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BRUMA Y MÁSCARAS
Bruma y máscaras
Narrativa | Relatos Se acerca Halloween, y no podíamos dejar de contarte un estremecedor cuento de terror.
Los cinco amigos caminaban alegres, charlando y riéndose despreocupados por la
calle del barrio residencial. Para alguien de su edad, o sea, los trece años,
era probablemente la noche más divertida del año. Halloween. Noche de
disfraces, de sustos y sorpresas, de dulces y caramelos; una noche en que la
muerte, que para ellos no dejaba de ser algo todavía demasiado lejano e
impreciso ‒Laura y Nico sabían lo que era perder abuelos, pero eso parece
encajar en un cierto orden de la vida‒, se convierte en un emocionante juego,
entre lo macabro y lo fascinante. Una forma de ponerle rostro a la parca sin
temerla, sabiéndose uno perfectamente seguro, como cuando ves una película de
terror. Esa noche en que te conviertes en el protagonista de una peli de
terror. Pero sólo es eso: una peli. No es real. No tienes nada que
temer. Ni tú ni tu familia.
Habían salido hacía apenas un ratito, y aún llevaban sus sacos vacíos de las
golosinas que conseguirían en su recorrido por el barrio, una zona por lo
general muy aburrida a las afueras de la ciudad. La gran ciudad estaba apenas
a un cuarto de hora en coche; pero allí, en las afueras, parecía que no pasara
nunca nada. Eso era lo que sus padres habían venido buscando, precisamente: un
sitio seguro en el que criar a sus hijos, alejado de los peligros de la
metrópolis. Pero, para ellos, en la preadolescencia, “seguro” significaba “un
rollo”, una rutina de la que soñaban con salir cuando al fin acabaran la
secundaria y se fueran a la universidad o a trabajar, a vivir en sitios
lejanos y excitantes de los que habían oído hablar, pero en los que nunca
habían estado. Afortunadamente, había noches como Halloween, que permitían
romper esa monotonía y soñar despiertos.
Tras pasar por la casa de Chang, que cogía de paso a todos, los cinco niños
habían emprendido el camino. No eran los únicos. A esa hora de la tarde,
mientras el sol empezaba ya a caer, los demás chicos del barrio empezaban a
salir. Las calles parecían una competición por ver quién iba mejor disfrazado.
Algunos de los atuendos que vieron eran realmente buenos, pero los chicos no
iban a la zaga. Nico llevaba un maquillaje muy elaborado, con el que le había
ayudado su madre, que era esteticista; tenía una cremallera medio bajada en la
cara, y la parte abierta de la misma estaba en carne viva, como despellejada.
El aspecto era muy realista y daba grima. Richie y Sara, los mellizos, iban a
juego, como siempre, caracterizados como sendos novios ante el altar, él con
chaqué y ella con traje de novia, pero ambos en versión zombi, cómo no. Laura
iba de bruja, con una larga nariz verrugosa, sombrero picudo, escoba y ropas
andrajosas. Y Chang, por último, iba disfrazado de un terrorífico payaso
malvado. Habían puesto toda su ilusión en aquellos disfraces, preparados con
más de un mes de antelación, y se habían propuesto que esa noche fuera
especial, diferente. ¡No siempre se tiene trece años! Cada momento de la vida
debe dejar grandes recuerdos. Al fin y al cabo, la vida pasa muy rápido.
Había una ligera niebla esa tarde, que le daba a las calles un toque como de
ensueño y hacía que el anochecer prometiera ser más mágico, misterioso.
‒¡Qué bien! ‒decía Richie‒. La niebla nos ocultará hasta el último momento, y
cuando llamemos a los timbres y nos abran las puertas, resultaremos más
terroríficos.
‒¡Sí, les daremos más miedo! ‒replicó Laura.
Todos estaban de acuerdo, y se reían a carcajadas y hacían el tonto mientras
pasaban frente a la casa de la señora Kravinski, la vieja loca desagradable,
antes de torcer de camino al extremo norte de la zona residencial, desde
donde, como todos los años, querían empezar su macabra procesión de sustos y
caramelos.
No se dieron cuenta, pero a medida que iban en esa dirección, cada vez se
cruzaban con menos niños; llegó un momento, de hecho, en que eran los únicos
que había en la calle. La ligera niebla se había convertido en una bruma
espesa, y apenas se veía a unos tres metros de distancia; más allá, apenas se
vislumbraban, imprecisos, los contornos de las casas, con sus tejados a dos
aguas, que debido a la bruma parecían más lejanas. No sólo eso, sino que,
además, las luces en los cálidos porches, que esperaban a los niños con la
promesa de los dulces, ya no brillaban. Estaban todas apagadas. Era como si
los habitantes de las casas hubieran decidido no participar en la fiesta.
‒¿No está todo demasiado oscuro? ‒preguntó, al fin, Chang.
‒Sí ‒dijo Nico‒; ¿y dónde está todo el mundo? Nos hemos quedado solos.
‒Mirad ‒decía Sara, señalando con su dedo enguantado‒. No hay luces en las
casas. Qué raro; aquí viven los Rodríguez, y ellos siempre celebran Halloween,
sin falta. ¿Por qué habrán apagado las luces de la entrada?
Los chicos miraron a su alrededor, desconcertados, aunque siguieron su camino
como tenían previsto. Ya comprobarían qué pasaba al empezar la ronda. Pero,
ciertamente, se estaban escamando. Parecía como si todo el mundo se hubiera
puesto de acuerdo para gastarles una broma. Entretanto, la bruma se hacía más
densa por momentos. Laura comentó que le daba un poco de mala espina, pero los
demás le contestaron que no dijera tonterías, que estaba guay y le daba a
aquel Halloween un ambiente como de cementerio.
Llegaron al final de la calle, donde terminaba la urbanización por su extremo
norte. Más allá sólo había campo, unos maizales mal vallados donde los niños
no debían entrar, pero donde, por supuesto, ellos y todos los del barrio se
habían colado y habían corrido y jugado, siendo más pequeños. El final de la
calle estaba formado por una rotonda en la que los coches daban la vuelta para
regresar por donde habían venido, y esa rotonda delimitaba un pequeño parque
de juego con unos columpios y unos bancos. Los chicos del barrio solían
reunirse allí a menudo, por las tardes. Era un sitio frecuente para quedar, y
era su punto de partida esa noche, aunque esperaban que estuviera más animado.
Se sentaron en un banco, mientras comentaban la rareza que les producía la
soledad de la calle. Allí tampoco había nadie, pero tendría que estar lleno de
chicos organizándose para la recolecta de chucherías, y planificando los
sustos y bromas que harían.
‒Escuchadme, esto empieza a ser demasiado extraño, ¿no os parece? ‒dijo Nico,
rascándose con cuidado su cara despellejada, por encima de la cremallera‒.
¿Dónde se han metido todos?
‒Sí, qué cosa más rara. ¿No se habrán quedado en casa por la niebla, verdad?
‒contestó Richie.
‒Espero que no. Sería el Halloween más raro de la historia ‒replicó Sara.
‒Ya es el Halloween más raro de la historia. Parece que nadie quiera salir
‒añadió Laura.
‒¡Son unos gallinas! ‒exclamó Chang.
‒Mejor ‒concluyó Richie‒. ¡Todos los caramelos serán para nosotros!
Y todos lo acompañaron con un «¡sí!», «¡eso!», «¡claro!», pero lo cierto es
que no las tenían todas consigo, y el hecho de que las luces estaban apagadas
seguía ahí.
‒¿Desde cuándo este banco está oxidado? ‒preguntó Sara‒. Ayer no lo estaba…
‒¡Si los cambiaron todos el año pasado! Son casi nuevos, qué raro ‒añadió su
hermano.
‒¿Será por esta niebla? ‒planteó Nico.
‒¡No digas tonterías! ¿Crees que es corrosiva? ¡Entonces se estaría comiendo
nuestros pulmones! ‒le contestó Chang.
‒Chicos, esta noche las cosas son demasiado anormales, ¿no creéis? ‒concluyó
Laura‒. No quiero quedarme aquí; venga, vamos a empezar y veremos qué es lo
que pasa.
‒Eso, salgamos de dudas ‒dijo Richie.
Y se pusieron en camino.
Echaron a andar de vuelta por la calle, en el camino de regreso que finalmente
terminaría en sus propias casas, y ‒esperaban‒ con las sacas llenas. Pero no
empezaron con buen pie. En la primera casa en que llamaron, nadie les abrió.
‒¡Pues anda! ¡Que estamos en Halloween! ‒gritó Nico, y siguieron por la calle.
Pero eso es lo mejor que les iba a pasar.
En la siguiente casa sí les abrieron, pese a que estaba completamente a
oscuras ‒¡como todas!‒ y llamaron a la puerta muy dubitativos, temiendo que
tampoco les abrieran. Al cabo de un momento escucharon unos pasos que se
arrastraban hacia la puerta. Escucharon descorrerse un par de pesados cerrojos
y la puerta se abrió lentamente, con un trémulo crujido. Ante ellos estaba un
tipo grande, gordo, con una camiseta de tirantes, pese a la época del año; la
camiseta, además, estaba llena de lamparones. Los chicos sintieron una repulsa
inmediata en cuanto lo vieron; no les sonaba, por lo demás, del vecindario.
¿Quién era aquel tipo? Pero tampoco recordaban muy bien quién vivía en esa
casa. Para completar su imagen desagradable y fuera de lugar, el tipo llevaba
una máscara. ¡No se pone una máscara el que abre la puerta! ¡Es quien recibe
el susto! Pero bueno, ¿es que ese tipo no lo sabía? Era una máscara, que casi
parecía real, de cerdo. De hecho, daba la impresión de que se hubiera puesto
una cara de cerdo real sobre la suya, sujeta con unas cintas de goma. Era
muy, muy realista. Daba esa impresión, sí, y olía raro… Tras la máscara
veían unos ojos que los miraban muy abiertos, de forma que casi daba miedo. Su
respiración se escuchaba entrecortada.
‒¿Qué… queréis… niños?
Sintieron escalofríos. Richie se atrevió a hablar:
‒¿Truco o trato?
El otro se quedó mirándolo con esos ojos horribles tras su horrible máscara de
cerdo, demasiado realista. Entonces, sin que mediara palabra suya, escucharon
otros pasos más livianos, y llegó hasta la puerta una mujer con una máscara
igual. Llevaba un cesto en los brazos, y se lo ofreció a los chicos para que
cogieran de él.
‒Aquí tenéis lo que queréis, niños ‒dijo, con una voz cortante e inexpresiva.
‒Gracias… ‒replicaron los chicos, y llevaron las manos al cesto. Las apartaron
inmediatamente, con exclamaciones de asco.
‒¡Ay!
‒¡Puagh!
‒Pero, ¿qué es esto?
El cesto estaba lleno de casquería. Trozos de hígado, tripas, ojos de cordero
y cosas asquerosas de ese estilo.
‒Pero, ¿por qué nos da esto?
‒¿Les parece gracioso?
‒Chicos, vámonos. Está claro que éstos no nos quieren aquí.
‒¡Gracias por nada!
Así contestaron al matrimonio cerdo, y se fueron, asqueados y enojados.
Siguieron caminando, comentando lo ocurrido sin podérselo creer ‒todavía
miraban hacia atrás de vez en cuando‒, y llegaron a la casa de los Rodríguez,
que conocían bien.
‒Bueno, aquí sí nos darán algo. Los Rodríguez son gente normal, y les encanta
celebrar Halloween ‒dijo Laura.
‒Sí, son buena gente ‒añadió Richie.
Y llamaron a la puerta, aunque tampoco había luces encendidas, ni adornos de
Halloween. Los chicos sonreían, pero en el fondo, no se sentían muy seguros de
sí mismos. La calle seguía vacía, todo era muy raro.
La puerta se abrió, y allí estaban los Rodríguez. Todos ellos. El padre, la
madre, el hijo mayor, que iba un par de cursos por debajo de los chicos, y su
hermana pequeña, que aún estaba en Primaria. Ah, y la abuela, también estaba
allí. Los cinco estaban perfectamente alineados en el recibidor, como en
formación, inmóviles, con los brazos inertes colgando a los lados. Y llevaban
máscaras, ellos también. Máscaras de hockey con salpicaduras de sangre. ¿Por
qué las llevaban, si estaban en casa? ¡Las máscaras las llevan los que tocan
el timbre, no los que salen a abrir! ¿Es que todo el mundo iba a llevarlas
aquella extraña noche cubierta de niebla? Pero lo peor fue que la familia no
hacía nada; no se movían, no hablaban, no reaccionaban.
‒¿Truco o trato? ‒exclamaron los chicos.
Y los Rodríguez se quedaron así, tal cual, inmóviles, mirando al frente, como
si ellos no estuvieran delante. Como si llevaran allí mucho tiempo esperando,
como estatuas, y la puerta se hubiera abierto por sí sola al llamar ellos.
‒¿Señores Rodríguez? ‒preguntó dubitativa, casi temblando, Laura. Pero nada.
Se les pusieron los pelos como escarpias y empezaron a andar lentamente hacia
atrás, bajando con cuidado, como si no quisieran hacer ruido, los escalones
del porche. Ahí seguían los otros, mirando al frente sin inmutarse, como si no
hubiera nadie frente a su puerta. Los chicos salieron de su jardín y echaron a
andar atropelladamente hacia la siguiente casa, sin dejar de mirar hacia
atrás, asustados, en silencio. La puerta seguía abierta, aunque apenas salía
luz de ella, y los Rodríguez estaban allí como petrificados. Era estremecedor.
‒¿Pero qué está pasando?
‒Chicos, esto no me gusta nada.
‒Me quiero ir a casa…
‒Tenemos que ver qué ocurre. Esto tiene que ser una broma, no es posible
‒afirmó Nico ante la confusión de los demás.
Una novela del autor de este relato
Se saltaron algunas casas, que observaban temerosos. No veían ninguna luz en
ellas; la calle estaba a oscuras, salvo por el triste resplandor de las
farolas amortiguado por la niebla. Pero se armaron de valor y se pusieron de
acuerdo para intentarlo de nuevo. Tenían que probar. Así que se acercaron a
una de ellas. Estaban ya en el porche, y ni siquiera habían llamado a la
puerta, cuando de repente Sara ahogó un grito. Se tapó la boca con una mano y
con la otra señaló la barandilla del porche, que apenas se podía ver en la
oscuridad. Había sobre ella varias asquerosas cucarachas, correteando y
moviendo sus largas antenas.
‒¡Ay, ay! ¡Vámonos! ¡Las cucarachas me dan mucho asco! ‒dijo.
Los demás pensaron lo mismo, aunque no lo dijeron.
‒No, esperad, hay que hacer la prueba ‒contestó Chang, y llamó a la puerta.
Ésta se abrió al cabo de un momento, y al hacerlo, salieron varias cucarachas
más, que cruzaron el felpudo a toda prisa.
‒¡Puagh!
‒¡Dios mío, pero…!
El que les abrió parecía un tipo normal, pese a todo. Eso sí, llevaba una
amenazadora máscara, con una enorme sonrisa llena de dientes afilados como
cuchillos.
‒Hola, chicos, ¿qué tal estáis? ¡Feliz Halloween!
‒¿Truco o… trato? ‒dijo Chang con voz apagada, mientras los demás levantaban
rítmicamente los pies del suelo, como si bailaran, para esquivar a las
malditas cucarachas.
‒Ah, veo que os desagradan mis inquilinas; no os preocupéis, dejadlas salir,
ellas no muerden. ¡Je, je, je! Son muy majas.
Quizá, después de todo, no era tan normal. Pero, alentados por su aparente
simpatía, repitieron a coro, aunque sin demasiado entusiasmo, «¿Truco o
trato?»
‒¡Je, je, je! ¡Bien, bien, bien! Qué dilema, ¿no? La verdad es que no sé qué
elegir… Mmm… ¿Venís solos, chicos? ‒y se asomó al porche, mirando a los lados,
por si había alguien más.
‒Eh… sí… ‒respondió Nico‒. No hay nadie más en la calle, de hecho, y…
Laura lo interrumpió de un codazo.
‒Ya veo, ya veo… Mmm… Me imagino que ya habréis conseguido muchas cosas ricas
esta noche, ¿no? ¿Habéis comido mucho? ¿Tenéis la tripa llena?
Por algún motivo, Laura se lo imaginó relamiéndose bajo la máscara. Estaba más
nerviosa a cada segundo que pasaba. Todos lo estaban (y Sara, además, estaba
histérica por las cucarachas que corrían por el porche). Respondió:
‒No crea, no estamos teniendo mucha suerte. ¿Puede usted darnos algo? Nos
iremos rápido; no queremos molestarle. Si no tiene nada, nos vamos ya, no se
preocupe… ‒e hizo el amago de bajar del porche.
‒¡No, no, esperad! ¡Sí que tengo algo para vosotros! Je, je, je, qué mala
educación la mía… Claro, claro… Mmm… ¡Esperad un segundo! ‒y se metió adentro.
Su risa daba escalofríos. Los chicos no sabían qué hacer. Laura propuso salir
corriendo, pero Nico argumentó, con una increíble falta de percepción de la
situación, que por fin les iban a dar caramelos; Richie dijo que sería de muy
mala educación irse sin esperar. Así que se quedaron. Al cabo de un minuto, el
hombre regresó con un cubo y se lo ofreció a los muchachos.
‒Aquí tenéis. ¡Comed hasta hartaros, chicos!
Miraron en su interior… ¡y el cubo estaba lleno hasta el borde de arañas y
gusanos! Gritando, muertos de miedo y asco, salieron corriendo de allí como
alma que lleva el diablo. Esta vez ni siquiera miraron atrás. Tan sólo
corrieron hasta doblar la esquina, al final de la calle. Sólo entonces se
pararon, jadeando.
‒No me puedo creer lo que está pasando ‒decía Sara‒. ¿Pero esto qué es? ¿Se ha
vuelto loco todo el mundo?
‒Esta niebla tiene que estar afectándoles a la cabeza ‒contestó Richie.
‒¿Y a nosotros no? ‒preguntó Laura.
‒Quizá a nosotros también nos está afectando ‒fue la respuesta de Nico.
Decidieron serenarse y hacer un último intento. Quizá Nico tenía razón. A lo
mejor estaban nerviosos por la niebla; quizá estaban exagerando las cosas; a
lo mejor esas arañas y gusanos eran de plástico, y sólo había sido una broma
de mal gusto. Tenían que salir de dudas y ver si todo el mundo se había vuelto
loco o no. En caso afirmativo, volverían a casa. Sólo estaban a diez minutos
andando.
Allí, justo enfrente, estaba la casa de la señora Kravinski. Era una vieja
chiflada, por lo general muy desagradable, pero por eso mismo no participaría
en ninguna broma. Cruzaron su jardín. La casa estaba tan oscura como las
demás, envuelta en brumas, aunque, esta vez, encontraron una buena señal:
había una calabaza de Halloween sobre el porche, como dando la bienvenida a
los niños para que se acercaran. Por lo demás, ninguna otra señal. En mitad de
la niebla, aquella calabaza parecía resplandecer con una luz extraña, fría,
que desde luego no parecía una vela o una bombilla. La miraron fijamente antes
de llamar a la puerta: refulgía de una forma intrigante, como emitiendo
pulsaciones. Se miraron entre sí, se encogieron de hombros, y llamaron. Al
cabo de unos minutos escucharon una voz quejumbrosa que gritaba «ya voy, ya
voy…». Y la puerta se abrió.
Allí estaba la vieja Kravinski, pero no parecía ella. A pesar de que la
habrían visto pocos días atrás, haciendo la compra o sacando a pasear a su
odioso pequinés, de repente estaba totalmente demacrada y grisácea. Estaba muy
encorvada, y parecía un esqueleto. Para remarcar esa impresión, iba vestida
con un camisón que dejaba ver sus brazos, en los que literalmente se le
marcaban los huesos. Le quedaban pocos jirones de pelo, y los ojos parecían ir
a saltársele de las órbitas en cualquier momento. Era como si hubieran pasado
años por ella, o décadas, en apenas unos días. Y llevaba máscara, ella
también; cómo no. A juego con su mórbido aspecto. Una máscara antigás de la
Primera Guerra Mundial. Tras las lentes de vidrio veían esos horribles ojos,
devolviéndoles la mirada.
‒¿Qué queréiiiis? ‒preguntó, con una voz chillona y escalofriante.
‒¿Por qué no iba a estarlo, niña? ¿Es que tengo mal aspecto?
‒Eh… glups… No, no quería decir eso ‒contestó, y miró a los demás con cara de
circunstancias.
‒Querréis caramelos, ¿verdad? Los jóvenes siempre queréis cosas de nosotros,
los ancianos, aunque no dais nada a cambio. Sólo pensáis en vosotros mismos…
‒les espetó. La cosa no iba mal: al menos, al hablar, parecía la misma de
siempre. La misma vieja odiosa.
‒Bueno, señora Kravinski, no queríamos molestarla. Si usted está bien, no se
preocupe… nos iremos… ‒dijo Nico.
‒No, no, no… ¿Qué más da? Ya me habéis hecho levantarme, así que… Una vez que
te interrumpen, da lo mismo… Tengo chucherías ahí dentro, de las buenas, no de
esas industriales que se venden ahora, que son malísimas… Podéis coger todas
las que queráis, pero entrad, entrad, ji, ji, ji… Adelante, estáis en vuestra
casa… Podéis pasar…
Y de repente escucharon, procedente del interior, un grito. Parecía el grito
de auxilio, quizá de dolor, de un niño. Le siguió un desgarrado
«¡socorroooo!». Sonó como si estuvieran torturándolo. O quizá comiéndoselo.
Sonó estremecedor.
Los chicos salieron corriendo como no habían corrido en su vida, llevados por
un pánico atroz. No se detuvieron hasta no haber recorrido la mitad del camino
hacia sus casas, cuando se detuvieron exhaustos junto al quiosco de helados y
refrescos, que en esa época del año estaba siempre cerrado. Miraban
aterrorizados a su alrededor, por si hubiera alguien mirándolos desde las
ventanas de alguna de las casas de enfrente; de rodillas y en cuclillas, se
cubrían las espaldas con el quiosco. Entre jadeos, apenas se atrevían a
hablar. Pero habían visto lo que habían visto, y habían escuchado lo que
habían escuchado. Estaban pasando cosas terribles esa noche brumosa, y temían
ser los siguientes en caer en las manos de esa… gente.
‒¡Tenemos que ayudar a ese chico! ‒dijo Laura en susurros.
‒¿Cómo? ‒preguntó Richie‒. Yo no pienso volver allí. Ni loco…
Y en ese momento, doblando una calle de la zona residencial como caído del
cielo, apareció un coche de policía. Llevaba puestas las luces de la sirena,
aunque sin sonido, y era perfectamente visible en mitad de la espesa niebla.
Fue como un faro en la oscuridad para ellos. Se levantaron y corrieron hacia
él, haciendo gestos a los agentes para que se detuvieran.
‒¡Mirad! ¡Allí!
‒¡Agentes! ¡Ayúdennos!
‒¡Paren! ¡Paren!
El coche se detuvo y los chicos se acercaron a la ventanilla del conductor.
Ésta bajó, pero sólo para que la luz de una linterna les diera en la cara y
los cegara. Únicamente veían las siluetas de los policías en el interior.
‒¡Agentes, oigan!
‒¡Tienen que ayudarnos!
‒¡Chicos, chicos! ¡Tranquilos! ¿Qué os pasa? ¿Es que habéis visto un muerto?
‒preguntó el de la linterna, y su compañero se rio.
Los chicos se atropellaron de nuevo, así que el policía volvió a
interrumpirlos.
‒A ver, que hable uno solo, que no me entero de nada. Decidme qué pasa.
Calmaos.
Habló Laura, que era la más sensata:
‒Oigan, agentes, están pasando unas cosas… La gente se ha vuelto loca… En
aquella casa… ‒y señalaba con el dedo en la dirección de la que venían‒, en
casa de la señora Kravinski… tienen a un chico, al menos… y le están haciendo
algo horrible, hemos oído sus gritos… Y no es lo único, porque…
‒A ver, a ver, muchachos, dejaos de bromas; no podéis hacernos perder el
tiempo con vuestros juegos.
‒¡No es una broma! ¡Va en serio! ¡Háganos caso! ¡Tienen que ir a esa casa!
‒gritaron los chicos al unísono.
‒¡Callaos! Vamos a ver, ¿dónde vivís?
Le indicaron al agente sus direcciones, allí al lado.
‒Muy bien, muy bien, queda cerca… Ahora os llevaremos con vuestros padres.
Pero, decidme una cosa, ¿por qué salís a la calle en Halloween? ¿No sabéis lo
peligroso que es? ¿Saben vuestros padres que habéis salido?
Sólo entonces el agente bajó la linterna y los chicos pudieron ver sus rostros
dentro del coche patrulla. Y… ¡llevaban máscaras! Unas máscaras que parecían…
¡de piel humana, con costuras y manchas de sangre seca!
‒Chicos, no deberíais estar en la calle esta noche. Venga. Queremos ver qué
hay bajo esos disfraces que lleváis.
‒Sí ‒dijo el otro‒, queremos ver vuestras auténticas máscaras, las que lleváis
bajo los disfraces. Nos las pondremos nosotros.
Nos vestiremos con vuestra piel.
El pánico de antes no fue comparable con el que sintieron ahora. Echaron a
correr con todas las fuerzas que les quedaban, con el corazón saliéndoseles
por la boca, en dirección a sus casas. El coche de policía hizo sonar la
sirena y arrancó tras ellos. Si seguían en línea recta no tenían ninguna
posibilidad, así que los chicos doblaron a un lado y se metieron a través de
unos setos que delimitaban un jardín, y saltaron la pequeña valla de madera
que había más adelante. El coche de policía los siguió pasando por encima de
los obstáculos, con las luces largas iluminándolos y el atronador sonido de la
sirena que parecía estar cada vez más cerca. Sabían que si los cogían iban a
morir. El pánico sólo les permitía correr, cualquier otro pensamiento que no
fuera la supervivencia desapareció de sus mentes. No paraban de correr en
mitad de aquella niebla infernal, atravesando jardines y vallas por mucho que
las piernas y los pulmones les dolieran y sintieran ya como agujas
clavándoseles. Eran como animales huyendo de sus cazadores, en una persecución
a muerte.
Chang se tropezó y cayó. Los demás se pararon para ayudarlo a levantarse y
seguir corriendo. El coche patrulla estaba apenas a unos metros de ellos, como
deleitándose en la caza. Corrieron, y corrieron, y corrieron, cada vez más
cerca de sus casas, rogando que sus padres les abrieran rápidamente la puerta…
Y entonces llegaron a un espesamiento aún mayor de la niebla, hasta el punto
de que casi parecía humo. Lo atravesaron sin pensar en nada, salvo alcanzar el
refugio de sus casas, y de repente…
Estaban en su barrio. En su barrio de verdad. El que habían abandonado
hacía cosa de hora y media, al atravesar la niebla. Ésta, de repente, había
desaparecido. Allí no había ni rastro de ella. Las calles estaban
perfectamente iluminadas, con las decoraciones de las casas, las calabazas en
jardines y porches, los muñecos de fantasmas y esqueletos y zombis. Y chicos
disfrazados por todas partes, en grupos, hablando y riéndose y llamando a las
puertas y gritando «¿truco o trato?», y llenando sus bolsas con los caramelos
y dulces que los vecinos les daban entre sonrisas. Estaban en casa.
Los niños se pararon a respirar, jadeantes, viéndose de repente a salvo, sin
entender nada. No podían más. Otros grupos de chicos que pasaban a su lado se
volvían a mirarlos, extrañados, como si fueran unos bichos raros. Tardaron
unos minutos en recuperar el aliento, hasta que por fin pudieron hablar. Se
miraron fijamente los unos a los otros, sin creer lo que habían vivido.
‒No entiendo nada… ‒dijo, casi sin voz, Sara.
‒¿Ya ha pasado? ‒preguntó Nico.
‒Eso espero. Es lo único que quiero, que esto haya acabado ‒contestó Chang.
‒Pero… no puede ser que todo haya desaparecido de repente ‒dijo Laura.
Lentamente, entre los muchachos que deambulaban por las calles, se acercó un
coche de la compañía de seguridad de la zona residencial. No sin dudas, los
chicos le hicieron señales para que se detuviera. Tenían que avisar de que
había unos policías locos que iban por allí destruyendo la propiedad de la
gente y persiguiendo a los niños para ponerse su piel. Y tenían que decirles
que echaran un vistazo en casa de la señora Kravinski. El coche llevaba las
lunas tintadas. La ventanilla del conductor bajó, despacio. A los chicos se
les heló la sangre. Dentro estaban los dos policías que los habían perseguido,
con sus máscaras de piel humana.
‒Gracias, chicos, por llevarnos a la salida de la bruma. Llevábamos muchos
años buscándola. Ahora vamos a conocer a vuestras familias. Sólo tenemos una
noche para divertirnos con vosotros.