¿Nunca has tenido la sensación de que todo es irreal, de que no controlas tu vida, de estar como viéndola a través de la televisión?
Estás en ONIRIUM, web literaria dedicada especialmente a la fantasía, el terror y la ci-fi. También es el nombre de la revista digital (ISSN 2659-7551) que publicamos semestralmente. Puedes escribirnos para colaborar en ambas; encontrarás los enlaces más abajo. Del texto, © 2020 D. D. Puche.
Narrativa | Relatos
LO PERTURBADOR
Un relato de D. D. Puche
Carlos Monte, consultor
junior en FCT Asesores Económicos, llevaba varios días inquieto, lo cual
atribuía al estrés del trabajo; cuando alguien le preguntaba al respecto ‒porque lo llevaba nítidamente escrito en el rostro‒, él respondía que no se encontraba muy bien, que
había cogido un virus, o algo de eso, y ciertamente esperaba que el malestar se
le pasara pronto. Pero no sólo no parecía que se le fuera a pasar pronto, sino
que iba a peor. No se concentraba ni rendía en la oficina; y en las charlas a
la hora del café, o tomando unas cañas con amigos, o al hablar por teléfono con
sus padres, o incluso en la cama, junto a Julia, la chica con la que salía, se
mostraba lejano y apagado. No se sentía él mismo. Pero esto le había llevado a
preguntarse si alguna vez se había sentido “él mismo”, y lo cierto es que no lo
tenía muy claro.
En realidad, siempre había experimentado
una especie de extrañeza hacia sí mismo, especialmente hacia sus propias
emociones, como si le resultaran ajenas, sobrevenidas de un modo arbitrario que
no terminaba de comprender, pues nunca parecían responder adecuadamente a su
entorno. Una y otra vez se encontraba haciendo cosas que él no creía que
salieran de sí mismo, que no le encajaban con su “personalidad”. Pero hasta de
tener alguna personalidad estaba dudando ahora. A veces pensaba en sí
mismo como una sombra cuya ausencia nadie advertiría si desapareciera de este
mundo. Como si no tuviera alma.
Aunque estas impresiones
formaban un vago barrunto que lo asaltaba desde hacía tiempo ‒si no desde siempre, de un modo u otro‒, el actual episodio había
comenzado unos días atrás, cuando, en plena medianoche,
sonó el teléfono. Se había dormido
un rato antes en el sofá, viendo la tele, y el sonido
del teléfono a esa hora lo sobresaltó mucho; no podía significar nada bueno,
una llamada a esas horas, e inmediatamente pensó en su padre, que no estaba
bien de salud. El corazón se le aceleró cuando cogió el inalámbrico del soporte
y contestó, con la voz temblándole: ¿diga?
Pero nadie replicó al otro
lado. Sólo escuchó sonido de fondo, como un murmullo en el aire. Eso sí, tampoco
colgaron. Pudiera ser que la línea estuviera mal, pero oyó claramente una
respiración, o más bien un suspiro. Alguien parecía estar escuchándole, sin querer
hablar. Él repitió: ¿diga?, pero no sonó palabra alguna al otro lado. Recuperando
el dominio de sí mismo, se enfadó y dijo, una tercera vez: ¿qué es esto, una
broma a estas horas? ¿Te parece normal molestar tan tarde? Y colgó.
Con el corazón aún
serenándosele, se volvió a sentar en el sofá. El teléfono no registraba el
número que había llamado, y aunque quiso pensar que, en efecto, era una broma,
o quizá una confusión ‒puede que la llamada de un tipo de Lituania, que por
error le había llegado a él‒, se quedó como diez minutos con los ojos muy
abiertos, mirando el teléfono, pensando que sonaría otra vez. Sin embargo, no lo hizo, y al final, se
fue a la cama y se durmió. No volvió a recibir otra llamada intempestiva como
aquélla, pero desde entonces estaba muy nervioso.
Por lo demás, su vida fluía
al ritmo habitual. Carlos era un tipo muy normal. Una vez, una chica con la que
estuvo unos meses, le dijo ‒debió de ser poco antes de dejarlo‒ que era “el hombre
promedio”. No supo cómo tomárselo, pero que eso era el acta de defunción de aquella relación resultaba
evidente. Lo que pasa es que le dio igual. Lo sabía,
pero no hizo nada para salvar la relación, como nunca había hecho nada para
salvar ninguna. Breves escarceos sentimentales de unos meses, y hasta nunca;
en eso consistía su vida amorosa, en la que no se sentía demasiado implicado.
Era como ver episodios de una serie en la tele, con sus giros dramáticos justo antes
de los cortes publicitarios, y sus partes de relleno. Y al final, se acababan,
y a otra cosa. Así iba Carlos por la vida. Era consciente de que no era la
forma más intensa de vivir, pero nunca le importó mucho vivir de una forma intensa.
Sobrellevar cada día ya le parecía suficiente. Para qué complicarse.
Era igual en todo lo demás.
Tampoco se esforzaba demasiado en sus relaciones de amistad, y realmente no
tenía ningún “viejo amigo”, de esos en los que se confía a muerte y que sabes
que siempre van a estar ahí para todo. Había sustituido a los amigos del instituto
por los de la universidad, y a éstos por los de los distintos trabajos que
había tenido después. Como piedras arrojadas en el estanque, algunos producían ondas
largas que tardaban más en extinguirse, mientras que otros producían breves
ondas que enseguida desaparecían. Pero ni con los primeros intimaba de verdad,
no como se hace con los amigos. Eran conocidos, o simplemente compañeros,
con los que se llevaba mejor que con el resto, y que le servían de excusa, igual
que las ocasionales parejas sentimentales o sexuales, para no estar nunca del
todo solo. Así podía ir a tomar copas, o salir un fin de semana de
excursión, hacer un viaje en las vacaciones de verano, o echar un polvo de vez
en cuando. Pero eran compañías prescindibles y sustituibles, como todo en su
vida, como los muebles de Ikea de su piso. Nunca se encariñaba demasiado con
nada; todo se deslizaba a su alrededor. Nada dejaba huella perdurable en él, y
él no la dejaba en nadie. Lo sabía, y le parecía bien.
En la empresa lo consideraban
un trabajador medianamente competente, o sea, del montón; lo suficientemente eficiente
como para no estar el primero en la lista para ser despedido si había recortes,
y lo suficientemente poco diligente como para no aspirar a ningún ascenso.
Había alcanzado el techo de su existencia laboral y personal a los treinta, de
lo cual era perfectamente consciente. No sabía si considerarlo bueno o malo,
pero se encogía de hombros ante ese hecho innegable. Qué más le daba. Tras su
jornada de trabajo ‒que no le importaba alargar una hora si se lo pedía Emilia,
su jefa inmediata, porque no le esperaba nada apasionante fuera de allí‒, volvía en metro a su apartamento en los extrarradios
de Madrid. Lo que sí le esperaba era una cena precocinada, de cuyo perfecto
punto de cocción le avisaba el timbre del microondas mientras él se ponía
cómodo y revisaba el contestador del teléfono fijo. A continuación, se tomaba
la cena en el sofá, frente al que tenía una pequeña mesita auxiliar Lack®
de diseño escandinavo, mientras veía alguna serie en Netflix o HBO. Tras dejar
el plato y los cubiertos en el fregadero, se echaba en el sofá con la manta, y
seguía viendo alguna serie o película hasta quedarse amodorrado, momento en el
cual, tras algún simulacro de sueño, se levantaba y se iba a la cama. Y
entonces sonaba el despertador y empezaba otro día de repetición de lo mismo, sin
mayor trascendencia.
Es mejor no esperar
demasiado de la vida, se decía Carlos.
Así las expectativas defraudadas son menores. Es una cuestión de inversión y
retorno. Carlos lo veía todo como gestor económico.
Debió de ser a las dos
semanas de la intranquilizadora llamada a medianoche cuando le ocurrió el
siguiente “evento” que lo alteraría un poco más. Tras una rutinaria jornada de
trabajo en la que había redactado informes sobre la evolución de las
inversiones en productos derivados afectados por la inestabilidad en Oriente
Medio ‒para lo cual se limitaba a escoger varias fuentes económicas oficiales internacionales, y cruzaba esos datos
objetivos con artículos de opinión tomados de The Economist y del Wall Street
Journal, para confrontar puntos de vista, amalgamándolo todo con una prosa aburrida
de aire científico‒, y tras algunas charlas en la sala de descanso, tomando
café, charlas en las que el fútbol y el culo de Ariana Grande habían servido de
desapasionado tema de relax para él y un par de compañeros, le dijo a Emilia
que se iba, y ante el vale, te veo mañana de ella, se largó, dejando el
ordenador encendido, como siempre.
Suscríbete a esta web
Tenía que comprar un regalo
para el cumpleaños de su sobrino, el hijo de su hermana Esther, que era la
semana siguiente. Odiaba comprar regalos, porque como no se preocupaba por
conocer los gustos de nadie, no sabía qué podía agradarles. Era capaz de
gastarse más dinero del debido sólo por quedar bien, aunque le importara poco
la satisfacción de la persona que lo recibiera; tan sólo quería cumplir con el
rito social y quitarse la obligación de encima cuanto antes. Y además, ¿quién
sabe qué regalarle a un crío de nueve años? El caso es que esa tarde no cogió
el metro en dirección a casa, sino que se acercó al centro a ver unas tiendas.
Finalmente, como ya sabía que haría, porque no tenía ni idea de qué comprar, se
fue a la juguetería de El Corte Inglés y allí compró un videojuego que después
pensó que seguramente no sería adecuado para la edad de Pablo, su sobrino. Bueno,
qué más da, se dijo; ya jugará su padre con él, que es muy de perder el
tiempo con la Play. Y con sutil indiferencia, salió de allí con su compra bellamente
envuelta y embolsada y se olvidó del tema hasta el día del cumpleaños.
Pero al ir a coger el metro
en Sol, algo le recordó su malestar de días pasados, la extraña inquietud que
lo recorría. Fue una tontería, algo a lo que quizá otro no hubiera prestado mayor
atención, pero a Carlos, quizá por el estado de ánimo de los anteriores días,
le resultó significativo. Se sumó a sus nervios en una mixtura creciente
de desasosiego, de vaga sensación de que algo inhóspito lo envolvía. En
el vagón del metro entró un hombre ‒bueno,
él supuso que sería un
hombre‒ con un disfraz de pato gigante, blanco, con el pico y
las patas naranjas. Era uno de esos grandes trajes de felpa que a veces se usan
para hacer publicidad o en parques infantiles y sitios así; pero el tipo que lo
llevaba debía de ser uno de esos sobre los que Carlos había leído, los furries,
que se visten así y se juntan en una extraña subcultura de personas-peluche. El
tipo en cuestión se subió en la siguiente estación, ocupando más espacio del
que debía en un vagón ya lleno a esas horas, y obligando a Carlos a apretarse
contra una de las barras de sujeción verticales si es que no quería rozarse
mucho con la felpa del disfraz, cosa que le pareció poco tentadora, por no
decir desagradable. El hombre-pato se limitó a estar ahí de pie tres estaciones
más, meciéndose con los vaivenes del vagón, con su inexpresiva y estúpida sonrisa
inamovible; quizá dentro del disfraz bostezaba, o lloraba, qué sabía Carlos,
pero su aspecto era de una irreal e inanimada felicidad que le resultó molesta,
repugnante, de hecho. ¿Por qué alguien se disfrazará así por propio gusto?,
se decía, evitando el contacto con el furry, e imaginándose que iría a alguna
clase de bar de gente disfrazada de peluches, que empezarían a agitarse con la
música como personajes de dibujos animados, en un crescendo lujurioso,
hasta que se abrirían una pequeña trampilla en el disfraz, a la altura de la
entrepierna, y empezarían a follar todos con todos en una orgía inaudita cuya
retransmisión en streaming a través de una web porno podría arruinar retroactivamente
la infancia de la persona mentalmente más equilibrada.
Sintió alivio cuando el pato
gigante se bajó en la siguiente estación y tuvo más espacio para respirar. Se
estaba mejor sin esa presencia turbadora. Pero entonces es cuando
ocurrió lo “significativo”. Lo anterior sólo había sido el preámbulo que
preparó la escena que recordaría los días y semanas, incluso los meses siguientes,
como una extraña inflexión de su vida. Allí a su lado, sentado, se encontraba un
viejo de aspecto bonachón, sonriente, que había estado mirando con curiosa
atención al peluche viviente y lo siguió con la mirada cuando se bajó del
vagón. Entonces volvió su atenta mirada hacia él, y como quiera que no dejaba
de mirarlo, de una forma que le resultó incómoda, Carlos esbozó una breve
sonrisa amable, para no parecer maleducado con una persona mayor, antes de
girarse sutilmente en otra dirección. Pero el viejo no desaprovechó el pie que
le dio, y entabló conversación:
‒Qué cosas se ven hoy en día en el metro, ¿eh?
‒Eh… sí, hay de todo.
‒Antes, desde luego, no había cosas así, je, je… Cómo
ha cambiado el mundo, me cago en la leche.
‒Supongo.
Carlos no quería resultar
cortante, pero tampoco quería, bajo ningún concepto, alimentar esa conversación.
Aunque al viejo le daba igual.
‒La vida ya no es como antes. Ahora se puede hacer
cualquier cosa, no como en mis tiempos mozos. Antes la gente no salía así a la
calle, que les podía caer una multa, o incluso una tunda. Pero en estos tiempos
da todo igual, cada cual vive como quiere. Bah, está bien, eso. Qué coño.
Carlos se limitó a asentir,
mirando al viejo sólo de soslayo.
‒Es curioso, porque antes la gente se disfrazaba sólo
en ocasiones especiales; en fiestas o bailes o cosas así. El resto del tiempo
iban normales. Se vestían para salir a la calle, y en casa estaban en pijama, o
en pelota picada, lo que fuera. Pero hoy en día parece que la gente se vista de
verdad sólo para las fiestas, para salir por ahí, pero esté disfrazada el resto
del tiempo. Incluso en casa. Todo el mundo está disfrazado todo el rato. Lo
normal es estar disfrazado.
Si te está gustando este relato, pásate por
nuestra librería para encontrar más cosas interesantes
nuestra librería para encontrar más cosas interesantes
Carlos frunció el ceño y
asintió. No era una tontería, lo que decía el viejo.
‒En realidad, todos vamos disfrazados ‒prosiguió el
hombre‒. La vida es como un baile de máscaras. Y los que creen que no llevan una, son los que
más la llevan. Ésos no se conocen a sí mismos. El
de antes, el del disfraz de pato, seguro que se entiende mejor a sí mismo que cualquiera
de nosotros. Por eso lleva el disfraz por fuera, y no por dentro.
Después de aquella conclusión
lapidaria, el viejo calló, aunque mantuvo su expresión afable y sonriente
mientras miraba a Carlos, como esperando su aprobación. A Carlos, en un principio,
el viejo le pareció un pesado y un pedante, seguramente algún profesor retirado
que iba dando el coñazo por ahí a quien estuviera dispuesto a escucharlo; y
desde luego, nunca pensó que sus palabras fueran a resultar importantes para
él. Pero, cuando se bajó en Puerta del Sur para hacer el trasbordo que lo
llevaría a casa, seguían resonando en su cabeza, cada vez más altas y claras, como
si se tratara de un oráculo críptico y algo siniestro, pero extremadamente
valioso, que le era vital descifrar. Y siguió pensando en lo del disfraz, en
que todos llevamos uno ante nosotros mismos, en el siguiente tren que
cogió, rodeado de gente que volvía a casa cansada y miraba las pantallas de los
móviles, y hasta se hacían estúpidos selfies y los enviaban a alguien o
los subían a las redes sociales; y siguió dándole vueltas al asunto en el camino
a pie de unos diez minutos que había hasta su edificio, y todavía estaba en
ello mientras calentaba la cena y se ponía cómodo ‒pantalón de chándal, camiseta vieja, zapatillas de paño‒ y meaba. Al mirarse en el espejo del baño, cuando se lavó las manos, se vio con la camiseta
blanca con una cara de Spiderman, desdibujada por los años, y no pudo evitar pensar
si se había quitado el traje de salir a la calle, la imagen que proyectaba en
el trabajo, ante los demás ‒americana sport
y camisa, sin corbata, zapatos no muy caros, pero tampoco baratos‒, o si en realidad se había puesto otro traje, el de estar solo, el de decirse a
sí mismo éste eres tú, o quieres serlo, aunque el resto del tiempo seas esa
otra persona; así es como debes disfrazarte para sentirte tú mismo, Carlos,
porque si no, serías el Sr. Monte, el licenciado en Administración de Empresas,
y tendrías que verte a ti mismo de otra forma, con una seriedad que no quieres mantener
en casa, a solas contigo mismo, viendo series en Netflix o porno en internet y
sin haber madurado nunca del todo.
De hecho, ver una serie es lo
que hizo tras la rápida y frugal cena, una vez que dejó el plato y los
cubiertos en el fregadero para lavarlos a la mañana siguiente. Se tumbó en el
sofá, tapado con su manta a cuadros, e intentó seguir el argumento de un drama
policíaco; y no era precisamente The Wire, pero se perdía una y otra vez
porque no dejaba de pensar en lo que había dicho el viejo. Le parecía estúpido
no poder sacarse de la cabeza unas palabras surgidas de un encuentro casual en
el transporte público; quería olvidarse del tema y hacer lo de cada noche, pero
estaba descentrado y tenía el pulso ligeramente alto. En un momento dado, se
dio cuenta de que ni siquiera estaba mirando el televisor, sino el teléfono fijo,
con un vago pero innegable temor de que sonara y que, tras descolgar, al otro
lado estuviera el viejo y le preguntara si estaba disfrazado en ese instante.
Esa noche la pasó mal. Estuvo
casi todo el tiempo en el sofá, atrapado en pensamientos sin sentido, como
hilos de araña que se le quedaran pegados en el lado interior del cráneo y que lo
atraparan con más fuerza cuanto más intentaba desprenderse de ellos y pensar en
otra cosa. Se sentía un poco febril, incluso, y empezó a pensar que tal vez
había estado incubando algo y que unas décimas de fiebre lo estaban haciendo
delirar un poco; debe de ser eso, lo que me pasa. Estoy enfermo.
Como pasaban las horas y no
se dormía, aunque se había ido a la cama e incluso se levantó a eso de las
cuatro para tomar un vaso de leche caliente, empezó a ponerse nervioso. No
soportaba estar una noche entera sin dormir, no le había gustado ni cuando era
más joven y salía frecuentemente de noche; al día siguiente estaba destrozado y
apenas podía abrir los ojos. Y en esta ocasión, lo que le esperaba a la mañana
siguiente era el trabajo, así que la posibilidad de una noche totalmente insomne
lo turbaba considerablemente. Al final tuvo que ceder al remedio de emergencia
que no quería usar, y se tomó unos tranquilizantes que guardaba en el armarito
del baño desde hacía tiempo; de hecho, llevaban caducados seis meses, pero aun
así se tomó una pastilla porque era mejor que nada, y algo le haría.
No se había desecho de esas
pastillas que le recetó el médico un par de años atrás, cuando tuvo una mala
racha. Estuvo muy decaído, emocionalmente bajo, y le costaba rendir, así que el
médico de cabecera, tras hablar con él dos minutos, le dijo que era un comienzo
de depresión, ansiedad depresiva, y que se tomara esas pastillas unas
semanas y se sentiría mejor. Las tomó año y pico, hasta que un buen día se dio
cuenta de que ya no las estaba tomando y que no le hacían falta. Sólo ha
sido eso, un bache. Está superado. No ha debido de ser nada importante. Son cosas
que pasan; de hecho, cada vez a más gente. Es la vida actual, que te machaca. Pero
en la cabeza no tengo nada, porque he podido dejar los tranquilizantes. Si
hubiera sido algo relevante, algo como para tener que contárselo a la familia o
a Susana ‒la pareja que tenía por entonces‒, el médico del ambulatorio me hubiera enviado a un
psicólogo, pero no lo hizo; me atendió allí mismo y remedió mi problema con
unas simples pastillas. ¿Quién no las toma hoy? Así que conservó el blíster que le quedaba, por si
alguna noche, de esas de no pegar ojo, le volvían a hacer falta; en realidad,
casi nunca había vuelto a recurrir a ellas, salvo tres o cuatro noches muy
malas.
Al final se durmió, pero no
debieron de ser más de dos horas, y además tuvo un brevísimo sueño ‒interrumpido por el sonido del despertador‒ que lo dejó en un estado de desazón aún mayor; no
consiguió recordar en qué consistía, pero estaba convencido de que era algo
inquietante, un aviso que su mente le daba acerca de un grave desequilibrio en
su vida, o algo por el estilo, por supuesto extraído de vagos y superficiales
conocimientos de divulgación psicoanalítica. Se afeitó, se duchó y desayunó
algo rápido, fregó todo lo que había en la pila, como era su costumbre, antes de
salir de casa por la mañana ‒para lo cual se
levantaba con tiempo de sobra‒, y se fue al
trabajo. Estaba cansadísimo y le dolía la cabeza; sabía que iba
a pasar una mañana horrible y no iba a rendir en el trabajo, y ya se
sentía incómodo antes de llegar, en
previsión de tal jornada desperdiciada. Aunque había tomado uno en casa, por el
camino se detuvo en una cafetería para pedir otro latte macchiato para
llevar, y se lo fue bebiendo en el metro. En cierto momento pensó si no sería
mejor llamar a la oficina y decir que estaba enfermo, pero sabía que se
arrepentiría si lo hacía; no le gustaba excusarse. Además, ya llevo cuatro
estaciones recorridas. Sería absurdo regresar. Ya que estoy, sigo. Eso, y
que no quería quedarse solo en casa. Tenía un tenue y extraño miedo.
Unos días después, ya
repuesto, o eso quería creer, se fue de fin de semana con Julia. Lo habían
hablado desde hacía semanas, y esperaban a que hiciera mejor tiempo, así que
con los primeros días cálidos de marzo hicieron una reserva en un hostalito de
la sierra norte de Madrid, lindando con Segovia. Era un sitio muy mono que Julia
había encontrado en internet, no muy caro, y por las fotos parecía pequeño pero
muy acogedor. Uno de esos sitios viejos, de construcción sólida y aspecto
rústico, redecorados totalmente por dentro con mobiliario deliberadamente vintage
y colores pastel, que sirven para que una pareja comparta la ficción de que ha
estado “en el campo” o “en la montaña”, aunque ciertamente no ha estado ni en
uno ni en otra, sino en un pueblecito con bastantes comodidades desde el que se
ven montes circundantes y se puede pasear, ver unas cuantas vacas, y luego
meterse una buena comilona de vuelta en la villa, que tiene tres o cuatro
buenos restaurantes para turistas de la capital.
Al principio todo fue bien.
Se sentía relajado, con energía, y le apetecía pasear por las faldas del monte,
ver el verde, respirar aire puro; y le apetecía compartir todo eso con Julia,
con la que estaba muy a gusto, porque era una mujer inteligente, buena conversadora,
y además se mostraba muy indulgente con sus defectos. No parecía emocionalmente
dependiente y le gustaba disponer de su propio espacio, lo cual le
proporcionaba ese mismo espacio a Carlos, así que todo era perfecto. Ni
siquiera tenían que hablar mucho para entenderse, porque en general llegaban fácilmente
a acuerdos tácitos acerca de las pequeñeces que hubiera que decidir ‒dónde pasar las vacaciones, cuándo ceder en una discusión,
el reparto del tiempo entre los amigos de él y de
ella, etc.‒. Por lo demás, Julia
solía llevar el peso de la charla y demostraba mayor iniciativa
a la hora de hacer propuestas y planificar cosas, lo cual a él le parecía
fantástico, porque lo liberaba de esas obligaciones.
Una visión de conjunto de la tercera trilogía de Star Wars (no apta para los más fanáticos). Dosier con análisis y crítica, descargable en PDF. https://t.co/hNujBAs57d #StarWars #RiseOfSkwalker #ElAscensoDeSkywalker #Crítica pic.twitter.com/MXTHEwBZNU— Tᕼᕮ ᕼᕮᒪᒪSTOᗯᑎ ᑭOST (@FromHellstown) December 23, 2019
Llegaron el viernes a última hora de la tarde, dejaron las bolsas en la habitación ‒efectivamente, muy mona, según el dictamen de Julia‒, y se fueron inmediatamente a echar un vistazo a los alrededores, porque no tardaría mucho en anochecer y se perderían del todo el primer día de alojamiento. Así que caminaron calle arriba por el empedrado, alejándose de las viejas casonas de piedra y pizarra, atravesando una placita con una vetusta fuente y un pequeño campanario del siglo XVIII parcialmente desmochado, y emprendieron el ascenso bajo las ramas de los olmos que bordeaban el camino monte arriba, en su primer tramo. Entre los troncos de los árboles veían, a su derecha, la ladera descendente, verde y fresca, esponjosa, tiñéndose de un verde grisáceo por el declinar de la luz diurna. Carlos, cogido de la mano de Julia, que retomó la conversación que traían en el coche ‒el resumen de su día y de los incidentes con su hermana, que era un desastre con los tíos y ya se había encoñado de otro que era un pájaro‒, se sintió bien por primera vez en semanas. Acarició esa forma de felicidad que consiste, básicamente, en no tener ninguna preocupación, en olvidarse momentáneamente de todo malestar, en centrarse en el momento, sin pasado y sin futuro; pura percepción del entorno, libre de dolores físicos o mentales. Estaba bien con Julia, le daba equilibrio. Quizá tendría que dar el siguiente paso con ella.
El paseo fue bello y la
charla, que Carlos recordaría después en sus más nimios detalles, muy reconfortante;
de vuelta en el pueblo, caída ya la noche, se tomaron unas cañas en el primer
bar que encontraron, una taberna de estilo castellano bastante menos antigua de
lo que quería aparentar la decoración con aperos de labranza, tinajas de barro
y mobiliario reciclado y repintado. Allí siguieron hablando animadamente de
cosas triviales, pero importantes, de menudencias del día a día, nada grande
como en las buenas historias, en las que hay un obstáculo que la pareja debe superar
épicamente para estar junta; no, sencillamente la pequeña grandeza de lo
cotidiano, el hecho de que dos personas puedan llegar a estar de acuerdo acerca
de muchas tonterías sobre las que la gente normalmente no lo está. Carlos vio
hasta qué punto Julia lo comprendía, llegaba hasta el fondo de él y lo
aceptaba. Lo quería tal cual era, con todas sus manías y particularidades. Y él…
la quería a ella. Se daba cuenta del grado de implicación sentimental que
estaba alcanzando, de que su vida empezaba a tener sentido sólo con ella, que
era como el bálsamo que calmaba todas sus heridas; el ancla que lo mantenía
unido a una existencia normal, no una en la que protagonizar el Gran Romance,
pero sí una en la que hallar las pequeñas satisfacciones en las que al fin y al
cabo consiste la vida. Una forma de mantener el balance en términos positivos,
se decía él, usando su jerga profesional. Porque, sin lugar a dudas, estaba
psicológicamente en números rojos.
La cena, en el mejor
restaurante del pueblecito ‒o eso les
dijeron en el hostal, aunque luego descubrieron que era de los mismos dueños‒, sólo vino a confirmar la impresión que crecía dentro de Carlos.
Y él veía en los ojos de ella, claro como el día, que ella lo sabía, que habían
alcanzado ese punto de compenetración en el que uno sabe lo que siente el otro,
sin tener que decirlo, porque ya entiende cada pequeño gesto, cada reacción,
cada silencio. El vino sirvió de acicate adicional a las palabras y las miradas
y los roces de manos en la mesa, y luego, de camino a la habitación para echar
un polvo, Carlos pensó que esa relación sólo tenía sentido si se comprometía en
serio con Julia y avanzaban a la siguiente fase.
Por eso, unos días después la
dejó. Quedó con ella en una cafetería de Hortaleza, cerca de donde ella
trabajaba, y le dijo que no quería seguir viéndola, que la relación le
resultaba muy absorbente y le restaba energías del trabajo, y que, en fin, que
no se centraba; y que ella era una tía estupenda, pero no lo que él necesitaba
en ese momento. Julia no comprendió nada y le pidió explicaciones de qué iba
mal, porque no lo había visto venir; no era ésa la percepción que tenía de cómo
estaban, de dónde estaban, y se quedó ciertamente hecha polvo. Carlos no
quería hacerla sufrir, pero tenía que escapar: ella lo había calado, había
llegado demasiado profundamente a su interior, y eso lo aterraba. No podía
dejar que nadie supiera tanto de él, que nadie tuviera tanta influencia sobre
él. Tenía que sentirse libre, suelto, así que cortó amarras. Una vez más. Era
la historia de siempre. Él no había nacido para estar acompañado. Julia pasó de
la estupefacción y el abatimiento inicial a la rabia nacida del sinsentido, y
lo mandó a tomar por culo y le dijo que era un gilipollas y un niño. Y él, tras
dejar cinco euros sobre la mesa, se levantó y se fue murmurando un apenas audible
adiós, sabiendo que ella tenía razón.
No lo llevó bien los siguientes
días; de hecho, en todo momento estuvo comiéndose la cabeza y pensando si no
había cometido un gran error, y hasta sopesó la posibilidad de llamar a Julia e
intentar deshacer lo hecho. Pero sabía que ese paso no tenía ya vuelta atrás, y
en cualquier caso los posibles beneficios tampoco le compensaban el hacer algo
que hubiera resultado tan humillante. Estaría mal unas semanas, pero poco a
poco la imagen de Julia ‒su rostro, su voz, su olor‒ se desdibujaría en su
memoria y se perdería como tantos otros recuerdos
de tantas personas que había dejado atrás. Su vida era un pasar; no se aferraba
a nada ni a nadie.
Un día, en la oficina, hizo
una pausa en la revisión de unos informes para acercarse a la máquina del café.
Estaba en una pequeña habitación habilitada como sala de descanso, con un par
de sillones, una mesita con revistas y prensa, la cafetera y una neverita en la
que algunos compañeros metían cada mañana un túper etiquetado con sus nombres. Él
no, porque prefería bajar a comer al bar ‒ya
cenaba precocinados cada noche‒; había un par de compañeros, de
distintos departamentos, con los que solía almorzar
y hacer una breve sobremesa, y a veces se iban a tomar unas cañas a la salida del trabajo. El caso es que ese día, a
media mañana, estaban congregados en la sala común dos secretarias ‒a las que Carlos no conseguía distinguir físicamente;
tal era el gusto con el que el director de Recursos Humanos las contrataba‒, uno de Nóminas y la subdirectora de Contabilidad, una
cincuentona que en alguna cena de empresa le había entrado, borracha, aunque no
había llegado a pasar nada.
‒¿Qué pasa, Carlos? ¿Cómo lo llevas? ‒le preguntó ésta, que
se llamaba Carmen, mientras él se servía un café con leche y cogía un cruasán
del cesto, uno de esos embolsados.
‒Bien, bien. ¿Y tú?
‒No me quejo. No paro, ya sabes. ¿Qué tal te va con esa
chica con la que salías? Julia, ¿no? Es muy mona.
Carmen y Julia habrían
coincidido en alguna ocasión, al salir de cañas con compañeros del trabajo;
aunque no conseguía recordar cuándo, ni siquiera que Carmen hubiera salido
alguna vez con ellos.
‒Nos va bien ‒contestó lacónicamente.
‒Me alegro, hacéis muy buena pareja.
Carlos esbozó una sonrisa de circunstancias. El de Nóminas, Manolo,
le puso una mano en la espalda y dijo:
‒Joder, chavalote, es verdad, es que no coincidimos
nunca. ¿Dónde te metes?
‒Pues estoy donde siempre, Manolo, no me muevo de la mesa.
Siete horas al día, cinco días a la mañana. Horas extras aparte, claro.
‒Coño, pues será que estoy siempre hasta arriba. A ver
cuándo encontramos un rato para comer y nos ponemos al día, tío.
‒Sí, habrá que buscar un hueco…
‒Y ahora que te veo, estábamos aquí hablando… ¿Cómo te
va el nuevo interfaz de la web? ¿No te parece una puta mierda?
‒No me he acostumbrado todavía, la verdad; hay cosas
que no encuentro. Pero supongo que habrá que echarle días.
‒A mí es que me parece una puta mierda, qué quieres que
te diga.
‒Pues tú no te quedas al curso de formación, que lo da
un tío de la empresa proveedora que vamos… telita fina, el colega ‒dijo la secretaría nº. 1‒. Se explica
peor que si estuviera en coma.
‒Caprichos de los jefes, que tienen que cambiarlo todo
para poder presumir de que lo han cambiado todo ‒contestó Manolo.
‒La verdad es que cada vez que tocan algo nos hacen
perder varias semanas de trabajo ‒dijo
Carlos‒. Y luego hay que recuperarlo, porque si no, el timing
se va a la mierda.
Los demás estuvieron de acuerdo.
Del mismo autor...
Haz clic en el banner para más información
‒Oye… ‒dijo Carmen,
hablando de repente más bajo, en tono confidencial, y entornando suavemente la
puerta de la salita, a la vez que echaba un vistazo fuera‒, ¿a ti qué te parece lo de Juanma?
Su cara debió de ser de evidente
perplejidad. Todos lo miraron, y la secretaría nº. 2 sonrió y añadió: ya te
lo dije, Carmen.
‒Pero… ¿El qué? ‒contestó Carlos, haciendo un gesto interrogativo con los
hombros, pues tenía las manos ocupadas con la
taza de café y el cruasán.
‒¿No te has enterado? ¿En serio?
‒Que no lo sabe casi nadie, te lo estoy diciendo ‒se reafirmó la secretaria‒. Eh, y no lo vayas a cascar ahora, ¿vale?
‒¿Qué no tengo que cascar?
‒Mira ‒prosiguió Carmen‒, tú sabes que Juanma está
casado desde hace veinte años y que tiene una hija de diecinueve,
¿no?
Carlos, a decir verdad, no lo
sabía. Le sonaba que estaba casado, pero ya está. El resto de datos los desconocía.
No es que el tema le interesaba mucho; nunca había hablado con Juanma, un
asesor senior, de nada que no fuera el trabajo. Sin embargo, asintió.
‒Pues las ha dejado y se ha ido con una de veintiún años
‒prosiguió Carmen‒.
¡Veintiuno! Dos más que su hija... Abandona a la familia, el tío cerdo, para
irse con una de la edad de su niña, que está ahora en primero de carrera. Y a
Mónica, la mujer, que la zurzan. ¿Cómo te has quedado?
A Carlos le daba exactamente
igual lo que Juanma hiciera con su vida. No se consideraba moralmente capacitado
para juzgarlo. A saber cómo era su día a día, su convivencia con su mujer;
quién podía atreverse a cuestionar una decisión tan personal, que tendría que haber
meditado tanto, y que, sin duda, había tomado sabiendo que tendría un gran
costo personal para él. En términos económicos, que es como Carlos entendía la
vida, la inversión que estaba haciendo Juanma era tremenda, y se arriesgaba a
perderlo todo. El más que probable escandalo podría afectarle incluso laboralmente.
Además, si Juanma, quien por otro lado era un tío que le importaba tres
cojones, había decidido romper lazos con el pasado y empezar de nuevo con una
jovencita, a él le parecía cojonudo. Ole sus narices. Se hartaría a follar y
luego la chica, evidentemente, lo dejaría, porque eso no tenía ninguna oportunidad
de salir bien, y Juanma estaba quemando su último cartucho. Después, ni su hija
le hablaría. Pero adelante, si es lo que él quería. Carlos no iba a juzgar a
alguien por soltar lastre. Toda su vida había consistido en soltarlo.
‒Qué cabrón… ‒contestó.
Más tarde, de vuelta en su mesa,
pasando hojas de cálculo sin poder concentrarse, reflexionó sobre su respuesta.
El asunto de Juanma, al que vio poco antes saliendo del despacho de Emilia más
enérgico de lo que lo recordaba, de hecho rejuvenecido, le había traído a la
cabeza su ruptura unilateral con Julia, o sea, lo de deshacerse de compromisos
para poder seguir adelante; pero, ¿qué significaba “adelante”? ¿Hacia dónde? ¿Qué
es eso que nos espera, qué meta, si dejamos en el camino a todos los demás? Los
otros hacen imposible ser libre; con ellos sólo hay compromisos, dependencia, no
poder ser el que quieres ser. Pero, ¿en qué consiste realmente esa libertad en
la que ellos no toman parte? No es que Carlos se dijera que esa libertad hay
que compartirla con alguien para que merezca la pena; es más bien que
preguntaba si se puede ser libre si no hay nadie alrededor para demostrárselo. ¿Puedo
ser libre, sentirme libre, si sólo yo sé que lo soy? Tal vez su forma solitaria
de entender la libertad era únicamente una ilusión de libertad, un trágico error.
Algo puramente narcisista. Pero la vida a la que la mayoría de la gente
aspira sólo es una forma de masturbación.
Ordenaba carpetas y archivos
en el ordenador mecánicamente, moviendo el ratón con soltura sin pensar muy
bien lo que hacía, con los automatismos del oficinista avezado para el que el
flujo de trabajo se realiza de forma apenas consciente. Su mente estaba
solapando en ese momento, como diapositivas de PowerPoint de una presentación
que tuviera que hacer ante unos clientes, imágenes de la charla en la sala de
descanso con sus vivencias recientes. Recordaba especialmente al viejo, ese
viejo pesado del metro, hablando de disfraces, y máscaras, y… Carlos ya no
distinguía lo que el viejo había dicho de lo que él había aportado después a
esa escena, al reflexionar sobre lo que aquél decía. Su recuerdo estaba
corrupto, y hasta dudaba ya de si el tipo disfrazado, el peluche gigante, era
un pato o una ardilla… La memoria bien podría crear nuestros recuerdos,
en vez de rescatarlos del pasado, y así, nunca sabríamos qué es lo que ocurrió
en verdad, sino que lo inventaríamos, y hasta podríamos cambiar lo que
hemos recordado cada vez, así que podría ser una cosa distinta en cada una de
ellas. Pero, si nuestra identidad se nutre de nuestros recuerdos, y éstos no
son de fiar, ¿quiénes somos?
Carlos retomaba una y otra
vez a estas cuestiones, editando en su cabeza las escenas que componían el
montaje de su vida. ¿De qué habló con Julia cuando pasearon por el monte aquella
tarde de viernes? Recordaba la belleza del paraje, lo gratificante que era la
compañía de Julia, sus bonitos ojos, entre verdes y grises, tan expresivos.
Ella habló casi todo el tiempo; Carlos organizaba recuerdos en su cabeza como estaba
organizando, a la vez, carpetas en el escritorio del ordenador, unas dentro de
otras, apilándolas y nombrándolas con sentido para poder recuperar después la
información. Julia… Ese atardecer, y luego en la cena, le habló de las
adquisiciones de su tienda de ropa, de la nueva marca con la que estaban
trabajando, que tenía un catálogo fantástico que se había vendido de maravilla
en Hong Kong y se iba a vender estupendamente en Madrid. Y en todo el país, por
internet. Recordaba que mientras ella le decía eso, él pensaba en cómo se
estaban complicando las inversiones en Hong Kong, con tantas manifestaciones y con
los universitarios en pie de guerra, ocupando infraestructuras. Y Julia,
cogiéndole la mano, con una copa de vino en la otra, en la mesa del restaurante
‒madera y piedra, manteles a cuadros, cacharros de
barro y de cobre en las paredes, una cabeza de jabalí; evocación artificiosa
del viejo mundo rural, que en realidad nunca había
sido así‒, le hablaba de planes de futuro, de adquisiciones y
consolidación y estabilidad, y él entendía que esos planes no
eran sólo profesionales, sino que ella le hablaba de planes entre nosotros,
que estaba insinuando lo de una vida en común, matrimonio y 1,3 hijos, seguro
médico y dental, buscar colegios, sólo dos borracheras al año y con autorización
conyugal previa.
Julia… una mujer excelente
en todos los sentidos... Buena persona, lista, con iniciativa y de palabra
fácil, pero no cansina. Y qué buena era en la cama... El Juanma sí que tiene
que estar pasándoselo bien en la cama. Así está de rejuvenecido, el tío, que
parece diez años más joven. Está succionando las energías de esa chica de la
edad de su hija. Hace bien. Hay que hacer todo aquello que nos dé fuerzas, ése
es el único criterio. Quien quiera, que lo llame felicidad, que es una forma
cursi y falsa de decirlo. La fuerza para levantarnos y vivir cada día, eso es
lo que cuenta. Y a Juanma le están cargando las baterías a base de bien.
Qué cabrón, fue lo único
que me salió cuando la cotorra de Carmen me contó lo de su aventura sentimental.
Pero no era lo que pensaba, pensaba ole tus huevos, Juanma, aunque era lo que
tenía que decir. ¿Y los demás qué?
¿No estarían haciendo lo mismo? Seguramente… No es que no hagamos o digamos lo
que pensamos, sino que no lo sabemos. Es la gente la que viene a decírnoslo.
Estamos programados por el colectivo, somos espejos en los que éste se refleja.
Yo sólo soy el reflejo de los que me rodean, y por eso cambio con ellos. Nunca
soy “yo”, eso no tiene mucho sentido. No habría “yo” si no existieran los
demás, si estuviera solo en el mundo. Sería un espejo vacío, mudo, sin nada que
reflejar; si Robinson Crusoe hubiera nacido en aquella isla solitaria, no sería
nadie, no sería nada. “Yo” no existe; yo no existo. No es que nos disfracemos
cuando nos quedamos a solas con nosotros mismos, como decía el viejo del metro (¿existió ese viejo, o me lo he inventado? Sí, fue real, aquello pasó; y seguramente fue él quien llamó por teléfono aquella
noche, tan tarde). No, no hay disfraz que valga. Un disfraz esconde a quien se
lo pone, le permite fingir que es otro. Pero es que no hay nada que esconder,
porque sólo somos el reflejo de otros. Aunque no de todos: eso es lo que
permite que nos creamos alguien, nosotros mismos, el saber que no somos como cualquier
otro que tengamos delante. No, somos el reflejo de los que por algún motivo han
sido influyentes en nuestra vida. Nos pasamos la vida devolviendo ese reflejo
que una vez capturamos, todos esos reflejos que combinamos en una sola imagen, la
nuestra, como el matraz donde sintetizamos distintos reactivos en una mezcla
única. Pero no hay nada aparte de esa mezcla, no hay nada antes de ella, no hay
algo “auténtico” que ocultar a los demás, o a uno mismo.
Las semanas siguientes pasaron
sin grandes sobresaltos; Carlos se instaló decididamente en esa forma de estar
en la vida como testigo de sí mismo, distanciándose cada vez más de la
participación en el juego en el que veía a todos tan involucrados. Él lo experimentaba
cada vez más como una farsa en la que no merecía la pena participar. Veía los inacabables
afanes y esfuerzos de los demás para ser felices como una carrera hacia la
línea del horizonte, condenada al fracaso desde la salida. Encerrado en su
rutina, que era para él como una armadura, se alejó paulatinamente de sus ya de
por sí frágiles relaciones con los demás. No es que dejara de ir de vez en
cuando a tomarse unas copas con compañeros de trabajo, o que quedara
ocasionalmente con una mujer para echar un polvo, o incluso para salir durante
unas semanas; no es que dejara de felicitar por su cumpleaños a los parientes
próximos, e incluso a algunos no tan próximos; pero todo esto lo hacía mecánicamente,
con cierta indiferencia irónica, como reconociendo la necesidad física y social
de cumplir con semejantes trámites, sin que a él, en realidad, le resultaran mínimamente
relevantes. Era su forma de condescender con la realidad.
De este modo, Carlos
intentaba pasar desapercibido a lo perturbador, algo que ‒tenía la absoluta certeza‒ lo observaba, sabía de su existencia,
y lo azotaba con golpes de sinsentido inquietantes cada vez que él participaba
en la farsa, cuando, aunque sólo fuera por un instante, se tomaba el juego por
real. Era el castigo por hacerlo, o quizá la advertencia, el recordatorio de
que no merecía la pena. Eso que él llamaba “lo perturbador” era un orden de las
cosas, o quizá más bien un desorden, algo que acontecía, en cualquier
caso, como las mareas o los eclipses; algo que irrumpía dramáticamente en su
vida para abortar cualquier conato de cambiarla, de romper su linealidad. Prefería
no intentar alterarla antes que ser devuelto dolorosamente a ella, pues
invariablemente todo saldría mal, todo lo haría torcido; el
resultado, al fin y al cabo, sería el mismo, pero se ahorraría los latigazos.
Y así, se acomodó cuanto pudo
‒no le fue difícil, al
fin y al cabo‒ a una vida insípida y anodina que consistía
básicamente en la repetición de lo mismo, cada día una copia exacta del
anterior. Se levantaba, se duchaba, desayunaba, fregaba los cacharros, iba al
trabajo, comía en el bar de enfrente, a menudo con algún compañero, seguía
trabajando, salía de la oficina, seguramente tras hacer alguna hora extra,
volvía a casa en metro, aunque a veces se bajaba en alguna estación anterior si
tenía que hacer compras o una visita o había quedado con alguien; y si no, o
cuando el trámite estuviera resuelto, tachado de la lista, llegaba al fin a
casa y veía algo en la tele, probablemente una serie en HBO, tumbado en el sofá
y tapado con la manta a cuadros, hasta quedarse amodorrado, y entonces se iba a
la cama, cerraba los ojos y todo volvía a empezar otra vez a la mañana
siguiente, que era igual a cualquier otra.
Esa rutina, ese manto
protector, como su manta a cuadros, no impedía, sin embargo, que de vez en
cuando se produjera algún evento. Una de esas cosillas que se salían de
las reglas del juego, recordándole los peligros de creérselo, de querer ser uno
más, de aspirar a ser alguien; él sabía perfectamente que no se es
nadie, y que la aspiración misma ya es un error. Se trataba de
acontecimientos sutiles, pero chocantes; “inhóspitos” sería quizá la palabra,
si puede aplicarse a un suceso. Como la tarde que bajó a comprar cuatro cosas
que necesitaba al supermercado que estaba a dos manzanas de su edificio, y
mientras recorría los pasillos, vio a dos de los empleados, con sus uniformes
azules y naranjas, discutiendo violentamente; había más clientes que se pararon
a observar la situación, e incluso les decían a los dos empleados que no se
pelearan, y que estaban dando mala imagen, que lo dejaran ya, pero ellos seguían.
Y él se detuvo a apenas tres metros, junto a otros mirones, y se quedó
estupefacto al oír la discusión. Se gritaban mutuamente, a pleno pulmón, casi a
punto de pegarse:
‒¡La Primera Guerra Mundial se debió a la injerencia de
Rusia en un asunto que le concernía! ¡Fue el intento de mantener su posición de
fuerza en Europa oriental, frente al Imperio austrohúngaro, lo que…!
‒¡Ni hablar! ¡La guerra ya había empezado antes de la
muerte del Archiduque! ¡No se puede comprender sino por el agotamiento del alto
capitalismo colonialista europeo en África, que había dejado fuera del reparto
a…!
‒¡Mientes! ¡Mientes!
‒¡No te voy a consentir que culpes al zar!
‒¡Viva el emperador!
Y empezaron a pegarse, el uno
empuñando una fregona y el otro con sendas barras de pan que acababa de coger
de un carrito. El público empezó a gritar, y Carlos, que empezó a sentir un
profundo desagrado, aprovechó para irse del supermercado con su bolsa, no sin pasar
por la línea de cajas abandonada para dejar en metálico, sobre una de ellas,
algo más que el importe de su compra.
Tenía la impresión de que la
realidad se estaba desgarrando, de que todo se hacía pedazos a un ritmo
creciente. Lo perturbador se abría paso trayendo el desorden, dosis cada vez
mayores de caos, de sinsentido, aun cuando él se había retirado de la participación
activa en el mundo y se veía a sí mismo como una especie de monje urbano de un
dios sin nombre; no tanto porque no hiciera las cosas en las que se supone que
consiste la vida, como porque las hacía con una absoluta falta de convicción y
entusiasmo, como si hasta respirar fuera una convención social a la que se
sentía obligado pero que, y quería demostrarlo ostensiblemente, no le interesaba.
Otro día, de noche, siguiendo
su acostumbrado ritual del sofá y la tele, se quedó adormilado mientras veía un
canal cualquiera, al azar, sin atender a lo que pasaba en pantalla, simplemente
porque necesitaba ruido para dormirse, porque el silencio le resultaba mucho
más estruendoso que ese runrún de fondo. Y de repente, se despertó con ese sobresalto
que lo abordaba cada vez que ocurría algo irregular, algo que se salía
de lo previsible y ordenado. Estaba sucediendo en el televisor. El presentador
de un late show hablaba animadamente, gesticulando mucho, demasiado. Carlos
no entendía lo que decía, aunque oía su voz, una voz fresca y cómica. El público
se reía, aunque serían voces enlatadas, y de vez en cuando sonaba un redoble de
batería para subrayar los chistes del presentador. Y éste hablaba, y hablaba,
hasta que de repente… se calló. Se quedó con la mirada perdida en algún lugar
fuera de plano. Los ojos idos, tristes, el rostro inexpresivo, algo apático. Y
se hizo un silencio absoluto en el plató, que a Carlos, sin embargo, le resultó
extremadamente elocuente, hostil, como si lo perturbador se acercara mucho, tanto
que estuviera a punto de tocarlo. Pero, justo a tiempo, pulsó el botón naranja en
el mando a distancia y apagó el televisor. Se quedó muy desconcertado, sin
entender nada, y quiso encenderlo de nuevo para asegurarse de los que pasaba;
pero se resistió a ello, y arropado con la manta a cuadros, se fue a la cama.
Esa noche no pegó ojo, se la pasó escuchando los fuertes latidos de su corazón
y preguntándose cosas siniestras acerca del misterio de la vida, de eso oscuro
y retorcido que está bajo la epidermis de todo lo real y amenaza con aflorar en
cuanto se rasga un poco su superficie. Eso que rezuma y encharca el suelo
que piso, sobre lo cual chapoteo con cada paso que doy, y que ya repta por mis
piernas, enroscándose en torno a ellas.
Hubo un día, después de otra
noche en vela, tras una jornada de trabajo mirando la pantalla del ordenador
sin comprender qué estaba haciendo, tras un viaje de vuelta en metro febril,
percibiendo lo que le rodeaba como a través de unos prismáticos por los que mirara
cogidos del revés; hubo un día en que empezó a perfilarse en su mente una convicción,
algo que podía hacer que cualquiera que se asomara a su abismo interior perdiera
la cordura en el acto, como si estuviera parado al pie de un agujero negro que devora
toda luz, y hasta el espacio y el tiempo, una boca demoníaca que lo devora todo
y a la que ninguna fuerza del universo puede oponerse. Se asomó a los bordes de
un pensamiento terrible, el de que, en realidad, ni soy nadie ni jamás he
existido, pues aunque al percibirse a sí mismo era consciente de no ser un
yo, sino un espejo de su entorno, se daba ahora cuenta de que no soy ni eso;
o mejor dicho, quizá soy el espejo de otro, pero el de alguien que no está aquí
ni ha estado nunca conmigo, alguien a quien no he podido conocer porque hubiera
sido imposible, porque no existe en mi mismo mundo. Carlos entendió la
pavorosa verdad de que era el sueño de otro, un personaje de ficción. Y que ni
él, ni Julia, ni Emilia ni Carmen ni Juanma, ni el viejo ni el furry, fueron
nunca reales. Y que su existencia, y la de todos ellos, acababa en ese mismo instante,
en el que tenía ese pensamiento, porque su vida, sus vidas, sólo habían sido el
MacGuffin de una historia que tocaba a su fin.
ÉCHALE UN VISTAZO A
No hay comentarios:
Publicar un comentario