Continuamos con esta historia que nos introduce en un mundo de sueños que está afectando a la salud mental de Beatriz, la protagonista.
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EL ONIRIUM
Un relato de D. D. Puche
2
Le resultó muy decepcionante la explicación
de Gerhardt. En el metro, de vuelta a casa, iba recordando lo que le había
contado y no pudo evitar sentirse estúpida por haber tirado de esa forma los
noventa euros de la sesión. Un cuento psicodélico acerca de un mundo onírico
habitado por entidades psíquicas independientes, sin embargo, de quienes las
sueñan; eso es lo que su dinero había pagado. Una historia delirante para
embaucar a la típica gente sugestionable por ese rollo new-age, esa
panda de neohippies crédulos dispuestos a tragarse cualquier cosa que
vaya contra la visión científica de la realidad; cualquier cosa, en suma, que los
distraiga del hastío de sus vidas. Pero Beatriz, que por lo demás se
consideraba abierta de mente, también tenía los pies en la tierra, y no era partidaria
de esas teorías paracientíficas. Le gustaba leer un poco sobre esos temas, o
ver documentales en History Channel ‒era uno de esos placeres culpables que se
practican con cierta ironía‒, pero otra cosa muy distinta es pagar una pasta
para que te los cuenten; máxime cuando ella tenía un problema ‒porque, eso lo
tenía muy claro, tenía un problema‒ y te están haciendo perder el tiempo.
En fin… Tendría que haberlo sospechado en cuanto vio los libros de Jung en los
estantes del viejo.
Agarrada a la barra del vagón del metro,
meciéndose en las últimas curvas antes de llegar a su parada, entre la multitud
que regresaba del trabajo o iba a hacer compras, resonaban en su cabeza las
palabras del “doctor” (ese título, ahora, hasta en su fuero interno aparecía
entrecomillado); la descripción de ese supuesto Onirium, que ella había
escuchado con estupefacción.
Era un poco compleja, lo cual, sin duda,
contribuía a hacerla parecer verosímil, pues la envolvía en palabrería
“técnica” que la mayoría de los incautos no comprenderían. Beatriz pudo seguirla
porque siempre se le dio bien la filosofía del instituto, y después había
seguido leyendo algunas cosas, por interés personal. El discurso de Gerhardt sonaba
sugerente al principio; ridículo, minutos después. Era un pastiche de Jung,
Platón, Kant y alguna otra teoría. Según el viejo, «durante el sueño nuestra
conciencia se debilita, y como es ésta la que mantiene atrapado nuestro yo en
los límites del espacio-tiempo (que son las formas puras a través de las cuales
capta los fenómenos), en cuanto esa sujeción se relaja, y con ella, las
relaciones causales (es decir, la continuidad espacial y temporal entre las cosas),
nuestra psique puede acceder a una dimensión de lo real que no es un mero reflejo
del universo físico, sino que es producida por nuestras propias mentes. ¿Me
sigue?». Esa dimensión es lo que Gerhardt llamaba el Onirium. Beatriz, que
empezaba a escamarse entonces, en el diván de la consulta, negaba ahora
suavemente con la cabeza, en el metro.
«Durante la vigilia», le explicaba el viejo, haciendo expresivos gestos con las manos, «vivimos volcados en el universo material, que es real, está ahí, fuera de nosotros. Pero existe otro mundo que es igualmente real, aunque inmaterial, y está regido por otras leyes, que no son físicas, sino psíquicas. Entiéndame: no es que ese mundo esté dentro de nuestras mentes; más bien nuestras mentes están en ese mundo, forman parte de él. No es que yo sueñe con él, sino que me introduzco en él, me conecto con él, como si fuera un internet onírico. ¿Comprende? No es un mundo subjetivo, personal, mío, sino que es emanado por las mentes conectadas de toda la humanidad. Es, por tanto, intersubjetivo; está ahí mientras yo no pienso en él, existe también cuando yo no lo experimento. Es el mundo espiritual, por así decirlo, que produce el inconsciente colectivo humano. Y ese mundo forma una red conectada por relaciones no causales, sino sincrónicas: lo que cada mente hace en él, afecta a las demás al margen de las distancias espaciales y temporales. En el Onirium, los conceptos del espacio y el tiempo no funcionan como estamos acostumbrados. Espero que me esté entendiendo; dígamelo si no. Sé que es complejo. En suma, estamos todos conectados a través de canales psíquicos, formamos una vasta red que une todo lo vivo, aunque sólo los seres conscientes, y especialmente los inteligentes, participan activamente en ella».
Beatriz se bajó en la estación de Antón
Martín y fluyó con la multitud que se dirigía a la salida. Cientos de personas en
la misma dirección, cada cual encerrada en sus pensamientos, cansadas por la
jornada laboral, buscando la luz del exterior. Esperó para coger el ascensor
que llevaba a la superficie, por no tomar la escalera mecánica, que estaba
atestada y la obligaba a dar un rodeo. Cuando al fin salió a la calle, bajo el
cielo azul y rosa del día declinante, respiró el aire cargado de la ciudad y
vio que empezaban a encender las farolas y los rótulos LED de los comercios.
«Los psicólogos y psiquiatras… convencionales»,
le había contado Gerhardt, «no pueden comprender lo que les estoy explicando porque
se empeñan en describir la mente humana como algo individual, una emanación del
cerebro, por así decirlo; como si sus funciones pudieran deducirse de las leyes
del universo material. Ese modelo puede servir, claro está, para entender correctamente
una parte de nuestra vida anímica, la volcada en el mundo físico, el que
captamos a través de los sentidos, mediante relaciones espacio-temporales». Fue
llegado ese punto de la sesión cuando Beatriz empezó a querer largarse de allí
cuanto antes, cuando se dio cuenta definitivamente de que el viejo le estaba
soltando una milonga paracientífica. Pero le resultó muy violento
interrumpirle, y Gerhardt prosiguió. «Sin embargo, nunca permitirá entender el
universo psíquico, el Onirium, como yo lo llamo, en el que habitamos durante el
sueño; y no sólo durante el sueño, pues está también activo, en paralelo, mientras
estamos conscientes, produciendo en nosotros toda clase de efectos: intuimos
presencias, captamos relaciones, etc. No nos damos cuenta de ello, pero todo
eso tiene mucho que ver con el modo en que percibimos el mundo físico y tomamos
decisiones en él. Y el mundo psíquico, además, nos plantea sus propias necesidades
y exigencias, más allá de las materiales. Estas últimas son un medio, nunca un
fin en sí. Somos habitantes de dos mundos, no de uno».
Esquivando a la gente, porque iba
contracorriente, calle Atocha arriba, y con cuidado de los coches al cruzar por
mitad de la calzada ‒el siguiente paso de cebra quedaba a cincuenta metros y luego
hubiera tenido que retroceder‒, Beatriz se encaminó a la tienda por la que
tenía que pasar antes de volver a casa.
«Es importante que entienda esto: ese mundo inconsciente es el reverso de éste, es igual de real, aunque no sea tangible. Lo psíquico es tan real como lo físico, no es sólo un subproducto de éste. Notará que lo que llamo psíquico es lo que las diversas tradiciones han denominado el espíritu. Así es, en efecto. Es cierto que nuestro cerebro es el imprescindible soporte físico de su desarrollo, y tiene, a su vez, un origen biológico, evolutivo; pero nuestra alma no la produce el cerebro, sino que nace en el Onirium, en el mundo inmaterial, que se rige, como le decía, por otras leyes que la imaginación infantil no tiene problema en aceptar; pero, a medida que crecemos, vamos quedando cada vez más atrapados en el mundo de las necesidades materiales, que siempre son más urgentes». Beatriz tamborileaba con los dedos sobre su vientre y miraba al techo sin poder creerse lo que estaba escuchando. Miró el reloj de reojo: quedaban pocos minutos de sesión. Bien. Le daba una vergüenza tremenda levantarse e irse, interrumpiendo a aquel hombre, pero la verdad es que se sentía muy incómoda y quería que aquella charla absurda terminara. «El cerebro permite que el alma tenga una existencia separada», seguía perorando éste, «la retiene en el mundo físico, pero no es su cuna, sino más bien su contenedor, una prisión, como decía Platón. Sé que esto es difícil de asumir, pero usted, dadas las experiencias que ha tenido, intuirá de qué le hablo. El alma, de hecho, puede regresar a este mundo en diferentes vidas, en distintos cuerpos; cuando lo hace, renace en otro cerebro, bajo otra personalidad. Pero nunca dejamos de evocar, de recordar el Onirium, que es nuestro origen espiritual; sin él, apenas seríamos unos primates muy desarrollados. Por eso, aun atrapados en el mundo material, aquél ejerce su influencia sobre nosotros; no dejamos de presentirlo, y lo que ocurre en él produce acontecimientos psíquicos que pueden afectar a la gente, a millones de personas, en el mundo que llamamos normal».
Beatriz recorrió un breve trecho por una
calle paralela a Atocha y entró en el taller de encuadernación donde había
dejado unos días antes un viejo libro, un ejemplar de los años sesenta de las Tragedias
de Sófocles que había pertenecido a su padre ‒quien a su vez lo había comprado
usado en una librería de viejo‒, tan ajado y deslomado ya que necesitaba cambiarle
la cubierta. Había encargado sustituir la carcomida tapa blanda por otra dura, elegante
y sobria, con letras incrustadas; le costó más de lo que valía el libro en
cualquier edición actual, pero ese ejemplar tenía un gran valor sentimental. Cuando
salió del taller, se echó de nuevo al tráfago del anochecer, al fin de vuelta a
casa.
Sabía algo del psicoanálisis en general, y de
Jung en particular, pero aquel discurso le había parecido una soberana
estupidez. Con el fuerte acento alemán de Gerhardt metido en la cabeza, negaba
casi imperceptiblemente con la cabeza mientras recordaba los disparates del
anciano, que daba una imagen tan respetable al principio; la había predispuesto
favorablemente al fingir que comprendía su problema… Sus extraños sueños y las visiones
en pleno día, esas imágenes extrañas y la sensación desasosegante que las
acompañaba… Pero sólo era una forma de venderle sus delirios acerca de un universo
inconsciente por el que ella “navegaba”. Claro, cómo no. Eso de que las mentes de
la humanidad, unidas, generan un mundo onírico en el que pasan cosas reales;
que nuestras mentes están entrelazadas por vínculos psíquicos invisibles… Qué
timo, que vergüenza. Es verdad que le enseñó esos dibujos de cosas que ella había
visto, o muy similares; pero no: tenían que ser evocaciones muy comunes, de gente,
en todo caso, con síntomas similares a los suyos, cosas de la sociedad de la
información, debidas a la exposición excesiva a los mass media, a las
redes sociales, o lo que fuera. No a una “sincronía” entre las mentes. Era
absurdo. El aspecto venerable de Gerhardt, su acento, sus gestos, le daban la coartada
ideal para lo que hacía, o sea, estafar a sus crédulos pacientes. Muy pocos de
ellos regresarían a su consulta, pero seguramente le bastaba con una primera
visita para ganarse los ingresos del mes. Ella, desde luego, no iba a repetir
la experiencia. En cuanto Gerhardt terminó su perorata y quiso hacerle algunas
preguntas adicionales, ella se levantó del diván, cogió su bolso, le dijo que
lo sentía, pero que tenía mucha prisa, le pagó y salió corriendo de allí.
Continuamos con este relato que nos introduce en un mundo de sueños que están afectando a la salud mental de Beatriz, la protagonista.— Tᕼᕮ ᕼᕮᒪᒪSTOᗯᑎ ᑭOST (@FromHellstown) March 11, 2020
El Onirium (parte 2), en https://t.co/Hn5MIhQBk8 pic.twitter.com/P4gAKuZzdG
Mejor no le diría nada a Fran. Se sentiría
ridícula al explicarle que había visitado a uno de esos gurúes de las terapías
místicas, otro charlatán paracientífico. Fran le diría que vaya derroche de
dinero, y luego se pasaría días o semanas tomándole el pelo, y ella no estaba
para eso. Bastante tenía con sus episodios de ausencias, y con esas extrañas
visiones que tenía de una ciudad de noche perpetua, llena de gente tétrica, con
paisajes urbanos y rincones sacados de las más retorcidas fantasías barrocas.
Fran estaba demostrando muy poca sensibilidad con ese tema: tan pronto le sugirió
que fuera al médico como le dijo, después de que viera al primer psicólogo, que
«bueno, pues no tienes nada»; y si por él fuera, hubiera seguido con su rutina
habitual, como si lo suyo fuera una rareza pasajera y no algo que
verdaderamente la preocupaba y que estaba afectando a su vida cotidiana, tanto en
el trabajo como en sus relaciones personales. Pero Fran era de esos que
consideran que únicamente los problemas físicos son problemas de salud de
verdad, mientras que los mentales son cosas imaginarias y que, como
le decía, «ya se te pasará; sólo tienes que descansar». Lo quería mucho, pero se
mostraba incapaz de ponerse en su pellejo y darse cuenta de que aquello era
importante para ella.
No podía negar que, durante una hora, se
había sentido aliviada, escuchada por Gerhardt, que resultaba tan sereno
y tranquilizador, que parecía comprenderla. Bueno, de hecho, la comprendía,
claro que sí: sabía que era alguien con un problema y fingía que él podía
ayudarla. A eso se dedicaba. En fin, no quería pensar más en ello. Llegó a
casa, con el libro abultando en el bolso, sacó las llaves y entró en casa. Olía
bien a comida. Era jueves y le tocaba hacer la cena a Fran, y aunque era pronto
aún, parece que tenía algo en el horno.
‒Ya he llegado ‒dijo desde el recibidor, mientras
se quitaba la chaqueta y la colgaba del perchero.
‒¿Ya estás aquí? ¡Justo a tiempo! ‒escuchó la
voz de Fran, desde la cocina‒. He preparado un aperitivo mientras se hace la
lubina.
Cuando Beatriz se asomó a la cocina, con una
sonrisa cansada, se alegró de verlo. Se acercó a ella con dos copas de vino
blanco en las manos y su sonrisa encantadora. Eso le hizo olvidar el fracaso de
la jornada y, por un rato, sus demás preocupaciones.
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