Lo que más nos atormenta puede ser lo único que le da un significado a nuestra vida.
Relatos | Terror
CANTA, HIJA DE LA NOCHE
Una prosa poética
Canta, hija de
la noche,
la canción que
acuna a los mortales,
Todavía, cuando recuerdo lo que pasó aquella noche, me estremezco por algo que no estoy seguro de si es miedo o lascivia; quizá una mezcla de ambas cosas, tan inhabitual como sugerente, que me hace evocar una y otra vez la escena, regresar a ese paisaje de mi incierta memoria en el que se funden la excitación y el terror, el placer y el dolor. Temo que nunca me vuelva a ser dada la oportunidad de verla, pero si así fuera, sé que la aceptaría sin pensarlo, aun sabiendo que es una locura; arriesgaría mi vida y perdería mi dignidad, si es que aún me queda alguna, para arrastrarme a sus pies y pedirle que repitiera aquello que una vez casi me mató. Ese momento de amargo éxtasis que sólo retrospectivamente me doy cuenta de que le dio a mi vida el sentido que no tenía. Desde entonces, nunca he vuelto a ser el mismo ‒¡o puede que sólo así lo haya sido!‒; vivo de evocar esa noche en que arrancaste el alma de mi cuerpo, te la bebiste como un dulce licor. Ya sólo soy tu recuerdo. Los días se pasan vacíos y sin forma, todos iguales, repletos de ansia. Ninguna otra cosa puede tener significado para mí, salvo volver a verte para recibir tu dolorosa bendición.
concédeles el
descanso que anhelan,
despójalos de sus
cadenas de polvo
¿Para quién serán hoy, cada noche, los besos de Ingrid? ¿A quién concederá su privilegio? ¿A quién despertará del pueril sueño? Soy egoísta, y me retuerzo al pensar que lo que una vez fue para mí pueda ser de otros, que yo no sea único; que comparta con más gente las delicias de la luna y de la noche estrellada. Quién pudiera repetir ese instante por vez primera, el de la piel rasgada y el fuego entrando en las venas, entendiendo lo que significa, queriéndolo eterno, porque nada queda ya al margen de él. La vida sólo consiste, después, en arrastrarse trágicamente por la tierra, invisible a las miradas del gran juez, para repetir ese momento, aunque sin ti… Nunca sabe igual que esa primera vez, porque no estás tú… No se puede revivir el instante de la ruina y la gloria, el que lo condensa todo, el que corta el hilo que nos vincula al pasado, a la niebla de lo que fuimos antes. Nada importa después de eso, nada: ni familia, ni amantes, ni amigos ni planes; todo queda eclipsado por la gélida luz de Ingrid, por las risas y lágrimas del perpetuo invierno en que las hojas ya no caerán más.
que los
retienen en los dominios
del dios del
ábaco y el reloj de arena;
Yo era tan joven como puede serlo un hombre maduro, tan maduro como puede serlo un niño que no comprende la eternidad; creía, como todos los que no han pasado bajo el antiguo dintel, que entendía la vida, que las cosas son sencillas, que el camino conduce a alguna parte. Qué lejos estaba del saber. Esa noche salí con la mujer a la que creía que amaba; hacía mucho tiempo que estábamos juntos, y creía que la conocía, que podía conocer algo ‒¡a mí mismo!‒; pero yo no entendía nada en ese momento, y en cuanto al amor, era una palabra que usaba a la ligera, sin haberme ahogado aún en su significado, porque todavía no te había conocido a ti. Pensaba que era feliz, qué iluso, cuando estaba a unas horas de conocerte, de que me cantaras tu canción, de que me pusieras frente al espejo que formula la última pregunta. Aquella mujer, recuerdo brumoso de mis días antes de ti, esperaba en la mesa tomando una copa, y yo me abrí paso entre la gente que bailaba, a través de la música, de la luz llena de engaños y del aire untuoso; allí, en los lavabos, donde menos lo esperaba, morí a la nueva vida, nací a la nueva muerte; empecé a soñar el sueño que se sueña despierto, la perpetua vigilia de la que ya no hay despertar.
que los llevan
sumisos al lecho de seda y piedra,
el cual ningún sacrificio
podrá redimir.
Allí te encontré. Nos presentó un viejo amigo, y entonces conocí tu verdadero nombre, que desde entonces repito incesantemente; me clavaste tu mirada, y después tus dientes, y desperté del vano sueño, de las fútiles promesas de un futuro de rutina y compromiso, el del pastor y el soldado, el pescador y el artesano; el de los que viven para otros, ganándose el plato de comida y la magra porción de alegrías antes de languidecer. Ese desperdicio que es lo único que no puede perdonarse, el no haber aspirado a más, elevándose sobre el barro sucio para cobrar una forma bruñida y celeste. Todo eso se me reveló en un instante, el instante eterno de la lava fundiendo la piedra, de la lluvia abrasando la tierra, eones concentrados en segundos de una intensidad absoluta, como un agujero negro que devora el tiempo mismo y borra su propia historia. Tu mordedura me despojó de aquella vida aguada y me dio a cambio ésta, me quitó de los ojos la venda que señala a los mortales, ciegos a lo más cercano. En ese momento no lo entendí, de todos modos; incluso hubo un momento de pánico en que quise echarme atrás, cuando ya estábamos juntos en la cabina del lavabo, en esa intimidad furtiva. Sólo más tarde comprendí los segundos pletóricos que compartimos, antes de que salieras de allí como habías entrado, sin que yo me diera cuenta siquiera, dejándome tendido y herido. Para entonces, ya estaba condenado a ti.
No les dejes
cruzar la laguna profunda,
libéralos del
hambre del pan y el vino;
Me dejaste solo y desvalido, esperando tu beso de nuevo, que no llegaba; me anegó la desesperación por volverte a ver cuanto antes. Cada segundo que paso en tu ausencia es una agonía de la que sólo me salva la esperanza de que algún día volveremos a estar cara a cara, tus ojos clavados en los míos, mis manos en tu cintura. Nuestro encuentro supuso que aquella mujer de nombre incierto, celosa, me dejara; ciertamente, la había engañado contigo, pero, ¿qué podía importarme? Nada tendría a partir de entonces color ni aroma salvo tu recuerdo; todo fuera de ti es un alimento insípido y una foto en blanco y negro. La sangre que ahora corre por mis venas quiere desembocar en su océano, estancada como está en cuerpo extraño. Por dar contigo renuncié a mi trabajo, a mi vida; me alejé de la civilización hacia el páramo frío y vacío donde sólo hay espinas y bestias, donde cada noche algo te persigue rugiendo para devorarte, a no ser que seas tú el perseguidor. A lo largo de mi viaje he encontrado a otras como tú, pero no son iguales. He conocido a otras hijas de la noche, que en vez de un vestido negro como el tuyo visten uno rojo, blanco o plata; he tenido tratos carnales con Astrid, con Gudrun y con Katja, pero ni su saliva cura ni su sangre quema como la tuya, Ingrid. Son sucedáneos de lo que en ti es puro.
cógelos de la
mano y hazles escuchar tu canción,
la nana piadosa
que guía hacia la noche,
Lo he perdido todo debido a nuestro abrazo; el más aciago día de mi vida, que es a la vez el único que le confiere algún propósito, pues antes podría fingir que era feliz ‒tanto como lo es cualquier hijo de mujer‒, pero en realidad no era nadie. Como un recién nacido, aún no había abierto los ojos, no sabía de la mirada con que el gato ve al ratón en las tinieblas del sótano. ¿Acaso eso es vivir? ¿Se puede ser feliz cuando no se es nada, salvo un durmiente? ¿Es que se tiene derecho a ser feliz así? Ya no vivo como los hombres, en casas de ladrillo o madera; ahora soy libre y vivo en la oscuridad, en el callejón, bajo el puente o en la cloaca, al amparo del raso, bajo el ceño fruncido de los dioses, con los que he emparentado al probar el néctar que hace inmortal; ya no como pan y vino, sino carne y sangre verdaderas; soy como el lobo, me he quitado de encima los milenios de sometimiento y culpa. Para mí ya no hay futuro ‒pasado sí: eres tú, Ingrid, que has sustituido todo lo demás‒, sólo el presente, la búsqueda, la lucha, el renacer cada vez que estoy a punto de atraparte y te escapas de nuevo, porque nunca eres tú a la que he creído encontrar por un segundo.
No te vayas de aquí sin tu ejemplar
oscuridad eterna
que alumbra nuevas estrellas
resplandecientes
de furia y goce,
¿Por qué me dejaste vivir esa noche, por qué no mostraste la clemencia de acabar conmigo, de beber hasta la última gota, de apurar el cáliz de mi ser y dejarme morir para descender las escaleras de roca viva y entregar la moneda? ¿Fue piedad o fue un supremo acto de crueldad? ¿Tuviste que huir, quizá, en el último momento, eludiendo miradas inesperadas? En la melancolía que me arrastra a veces, interrumpiendo los momentos de plenitud y las risas al ocaso, se me ha pasado por la cabeza matarme. Tirarme sobre una verja para quedar empalado. Estrellarme con un coche para hacerme pedazos. Prenderme fuego con gasolina. Lo intenté una vez, ahorcándome con un alambre de espino, pero fracasé. No importa: no soy digno de extinguir mi conciencia, puesto que no es mía, sino tu recuerdo; te pertenece. Y como yo sólo soy ya tu recuerdo, no puedo permitirme esa soberbia, la de disponer de mí mismo, la de resistirme a ser tu nostalgia y tu búsqueda, en cada sombra, en cada reflejo, en cada charco, donde creo por un reluciente instante ver tus ojos felinos y escuchar de nuevo tu voz, la melodía que me eleva hasta cielos devastados.
mortales como
plagas, glaciales como cometas
que surcan el
universo ebrios e insomnes;
Permanezco en estas ruinas abandonadas solo, acompañado únicamente de recuerdos, formas danzarinas en mi mente febril, esperando la hora en que salir de nuevo a la noche roja y hambrienta, desterrado de la luz y del calor del día. Cuando al fin puedo salir, deambulo por las calles de esta ciudad marchita y contemplo el sudor y las fatigas baldías, los deseos amputados y las carreras hacia la nada; escucho gritos y gemidos y estertores que no encuentran eco en la opaca bóveda que los encierra, indiferente. Pero nada de eso me importa, ningún dolor ajeno puede ya alcanzarme, porque mi alma vive en ti, tú me la robaste. Me aterra no volver a probar tu sabor; el primero, el verdadero. Me estremezco al pensar en lo larga que puede ser la eternidad lejos de ti ‒cada minuto un infinito‒, persiguiendo los tenues ecos que dejas en fiestas y clubes y callejas inmundas y vertederos de basura; sin descanso busco entre los maniquíes el rostro de Ingrid, y pregunto por tu nombre a figuras hieráticas y aletargadas, pero nadie conoce la locura de aquella noche de abril, cuando desgarraste el velo púrpura que me ataba a burdas ilusiones y me mostraste el camino de un único sentido, la escalinata que asciende hasta el salón de los placeres y tormentos que sólo a los eternos les ha sido concedido probar.
cántales la
canción del olvido, muéstrales el reino
que se oculta
de los ávidos ojos del día.