literario, que sólo puede ser llamado tal cuando es una labor de
indagación, de juego con unos estándares dados a los que pretende imprimir un
cambio en una determinada dirección (el “estilo”); que no se conforma con
llevar a cabo iteraciones dentro de un canon ya dado. Es, de hecho, el intento
de ensanchar éste ‒porque es desmedido
y arrogante hablar de “romper” con él o de “superarlo”‒, de explorar sus límites y desplazarlos un poco más, lo
que propiamente puede ser llamado “literario”, frente a lo meramente
“narrativo”.
Así pues, se trata del verdadero terreno de ensayo del
escritor, donde puede dar rienda suelta a su libertad creativa sin pagar por
ello el precio que pagaría malogrando tal vez una novela de varios cientos de
páginas. Y como tal, lejos de ser una mera preparación para aquélla, constituye
un fin en sí mismo. No obstante, se topa aquí con una peligrosa tentación
“metaliteraria” que ha llegado a convertirse en moneda corriente, con el abuso
correspondiente: y es el prurito de poner al propio escritor bajo el foco, de
convertirlo en el referente, en lugar de darle toda la primacía a la historia y
dejar que ésta hable por sí misma. El autor tiene que desaparecer tras lo
escrito, desvanecerse, para que acontezca la historia; hay que huir de
la tentación de hablar de uno mismo. La elaboración por la que el autor usa su
propia experiencia como materia prima, pero hasta el punto de hacerse a sí
mismo irreconocible en lo mostrado, es precisamente en lo que consiste el arte.
Y cuando esto no es así, cuando escribir (o pintar, o componer, o lo que sea)
es ante todo un ejercicio de narcisismo, lo que resulta es algo obvio, por lo
general didactista y pedante, que es la muerte de cualquier cosa a la que
podemos llamar “arte”.
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