Una irreverente obra que juega con los tópicos infantiles para narrar una serie de relatos empapados de humor negro y terror.
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CUENTOS PARA NIÑOS
...O NO TAN NIÑOS
CUENTOS PARA NIÑOS
...O NO TAN NIÑOS
Por D. D. Puche
Terror y humor negro a raudales
Terror y humor negro a raudales
Publicado en 03/01/22
Para este día de los Reyes Magos, os recomendamos un excelente regalo: el libro Cuentos para niños... o no tan niños, que reúne cinco relatos protagonizados por niños que se verán envueltos en terroríficas pesadillas. El libro que nunca deberíais dejar que leyeran vuestros hijos. Cinco historias en las que la edad de la inocencia se ve mezclada con el miedo y con el humor negro más salvaje, sin concesiones al infantilismo de esta época ni a la corrección política. Estáis advertidos. Éstos son los cuentos que hubieran escrito un Dickens, un Swift o un Roald Dahl decididos a hacer enloquecer a sus sobrinitos.
Para que vayáis abriendo boca, os dejamos con los dos primeros capítulos de uno de los relatos, La casa de cera. Al final tenéis la ficha del libro y los enlaces a librerías. (Del texto y las imágenes, © 2019 D. D. Puche y Grimald Libros.)
LA CASA DE CERA
1
1
Era un bonito
sábado de primavera. El sol brillaba en lo alto, los pajarillos cantaban, y los
niños jugaban en las aceras y los parques. Barbara estaba en casa, en el cuarto
de juegos, recortando figuritas de papel junto a su hermanito pequeño, apenas
un bebé, que se entretenía jugando con un peluche. Todo iba bien en la vida de
Barbara: su familia era una familia feliz, su vida era la de una niña normal, y
quería mucho a su hermanito, Joey, que había llegado hacía apenas un año.
De pronto los
padres de Barbara entraron en la habitación con la mejor noticia posible para
una niña:
−Barbara,
¿quieres ir esta tarde a la feria?
−¡Síiiiiiiiiiiiii!
−exclamó ella a todo pulmón, llena de alegría, levantándose de un salto y
corriendo hacia sus padres, a los que abrazó.
El bebé no
entendía nada de ferias, pero al ver la alegría de su hermana, también se puso
muy contento.
Un par de horas
más tarde, la familia llegó a las cercanías de la feria, en cuyo aparcamiento
dejaron el coche. Nada más salir de él, Barbara pudo oler la feria, pues las
ferias tienen un olor propio, que puede distinguirse fácilmente. El aire estaba
impregnado de aroma a algodón de azúcar, y a gofres con chocolate, y a roscos
de canela, y en general, a un montón de cosas deliciosas con muchísimo azúcar,
tanto que el aire casi, casi estaba pringoso.
Barbara corrió y
brincó loca de alegría hasta las puertas, donde hubo de esperar hasta que sus
padres llegaron con Joey y pagaron las entradas. Una vez dentro, la niña estaba
entusiasmada, y tiraba de la mano de su padre para ir a tal atracción u otra; aunque
sus padres no podían correr tanto como ella quería, pues llevaban al bebé. Todo
estaba lleno de luces de colores, y más aún a medida que anochecía. Mamá
llevaba en brazos a Joey, quien miraba todo con los ojos bien abiertos. Los
carteles luminosos, el ruido, la música de cada puesto, el olor de la comida,
los gritos alegres de los jóvenes en las atracciones… todo era maravilloso.
El papá de
Barbara jugó en una caseta a tirar unos aros sobre los cuernos de unos unicornios,
y ganó un pequeño peluche de un unicornio blanco para la niña. Ella lo abrazó
como el mayor tesoro del mundo. Nunca se desharía de él.
Pero así, de
puesto en puesto, se fue haciendo tarde, y los padres de Barbara decidieron que
era ya hora para los niños de volver a casa. Sin embargo, Barbara se soltó de
la mano de su madre un momento, mientras ésta atendía al bebé y su padre
hablaba con un conocido que se había encontrado.
−¡Barbara, no te
alejes! −le dijo su madre.
La niña corrió un
poco hacia la parte más alejada de la feria, justo al lado de las caravanas y
carromatos de los feriantes. Allí vio a algunos recogiéndose, fumando y
bebiendo botellas de alcohol, los cuales se le quedaron mirando y le dieron
mucho miedo. Y entre las caravanas, Barbara vio una atracción que no había
visto antes. Parecía una especie de túnel del terror, con un letrero que decía:
“La Casa de Cera”.
La niña sabía que
no era una atracción para ella, sino para chicos mayores, pero aun así se
acercó a su entrada, atraída por una figura que había allí mismo. No vio a
nadie encargado de coger los tickets. Se trataba de una figura de cera, vestida
como una persona de verdad, y maquillada para que pareciera real. Barbara tuvo
la sensación de que era de carne y hueso, como un mimo que se estaba muy, muy
quieto. Se quedó mirando fijamente a la figura, que representaba a un hombre
con una especie de frac. La niña empezó a tener mucho miedo, pues creía que en
cualquier momento aquella figura se movería y le daría un susto. Parecía tan
real… Pero los colores de la piel eran exagerados, demasiado anaranjados; y los
labios parecían pintados casi como los de una mujer. Barbara tuvo esa sensación
que se tiene ante algo que nos resulta siniestro: tenía miedo, pero no podía
dejar de mirar. Entonces estiró su mano hacia la cara de la figura. Quería
tocar esa cara, cerciorarse de que era de cera, y no una persona disfrazada.
Unos ojos de vidrio la miraban directamente, sin pestañear, sin moverse ni un ápice.
Las yemas de sus dedos estaban a punto de rozar la falsa piel de la estatua de
cera, su fría e inerte piel, cuando de pronto, una mano agarró firmemente la
muñeca de Barbara.
Ella dio un grito
corto y agudo.
Pero no era una
mano de la figura la que la agarró, pues sus brazos seguían en el mismo sitio.
Era una mujer mayor, a quien no había oído llegar junto a ella, ensimismada
como estaba ante la figura.
−No se toca
−dijo, secamente.
Barbara la miró
con los ojos como platos, muerta de miedo, con la boca abierta pero sin poder
articular palabra. La estatua de cera la seguía mirando con sus ojos
inexpresivos. La señora que la agarró parecía mayor, muy, muy mayor, como si
tuviera más de cien años. Su rostro y sus manos estaban totalmente arrugados.
Su piel era blanquecina, casi parecía transparente, pero era extrañamente
suave. Llevaba unas curiosas ropas blancas, que a Barbara le parecieron, en su
imaginación infantil, las vendas de una momia; cosa que seguramente había visto
en televisión.
Lo peor era la
expresión de la vieja. La miraba como nadie la había mirado nunca, pues nadie
mira así nunca a los niños. Como con desprecio, con odio; pero no porque fuera
a tocar su estatua de cera, sino porque era una niña, y ella era vieja. Por eso
la odiaba. Barbara pudo sentirlo. Pudo sentir una envidia muy profunda. Fue la
primera vez en su vida que sintió algo así. Estaba muerta de miedo.
Los segundos que
la tuvo agarrada se le hicieron eternos. Pensó que no la soltaría. Que se la
llevaría dentro y “le haría algo”. Quizá se la comiera. Sólo pensaba lo peor
que puede pasar por la mente de una niña pequeña. Y justo cuando pensaba que
jamás se soltaría de la fuerte mano de la vieja, los dedos de ésta se abrieron.
Barbara se quedó
un instante petrificada, mientras la vieja la seguía mirando como atravesándola
con sus ojos. Tenía los mismos ojos sin vida que los de vidrio de la estatua. Y
de pronto, la vieja comenzó a reírse. Al principio por lo bajo, pero luego fue
elevando su risa más y más, hasta que fue una enorme y malvada carcajada con la
boca sin dientes completamente abierta. La vieja se echó hacia atrás, para reír
más y más:
−¡Muahaha!
¡Muahahahaha! ¡Aaaaahahaha!
Barbara salió
corriendo como alma que lleva el diablo, alejándose lo máximo posible de La
Casa de Cera, y de la vieja, y de las caravanas. El pequeño peluche del
unicornio blanco se le cayó al suelo, pero no se atrevió a parar y volver atrás
a cogerlo. Mientras corría y corría, pudo oír a la vieja, quien le gritó algo:
−¡Aquí no se
juega! −exclamó, y siguió riendo como una malvada bruja.
Barbara enseguida
llegó junto a sus padres, y se lanzó hacia su papá, abrazándose a él y pegando
su cara contra su cuerpo. Ellos notaron que Barbara se había asustado por algo,
tras haberse alejado; pero no le dieron mayor importancia, pues sólo habían
sido un par de minutos y la niña no había corrido ningún peligro. Joey sonrió
alegre al ver llegar a su hermana. Mientras se marchaban, con Barbara en brazos
de su padre, ella miró hacia el fondo de la feria, donde estaban las caravanas,
y La Casa de Cera, y la vieja, pero ya no la vio más.
Se metieron en el
coche y se marcharon a casa. Pero a Barbara, sentada en la silla para niños
junto al bebé, el feliz Joey, no se le pasaba la impresión de su encuentro con
la vieja.
Después de cenar,
la mamá de Barbara la llevó en brazos a la cama, donde la arropó como siempre
hacía, y le dio un beso de buenas noches. Ya se marchaba de la habitación,
cuando Barbara la llamó.
−Mamá…
−Dime, cariño
−dijo ella, volviendo junto a la cama.
−Tengo miedo…
−¿Te ha asustado
algo en la feria?
La niña asintió.
−A ver, dime… ¿Qué
fue?
−Había una bruja
muy mala…
−¿Una bruja mala?
Quieres decir… ¿una señora mayor?
Barbara asintió.
−Pero cariño, las
personas mayores sólo son eso, mayores. No tienen que darte miedo. Seguramente
te metiste donde no debías. Por cierto... ¿y tu peluche?
−Lo perdí en la
feria…
−Oh, así que es
eso… Toma, anda, abraza al osito. Siempre te ha gustado.
Barbara abrazó al
osito marrón con el que habitualmente dormía.
−¿Ves? Todo va bien.
Ya estás en casa. Y en casa, nada malo puede pasarte. Que duermas bien, cielo.
La mamá de
Barbara le dio otro beso, se levantó, apagó la luz, y salió entornando la
puerta.
2
A la mañana
siguiente, la mañana de domingo, un leve rumor de voces despertó a Barbara. Era
ya algo tarde, pues el sol se alzaba ya en el cielo, pero se ve que la habían
dejado dormir a pierna suelta. En verdad, Barbara había pasado una mala noche,
pues había tenido pesadillas con la feria, y La Casa de Cera, y la bruja… y se
habían prolongado buena parte de la noche, durante la cual tuvo un sueño
intranquilo. Pero más tarde, en la madrugada, tras despertarse varias veces,
había cogido bien el sueño y se había dormido profundamente, hasta bien entrada
la mañana.
Pudo oír a Joey,
con su risa de bebé, y a su padre en el baño, cogiendo el cesto de la ropa
sucia, y la cafetera borboteando en la cocina, abajo. A los pocos minutos su
madre dio unos toquecitos en la puerta, como solía hacer, y dijo desde el otro
lado:
−Barbara,
despierta, dormilona. Hay que desayunar ya, que si no, se nos junta la hora del
desayuno con la de la comida. ¡Hay tortitas!
Su madre pasó de
largo por el pasillo y bajó las escaleras. Barbara se desperezó cuanto pudo,
estirando desde los dedos de los pies hasta los brazos, sobre su cabeza. Apartó
la colcha y se irguió sobre la cama. Metió cada piececito en su correspondiente
zapatilla (primero el derecho, y luego el izquierdo, pero no por ninguna
superstición, sino porque solía hacerlo así) y se encaminó al baño. Al salir
pudo oír a la familia abajo, en la cocina, desayunando feliz, como siempre.
Bajó las escaleras y se dirigió allí, donde la aguardaban entre platos, vasos
de leche, y el delicioso olor de las tortitas que se hacían en la sartén. Joey
reía como sólo ríen los bebés, ajenos a toda preocupación. Por fin, llegó a la
mesa, donde estaba su padre con su hermanito. De pie, su madre, de espaldas a
ellos, terminaba de prepararle las tortitas.
−Siéntate, cariño. Ya casi están. Verás qué ricas me han salido. Las quieres con sirope de chocolate, ¿verdad?
−Sí, con mucho
sirope de chocolate.
La madre de
Barbara puso las tortitas en el plato, las cubrió de abundante sirope y se dio
la vuelta para servírselas.
−Aquí tienes,
cariño.
Entonces Barbara
se dio cuenta.
La mujer de pie
junto a ella, que le había servido las tortitas, y que estaba tan sonriente
como solía estar su madre, y que tenía la misma voz que su madre, no era su
madre. Le dio un vuelco el corazón, y hasta se mareó. Se quedó mirándola como a
una intrusa que se hubiera metido furtivamente en su casa. No podía articular
palabra, ni hubiese sabido qué decir, aunque pudiera. No tocó las tortitas.
−¿Qué te pasa,
cariño? ¿No te he puesto suficiente chocolate? −preguntó, igual de sonriente,
como si no pasara nada.
Barbara estaba
desconcertada, delante de esa extraña a la que no conocía de nada. Su madre era
morena, mientras que ella era rubia, pero vestía con su ropa, y hablaba como
ella, y se comportaba como ella. Empezó a sentir pánico. Se preguntó si no
había despertado aún, en realidad.
−¿Papá…? −dijo,
temblorosa, dirigiéndose a su padre.
Pero él estaba
sentado a la mesa con Joey en brazos, dándole de desayunar, como si nada
pasase. Para él no había nada raro en esa mujer, aparentemente. Pero ella no
era su esposa, y desde luego no era la madre de Barbara.
−Dime, cariño
−contestó él.
Barbara casi no
podía hablar, con esa mujer a su lado mirándola fijamente, y con una sonrisa
tan antinatural.
−Papá… ¿Quién es
ésta? −preguntó tímidamente la niña, atemorizada.
Su padre seguía
actuando como si nada, con el bebé en brazos, sin enterarse de que esa mujer
que estaba en la cocina, y que se comportaba como su esposa, era una
desconocida.
−¿Cómo que quién
es? −respondió−. Es mamá.
−Uyuyuy… −dijo
con alegría y dulzura la mujer−. Me parece que mi nena aún no se ha despertado
del todo… −y le tocó la nariz con el dedo, de modo juguetón.
Barbara se asustó
aún más, porque no podía comprender nada de lo que estaba pasando. Se pellizcó
en el brazo para comprobar si estaba despierta. Y confirmó que así era. Aunque
no sabía si, de estar soñando, el pellizco valdría de nada realmente. La mujer
se sentó a su lado, sonriente, sin dejar de mirarla, mientras su padre, como un
idiota, seguía sin enterarse de nada.
De pronto Joey
tiró algo que tenía en la mano, que cayó en la taza de café con leche que estaba
frente a la mujer, salpicándola. Ésta se enojó mucho un instante, como pudo ver
claramente Barbara, pero enseguida cambió el gesto a la sonrisa artificial que
tenía en el rostro justo antes, cuando el padre de Barbara había mirado hacia
ella.
−Joey, diablillo,
no manches a mamá… −dijo ella, levantándose y tomándolo en brazos. El niño se
echó a llorar.
Aquella mujer,
fuera quien fuera, estaba cogiendo a Joey, su hermanito. Todo era horrible.
Barbara no daba crédito a sus ojos.
−Papá… Ésta no es
mamá… −le susurró, aterrada.
Pero su padre se
metió un trozo de tortita en la boca y la mascó, tan tranquilo.
−¿Qué dices,
hija? Uy, cariño, estas tortitas te han salido mejor que nunca… −dijo,
dirigiéndose a la mujer.
−Es porque les he
puesto extra de mantequilla… A partir de ahora las voy a hacer siempre así −contestó
ella−. Barbara, come.
Pero Barbara no
quiso comer, sino que se levantó de la silla, haciéndola rechinar sobre el
suelo de la cocina, y salió corriendo escaleras arriba hasta meterse en su
habitación, donde cerró de un portazo.
Estaba muerta de
miedo. Esa mujer actuaba como su madre, y su padre no parecía darse cuenta,
como si estuviera hechizado. Aunque parecía que Joey sí se había percatado,
pues le había tirado algo, cosa que no solía hacer con su verdadera madre, y
además se puso a llorar cuando lo cogió en brazos. Pero claro, Joey no podía
hablar. ¿Qué podía hacer ella? Su padre no la creía. Parecía que se había
vuelto loca. Pero no: ella sabía perfectamente que aquella mujer no era su
madre. Le latía el corazón a mil por hora, cuando su padre entró por la puerta.
−Cariño, ¿estás
bien?
−Papá… ésa no es
mamá. Es una doble.
−¿Cómo que no es
mamá?
−¿No ves que es
rubia, y mamá es morena?
−Pero Barbara,
cariño… mamá siempre ha sido rubia.
Otro golpe de
adrenalina bombeó desde el corazón de Barbara, cuando su padre dijo estas
palabras. O se había vuelto loco, o esa mujer lo había embrujado. Su mamá
siempre había sido morena. De eso estaba segurísima. Pero más asustada se vio,
cuando aquella mujer apareció en su puerta, en cuyo marco se apoyó.
−Creo que nuestra
pequeña se asustó ayer en la feria, y ha tenido una pesadilla que la ha
impresionado mucho… −dijo, con su falsa sonrisa.
−Sí, debe de ser
eso… −añadió su padre.
−¡Papá! −suplicó
Barbara.
−Además, creía
que había perdido su pequeño peluche. Pero no. Mira, aquí está −dijo la mujer,
con el peluche del unicornio en su mano−. Lo he encontrado para ti.
Era imposible que
ella tuviera ese peluche, que se le había caído cuando huía de La Casa de Cera.
Pero se acercó a la cama, y se lo puso al lado.
−Cariño, ¿me
dejas a mí? −le dijo la mujer a su padre−. Hay cosas que sólo una madre
entiende…
−Claro −dijo el
padre de Barbara levantándose, y salió de la habitación tras hacerle unas
carantoñas.
Ahora Barbara
estaba a solas con ella, que la miraba con esos ojos como de vidrio, y esa
sonrisa falsa y atroz, que al parecer su padre no veía, y la niña tenía mucho,
mucho miedo.
−Barbara, cariño…
Sólo has tenido una pesadilla, eso es todo. Verás cómo enseguida se te pasa, y
volvemos a ser tan felices como siempre. Una familia feliz.
Barbara casi no
podía hablar, de puro miedo, pero se atrevió a contradecir a la mujer.
−Tú no eres mi
madre.
Entonces la mujer
dejó de sonreír, ahora que su padre no la veía, y se inclinó sobre la niña, de
forma amenazante.
−Escúchame bien…
Vas a comportarte como una buena niña, y vas a tomarte el desayuno, y vas a
jugar como si todo fuera bien, y vas a ser muy, muy feliz… Porque si no, voy a
matar a tu padre, y me voy a comer a tu hermanito. ¿Lo entiendes?
Barbara se quedó
muda, y no supo, o mejor dicho, no pudo contestar. Tenía demasiado miedo. La
mujer volvió a sonreír de esa forma tan siniestra, le acarició la mejilla con
su suave mano, se levantó, y salió de la habitación.
La pequeña pudo
escuchar lo que le decía a su padre.
−No es nada. Sólo
está asustada por algo que vio ayer, en la feria. Pero pronto se le pasará.
Barbara,
conmocionada, temiendo por la vida de su padre y de su hermanito Joey, pensó
que tendría que obedecer. Nunca había vivido algo así. Estaba tan aterrada que
casi no podía moverse. Pero se repuso, y bajó de nuevo para comerse las
dichosas tortitas.
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Cuentos para niños... o no tan niños
D. D. Puche
© 2020 Grimald Libros
229 páginas
ISBN: 978-1651771624
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