Beatriz, la protagonista, ha regresado a la consulta del doctor Gerhardt, que acepta seguir instruyéndola en la naturaleza del Onirium. No te pierdas la cuarta entrega de este relato psico-fantástico.
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EL ONIRIUM
Un relato de D. D. Puche
4
‒El Onirium no es un espacio-tiempo homogéneo ‒le decía Gerhardt al día
siguiente, cuando Beatriz regresó a su consulta‒. Espero que me siga; esto es
complicado. No me refiero sólo a que, al contario que el mundo físico, aquél sea
un mundo lleno de perturbaciones y ondulaciones, donde el tiempo y el espacio
son extremadamente flexibles; parecen contraerse y expandirse libremente, y
entre diferentes puntos del mismo hay toda clase de caminos y atajos… Por otro
lado, hay que decir que el espacio-tiempo relativista nos plantea el universo
material en términos parecidos: el espacio y el tiempo se curvan por efecto de
la gravedad de las masas… sólo que en el Onirium no hay masas, claro, hay
almas… y éstas producen un efecto muy distinto… Perdóneme, estoy divagando un
poco.
A Beatriz, tumbada en el diván en la penumbra de la consulta, le estaba
costando seguir aquella sesión. Gerhardt estaba especialmente poco claro aquel
día, como desganado; y lo que le estaba explicando era muy complejo. Parecía
que la hubiera “pasado de curso” tras su regreso, como si ahora ella fuera ya
una iniciada y pudiera entrar con ella en detalles que antes no tocaba.
Estaba esperando a ver si llegaba a algo interesante, menos técnico.
‒Pero es que, además de todo eso, que usted ya ha constatado a través de su propia experiencia, el Onirium no es un único espacio, por así decirlo, sino que se compone de múltiples planos. Verá, para que lo entienda ‒y Beatriz ciertamente necesitaba una ayuda para entenderlo‒, imagíneselo como una lasaña, con distintas capas; sólo hay una lasaña, claro, pero ésta no es homogénea, sino que puede diferenciar en ella los estratos que la componen, ¿verdad? Pues algo así pasa con este mundo. Sé que esto es difícil; se lo explico lo mejor que puedo. A mí me llevó muchos años hacer estos descubrimientos…
‒Pero es que, además de todo eso, que usted ya ha constatado a través de su propia experiencia, el Onirium no es un único espacio, por así decirlo, sino que se compone de múltiples planos. Verá, para que lo entienda ‒y Beatriz ciertamente necesitaba una ayuda para entenderlo‒, imagíneselo como una lasaña, con distintas capas; sólo hay una lasaña, claro, pero ésta no es homogénea, sino que puede diferenciar en ella los estratos que la componen, ¿verdad? Pues algo así pasa con este mundo. Sé que esto es difícil; se lo explico lo mejor que puedo. A mí me llevó muchos años hacer estos descubrimientos…
‒¿Los hizo por sí solo? ‒lo interrumpió Beatriz.
‒Oh, no, claro que no. Nadie puede descubrir un campo de estudio por sí
solo. He tenido compañeros en este camino… ‒pareció recordar con melancolía‒. Y
maestros, por supuesto. A algunos los he conocido en persona y a otros no. En
los libros hay mucho saber acumulado, pero uno tiene que saber leerlos,
descifrarlos, porque las grandes mentes, a lo largo de la historia, nunca han
dicho claramente ciertas cosas. Las han dejado ahí para quien supiera encontrarlas.
Todo tiene una superficie que la gente cree comprender y un fondo al alcance de
muy pocos.
‒¿Y quiénes han sido esos maestros?
‒Oh, sin lugar a dudas, Jung ha sido uno de los más importantes. Un
psicopompo: el guía espiritual que te conduce al otro lado. En él descubrí las
claves para empezar a comprender todo lo demás.
‒Ya…
Tan sólo unas semanas atrás, Beatriz hubiera desconfiado de todo lo que
le contara a partir de ahí, porque siempre había tenido todo eso por pura charlatanería;
pero las vivencias que, en efecto, la habían llevado de vuelta a aquella
consulta, la habían hecho más receptiva.
‒Y no sólo aprendí de él, sino de otros teóricos afines, como Mircea Eliade
o Joseph Campbell, que supieron ver aspectos esenciales de la existencia humana
en narrativas y símbolos en los que otros sólo veían fantasías primitivas o
meros materiales para el análisis literario. Estos autores han tendido los
imprescindibles puentes entre la ciencia y la sabiduría contenida en las distintas
religiones, una vez que se las saca de los envoltorios populares y
supersticiosos que sirven para su transmisión: y ello, tanto en las religiones
monoteístas como en las dhármicas: hinduismo, budismo, taoísmo… Y cómo no, también
me fue revelador el estudio de los grandes sistemas filosóficos de Platón,
Spinoza, Kant… El saber siempre ha estado ahí, a disposición del que quiera
aceptarlo. Y es tan riguroso como cualquier ciencia, una vez que se encuentra
el hilo conductor. Otra cosa muy distinta, por supuesto, es su aplicación a
casos particulares, que requiere de interpretación y buen juicio. Y esto sólo
lo da la experiencia personal.
‒¿Y cómo se aplica todo eso a mi caso particular, doctor?
‒Sí, eso le estaba contando precisamente cuando me interrumpió. Tenga
paciencia ‒le contestó con su acentazo alemán‒. Le decía que hay niveles
distintos de profundidad. Es algo importante, porque usted debe tener cuidado a
la hora de aventurarse en sus viajes por ese mundo. Podría perderse.
‒¿Perderme? ¿Se refiere a… no regresar? ¿No me despierto y ya está?
‒En principio, sí… pero si no se aleja mucho. Ha de tener cuidado.
‒No lo entiendo. Y me está asustando.
‒Verá: como ya le expliqué, el Onirium es el tejido psíquico que forman
las almas de los seres vivos, de todos ellos, aunque predominantemente los
seres humanos, al haber desarrollado la racionalidad y la autoconsciencia. Ese
tejido es lo que llamamos espíritu, es el mismo Espíritu Santo del
cristianismo, aunque su doctrina lo atribuya erróneamente a algo trascendente.
No es así… Bueno, el caso es que el Onirium se organiza de una forma que no sé
si atreverme a llamar metabólica, en función de los niveles de
complejidad de las almas que lo integran. Desde las bacterias y otros
microorganismos, hasta el ser humano, todo forma parte del Onirium. Establecen un
equilibrio. Tengo colegas en este campo que consideran que incluso lo
inorgánico forma parte de él, que hasta lo inerte tiene una especie de alma… Pero
son formas de hilozoísmo con las que yo, particularmente, no me identifico…
De nuevo, Beatriz hizo una mueca escéptica ‒Gerhardt no le veía la cara
desde su ángulo‒, pero se exigió a sí misma paciencia y escuchar el discurso
completo. La otra vez, cuando se fue, el resultado fue nefasto. No podía
aceptar racionalmente nada de lo que aquel hombre le decía, y sin embargo, en
el plano puramente práctico, todas sus descabelladas teorías venían a coincidir
con sus propias experiencias concretas. Experiencias muy desagradables, como
había podido comprobar recientemente.
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‒Así que en el Onirium hay estratos más complejos y otros más sencillos
‒seguía hablando Gerhardt‒. No se confunda con estas denominaciones: los
complejos son los más parecidos a nosotros, los que más familiares nos resultan,
porque recuerdan mucho a nuestro mundo. Pero a medida que entramos en niveles
inferiores, las fuerzas más primarias y brutales se desatan. Energías
incontenibles y absolutamente irracionales pueden arrasar con todo antes de que
uno se dé cuenta de lo que está pasando. Ha de cuidarse de esas fuerzas
primordiales. Tenga esto muy en cuenta, insisto: el Onirium no es el resultado exclusivo
de la actividad psíquica humana; ésta se incorporó al Onirium en cierto momento
evolutivo, nació en él, por así decirlo. Nuestras mentes encuentran en este
limbo su suelo nutricio. Pero el Onirium ya estaba ahí millones de años antes;
es tan antiguo como la vida, o como el universo, como dicen esos colegas que le
he mencionado… Es antiquísimo, está casi todo él inexplorado, aun después de
milenios de viajes psíquicos, y en sus profundidades se esconden terrores
incomprensibles para nosotros. No crea que le hablo de maldad: le hablo
de fuerzas que, simplemente, son totalmente ajenas a la relevancia de la vida
humana; podrían aniquilarla entera y ni se enterarían. Estaban ahí antes de
nosotros y seguirán después.
‒Todo eso es muy interesante, doctor, pero, ¿qué debo hacer para no
perderme? ¿Cómo se traduce eso a mi experiencia personal en los sueños y
visiones?
‒Ah, sí, claro… Discúlpeme si tiendo a teorizar en exceso… ‒dijo, con
una sonrisa casi tímida, mientras se quitaba las gafas y las limpiaba
parsimoniosamente con un pañuelo; sólo entonces prosiguió‒. En sus recorridos
se encontrará en lugares que de una forma más o menos nítida le recordarán su
mundo conocido. Hasta ahora, por ejemplo, se ha movido por un escenario que le
recordaba las calles de una ciudad abigarrada y barroca, una especie de Madrid mágico
mezclado con elementos de otros tiempos y lugares. Todo es extraño, y sin
embargo, responde a una cierta lógica.
‒Sí…
‒Pues bien, a medida que todo empiece a volverse más y más extraño, ha
de incrementar su cautela. Las ciudades existen en el Onirium como en el mundo físico:
son lugares donde se reúnen decenas, cientos de miles, millones de almas; eso
constituye un cierto refugio, una barrera contra las fuerzas de las que le
hablo. Hay mucha energía humana ahí. Pero cuidado con salir de las ciudades:
afuera está en el mar abierto del mundo de los sueños.
‒Entonces, ¿basta con que no salga de la ciudad? No parece un problema…
Hasta ahora no he visto sus confines. No he visto nada que tenga que ver con
salir de la ciudad.
‒Sí, sí… pero tenga cuidado, ya le digo. No siempre tendrá la forma de una
salida por sus confines, no es tan sencillo; ha de tener mil precauciones con
atravesar puertas, umbrales que podrían transportarla a otros sitios antes de
que se diera cuenta. Podría encontrarse en mitad de una inmensidad desconocida
y no sabría volver.
‒¿Puertas? ‒Beatriz se sintió de repente muy inquieta.
‒Sí. No me refiero a cualquier puerta, como la de una habitación. No
tema por eso. Hablo de lugares muy señalados, de grandes puertas de piedra, de arcos
milenarios, de bocas de cuevas… cosas de ese estilo. Suelen reconocerse. Son
especiales; se presiente cuando se las ve. Tienen un magnetismo especial. Y suelen
estar custodiadas. Hay guardianes frente a ellas, aunque sus aspectos también
son variados, y hasta engañosos. Quizá quieran impedir que entre, pero a lo
mejor la animan a hacerlo, o le plantean pruebas o enimas… Tiene que aprender
de su propia experiencia para moverse por ese mundo.
‒Cada vez me inquieta más lo que me está contado, doctor.
‒No debe asustarse. Pero debe tomarse en serio lo que le digo y ponerlo
en práctica. Son cautelas que debe mantener. Todo le irá bien.
‒¿Y cómo debo actuar si me veo en una de esas situaciones?
‒Bueno, yo las evitaría a toda costa. No tiene los conocimientos para enfrentarse
a ellas. Rehúyalas si se le presentan. No emprenda viajes dentro del Onirium;
muévase sólo por su entorno más próximo. Investigue en las zonas que ya conoce.
Y no confíe en las presencias que encuentre allí. No siempre serán de fiar, y
ahora mismo no sabe distinguir a unas de otras.
‒Pero, entonces… ¿corro peligro cuando tengo las visiones? ¿Es que
puede ocurrirme algo?
Gerhardt mantuvo un silencio turbador de unos segundos hasta que
contestó:
‒No, no debe preocuparse. Tan sólo siga mis consejos para no sufrir
consecuencias negativas cuando… salga de los trances.
‒No termina de dejarme tranquila.
‒Oh, no se turbe. Sólo ha de mantener distancias con lo que encuentre.
No se lo crea todo. El Onirium es muy engañoso.
‒Pero alguna vez le ha pasado algo malo a alguien? ¿A alguno de sus
pacientes?
De nuevo, una respuesta vacilante:
‒Eh… He visto resentirse la salud mental de algunas personas. No
pacientes míos, por cierto. En cualquier caso, fue por violar unas cuantas
reglas muy básicas. Las que yo le estoy explicando. Hágame caso y todo irá
bien.
‒¿Está seguro? ¿No me lo dirá sólo para que me tranquilice?
‒No, no. Hágame caso y siéntase segura. Tan sólo… sea precavida. Como
lo es en su día a día habitual, con los desconocidos o cuando está en lugares
extraños. Ya sabe. No tiene por qué temer al resto.
‒Ya. ¿Y por qué me pasa esto a mí? Si los médicos no me han
diagnosticado nada mental...
‒Es que usted no tiene ningún problema mental. Al contrario, lo que
tiene es una lucidez extraordinaria. Por eso ve lo que los demás no pueden ver.
Es muy receptiva, muy sensible a estos estímulos, que en la mayor parte de la
humanidad están aletargados. No fue así en otros tiempos… tiempos de fe… pero
sí en esta modernidad tecnificada, maquinal y escéptica. El Onirium alberga
peligros, como le cuento, pero también grandes secretos y oportunidades. Cosas
importantes para el ser humano… que le pasan desapercibidas, aunque están ahí,
al alcance de su mano. A la gente como usted, en otros tiempos, la hubieran llamado
chamán, o sibila, o bruja…
‒¿Bruja? ¿Me está diciendo que…?
‒Sí… se han usado muchos nombres, la mayoría de ellos con connotaciones
hoy despectivas. Desde los poseídos a los videntes… La parte que conoce de la
historia es básicamente falsa. Yo, personalmente, prefiero hablar de sentientes.
Es más neutro. Me parece más científico, libre de esas connotaciones.
‒Permítame una pregunta: ¿usted también lo es?
‒¿Yo? Bien… curiosa pregunta… Digamos que sí, aunque no me quiero
atribuir capacidades que nunca he poseído… Digamos que he tenido alguna
experiencia navegando por ese mundo… Hace mucho de eso, ya apenas no hago;
parece que he perdido percepción. Diría que fui un sentiente de un nivel
moderado, seguramente menor que el suyo… Ahora ya ni eso.
‒Es que no me parece que sus conocimientos sean sólo teóricos.
Gerhardt rio.
‒No, no, claro que no; algo de práctica he tenido. Por eso sé de lo que
hablo. Pero la teoría es indispensable ‒y su rostro se oscureció al decir esto‒
para no tener problemas allí. Por eso debe usted tener conocimientos sobre lo
que pueda encontrar.
‒Y entretanto, cada vez que tenga un sueño, o una visión, ¿qué debo hacer?
Porque cada día van a más...
‒De momento, tan sólo esperar y observar con mucha atención. No
intervenir. Y contarme todo con detalle. Yo analizaré su significado. Debe
confiar en mí. Apunte todo en sus libretas, como le dije, y tráigamelas para
que las lea. Ese material es de inestimable valor. Lo que se le tenga que
revelar, se le revelará tarde o temprano.
‒¿Hay un propósito en estas visiones? ¿Tengo que descubrir algo?
¿Transmitir algún mensaje?
‒Mmm… Es difícil saberlo. Suele haber algo que el sujeto necesita
saber. Que sea un mensaje que ha de transmitir o no, suele ser lo de menos. No
es lo habitual. Huya de la tentación de creer que puede ser una especie de
profetisa. Eso ya es peligroso de por sí, porque tenderá a sobreinterpretarlo
todo, a sacarlo de contexto, a magnificarlo. Evitemos esto.
‒De acuerdo, doctor.
Beatriz no dejaba de rememorar estas palabras, preocupada, mientras
cenaba con Fran, unas horas más tarde; y en la cama, y al ir juntos a hacer la
compra al otro día. En jornadas sucesivas, mientras Beatriz seguía teniendo
sueños y yendo a la consulta de Gerhardt, Fran notó cierto distanciamiento por
parte de ella. Estaba siempre en otro sitio, lejos de él. Abstraída. Y
no quería contarle lo que le pasaba. Beatriz, en efecto, no quería hacerlo.
Sabía que él no era muy comprensivo con esas cosas; se lo había demostrado
antes. Siempre le quitaba importancia a todo y eso a ella le molestaba mucho.
No pensaba que fuera a entenderla. Así que le había contado que iba a la
consulta de un nuevo terapeuta, sin especificar muy bien el tipo heterodoxo de
terapia de la que se trataba.
Fran esperó. Pero al ver que el talante de su pareja no sólo no
mejoraba, sino que empeoraba, empezó a hacerle cada vez más preguntas, y ella
se sintió incómoda, agobiada. Al ver que se cerraba, Fran sintió que le estaba ocultando
algo importante, algo que tenía derecho a saber, pues afectaba a ambos. Tuvieron
una bronca, una mañana, durante el desayuno, antes de irse a sus respectivos
trabajos. Ella lo había rechazado esa noche en la cama, una vez más, así que Fran
se levantó frustrado y tenso. A la mínima, estalló ‒luego apenas recordaría el
motivo; quizá un gesto, o una palabra de más o de menos‒, y le dijo que ya
estaba bien de secretos, que tenía que contarle lo que le pasaba. Beatriz replicó
que él siempre se desentendía de sus problemas, que llevaba tiempo quejándose, y
que ahora él no tenía derecho a exigirle nada. Y Fran le contestó que eso se lo
estaba inventando y que estaba loca. Eso a Beatriz le sentó muy mal; se levantó
y se fue, dando un portazo, y luego estuvieron toda la tarde y la noche sin
hablarse. Fran no podía entenderla.
Fue esa noche, casualmente ‒o no‒, cuando tuvo un sueño muy novedoso.
Se había ido sola a la cama, bastante pronto, con un lacónico «me voy a la
cama», al que Fran contestó con un no menos frío «vale», y se quedó en el sofá
viendo la tele. Beatriz se durmió rápido y tuvo el sueño. Entraba en el
vestíbulo de un hotel de aspecto modernista, muy del estilo del Nueva York de
los años veinte o treinta; era un salón descomunal ‒un campo de fútbol hubiera
cabido en él‒, lleno de gente que iba mecánicamente de un lado para otro. Beatriz
se dirigió al ascensor, pero había una larguísima cola para cogerlo; así que decidió
subir por las escaleras, a pesar de que el edificio ‒lo había visto desde
fuera‒ era una torre inmensa. No sabía por qué, pero quería llegar a lo alto.
Las escaleras, de caracol, eran de piedra, estrechísimas y umbrosas, y estaban cubiertas
de liquen, como si fueran las de una antigua iglesia. Beatriz subía y subía,
interminablemente, y de vez en cuando se cruzaba con pálidas figuras ‒siempre
descendiendo‒ que la miraban a los ojos con expresión torva, aunque ninguna le dirigía
palabra.
Cuando, por fin, llegó arriba, la angosta escalera dio paso a un amplio
mirador a cielo abierto, rodeado por una columnata de piedra; cada una de las
columnas sostenía la estatua de un santo de la iglesia. En el centro había una
campana gigantesca de bronce, y todo estaba lleno de palomas arrullándose por
doquier. Desde allí veía la ciudad, a sus pies, extendiéndose infinita en todas
direcciones; no se divisaba su final, que se perdía en una inacabable llanura
brumosa y azulada. Observó la alambicada mezcla de estilos arquitectónicos y
los extraños cruces de terrazas y escaleras que componían aquel puzle urbano,
el cual parecía salido de un delirio de Escher. Desde mil chimeneas se elevaban
otras tantas columnas de humo que se iban desdibujando contra un cielo negro e
inhóspito. Había nubes que quedaban por debajo de ella; tan alta estaba la
cumbre del edificio. Y para su sorpresa vio pasar, decenas de metros más abajo,
un descomunal zepelín de varios cuerpos, conectados entre sí por pasarelas y
puentes colgantes. La vista era sin duda increíble.
Y entonces escuchó una voz a su espalda, que le dijo:
‒Hola, Beatriz. Has tardado en llegar hasta aquí. Llevo tiempo esperándote.
Sobresaltada, se dio la vuelta y vio, apoyada contra una de las columnas,
una figura masculina. Era un tipo extraño, alto y delgado, vestido todo de
negro, moreno, con ojos penetrantes y tan pálido como lo eran todos allí.
‒Perdona si te he asustado ‒añadió el desconocido‒. Pero tenemos que
conocernos. Mi nombre es…
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