Narrativa | Relatos
La Navidad es una época maravillosa, pero también oculta cosas terribles... ¡Ding, dong! Un retorcido cuento navideño (1 de 2).
La Navidad es una época maravillosa, pero también oculta cosas terribles... ¡Ding, dong! Un retorcido cuento navideño (1 de 2).
D.&D. Puche
© 10/12/2019 El Biblioverso
“¡Ding, dong!”, sonaban las campanillas.
Pero llegaron los Años del Dolor. Los ogros empezaron a desaparecer, y eran ellos los que protegían la frontera sur. Y los trols pronto también escasearon, y eran quienes protegían las montañas que bordeaban el bosque de los elfos. Y empezó a llegar un calor muy extraño desde tierras meridionales, y con el calor el deshielo, y éste produjo la huida de los animalillos, y lo más grave de todo: la escasez de frutos.
“¡Ding, dong! ¡Ding, dong, ding!”.
Ése era el
maravilloso sonido de la Navidad; el sonido de la alegría, de la paz, de la
fraternidad. De la felicidad.
“¡Dong, ding,
dong!”.
Cuando llegan
estas entrañables fiestas, todos piensan en la familia, a veces a muchos
kilómetros de distancia; y piensan en el viejo pueblo, con su iglesia, su
farmacia, su ayuntamiento, y sobre todo, con su belén, montado por los vecinos
con todo el amor del mundo. Un pueblo nevado en cuyas calles juegan los
chiquillos, con abrigos y bufandas, gorros y guantes; se lanzan bolas de nieve
y ríen, inocentes y despreocupados. Y la chocolatería siempre abierta, donde
venden los dulces que elaboran especialmente para esta época del año, y los
roscones, y los bastones de caramelo; un lugar en el que se puede tomar un
chocolate con churros bien caliente. Los niños y sus padres van a hacer sus
compras de última hora, van a la misa, pasan por el belén, bellamente adornado,
cantan villancicos, pasean por las heladas pero cálidas calles, hasta que llega
la hora de volver a casa, al hogar.
“¡Ding, dong,
dung!”.
Esos hogares
donde se enciende una dorada luz que puede verse, como las siluetas de sus
felices habitantes, desde la calle. Y se oyen sus risas y canciones, y sus
comentarios alegres, rebosantes de amor. Hileras de casas que parecen de
juguete, a la hora de la cena, con sus familias felices y sus chimeneas humeantes,
mientras afuera caen suavemente infinidad de copos de nieve, que se posan sobre
el enorme abeto de la plaza mayor del pueblo hasta volverlo completamente
blanco.
“¡Ding, ding,
ding!”.
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¿Nunca
has tenido la sensación de que todo es irreal,
de que no controlas tu
vida, de estar como viéndola
a través de la televisión?
En esos
hogares la tibieza del interior contrasta con la temperatura de las calles.
Abrigos y bufandas y gorros y guantes sobran ya, y dejan paso a los cálidos pijamas
y los gruesos calcetines con motivos navideños, o a jerséis con renos bordados;
al calor de la chimenea, cuyo fuego crepita y tiñe de un color anaranjado todo
el salón; al árbol de Navidad, repleto de adornos de mil colores, con los
regalos aguardando al pie; a la tupida alfombra y al sofá y los sillones sobre
los que la familia juega y se regocija, en amor mutuo, junto a los abuelos. Una
cálida sopa, y después un asado de carne, y luego los postres, conforman la
cena más feliz del año, a la que seguirán a la mañana siguiente los regalos.
Villancicos, cánticos, un tren de juguete dando vueltas por el suelo, alrededor
del árbol; el perro adormilado en su cesto, y todos juntos, en los sofás o
sobre la alfombra, tapados con mantas, viendo una bonita película de Frank
Capra que trata sobre la Navidad, precisamente, mientras el calor de la
chimenea y el paso de las horas hacen que caiga un dulce sueño sobre los niños.
Y al final, duermen todos juntos, con la chimenea ya apagada, tan sólo con las
luces de colores brillando en la noche.
“¡Ding, dung! ¡Dong, ding!”.
“¡Ding, dong! ¡Ding, dung, dong!”.
Pero tanta
felicidad no la gozaba todo el mundo. Meses antes, los pobres elfos del bosque,
allá arriba, muy, muy al norte, trabajaban duramente preparando la Navidad para
todos los niños. Y los dos o tres meses previos a las fiestas eran
especialmente crueles. Ellos no conocían el belén, ni la chocolatería, ni la
calidez de un hogar, ni los regalos, ni las películas de Frank Capra.
“¡Ding, dong!”.
“¡Ding,
dong!”.
Así sonaba el
repiquetear de los martillos sobre el metal, que nunca dejaban de escuchar,
pues eran ellos los que empuñaban esos martillos. Y tenazas, y tuercas, y
sopletes, y toda clase de herramientas con las que se dejaban la piel en los
fuegos de la industria.
¡Pobres elfos
verdes de orejas puntiagudas!
“¡Dong! ¡Dong!
¡Dong! ¡Dong!”.
−¡Amo, no me
pegue más, por favor! −gritaba uno de los elfitos, ante los crueles latigazos
de su maestro. Aunque, de hecho, le estaba golpeando con el cinturón, que se
había quitado un momento antes.
−¡Malditos
golfillos desagradecidos! ¡Ingratos! −les gritaba éste, escupiendo salivajos−.
Yo os saqué de los bosques, os rescaté de la nieve, os di un trabajo, ¡y así me
lo pagáis! ¡No remolonees más, diablo verde, o te atizaré hasta que tu piel se vuelva
roja de sangre! ¡A trabajar, cojones!
−¡Maestro,
llevo días enfermo y con terribles dolores! ¡No me pegue, se lo ruego!
−¡Vas a saber
lo que es estar enfermo, cuando haya acabado contigo! ¡No me repliques, o te
meteré en la caldera para que ardas como el carbón!
“¡Ding, dong!
¡Ding, dong, ding!”, siguió golpeando el elfito con su martillo.
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Pero no eran
sólo dolores articulares y de espalda, lo que sufrían los elfitos verdes.
También tenían dolor en el corazón. Muchos años atrás, tantos que sólo los
elfos más viejos podían recordarlos, llegaron los que ellos llamaban los Años
del Dolor. Antes de eso, generaciones y generaciones atrás, los elfitos verdes
del bosque vivían en el septentrión, al norte del más lejano norte, en las
tierras cubiertas de nieve todo el año; y vivían junto a los zorros, y los
osos, y las ardillas, y los pájaros de todo tipo. Los elfos se llevaban bien
con todas las criaturas del bosque, y eran felices, siempre cantando y
danzando, fundiéndose con la naturaleza. Sus mejores amigos eran los conejitos
blancos, a los que contaban historias cerca de sus madrigueras, y los gazapitos
más pequeños pasaban mucho miedo con los cuentos de terror acerca de hurones,
pero sus padres les decían que sólo eran historias para asustarlos y que no
eran de verdad ‒aunque, de hecho, sí lo eran.
Los elfos, que
se distinguían muy bien en la nieve porque eran verdes, y solían llevar prendas
también verdes (combinadas con el rojo), vivían de lo que da la naturaleza,
recolectando bayas y moras, y sobre todo frutos secos, como almendras y
avellanas, y sus favoritas, las nueces. Recogían cestas y cestas de estos
frutos, para pasar los meses más fríos del invierno, y las guardaban en sus
casas, en los troncos de los árboles. Normalmente se los comían crudos ‒que así ya están muy ricos‒, pero también los tostaban, o los
freían en sirope de arce, o se los tomaban con miel; y hacían multitud de
recetas riquísimas, como bizcochos, tartas, galletas, hojaldres… Y hacían festejos
anuales en los que celebraban lo hermosa que es la vida.
Era una vida dedicada
a la recolección, y los cantos, y los juegos. Sólo había un inconveniente: los
ogros y los trols. En el mismo bosque, aunque más al sur, vivían los ogros,
grandotes y fuertes; y cerca de las montañas, estaban los trols, que también
eran muy grandotes y fuertes, aunque no demasiado listos. Se decía, en el
pueblo de los elfos, que antaño, mucho antes de lo que ningún elfo vivo pudiera
recordar, elfos y ogros y trols habían estado en guerra, tanto por el
territorio como por la comida. Pero en tiempos no menos inmemoriales, llegaron
a un pacto: los elfos caminarían y brincarían y jugarían con todos los
animalillos del bosque libremente, siempre y cuando les dieran en pago a ogros
y trols una parte de lo que recolectaran. Así, los ogros no pasarían hambre en
lo más crudo del invierno, y los trols protegerían los puentes y los pasos de
montaña. Lo llamaban “los diezmos”, ya que consistía en dar a cada raza la
décima parte de los frutos del bosque y los frutos secos que recogieran (también
les daban algo de sirope de arce y de miel, pero eso los elfos lo entregaban
libremente, como un “plus”, ya que no estaba en el acuerdo inicial). Así, todos
vivían felices, en el mismo bosque, y éste daba cosas ricas para todos.
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Pero llegaron los Años del Dolor. Los ogros empezaron a desaparecer, y eran ellos los que protegían la frontera sur. Y los trols pronto también escasearon, y eran quienes protegían las montañas que bordeaban el bosque de los elfos. Y empezó a llegar un calor muy extraño desde tierras meridionales, y con el calor el deshielo, y éste produjo la huida de los animalillos, y lo más grave de todo: la escasez de frutos.
Año tras año,
ogros y trols acudían cada vez en menor número a la entrega anual de los
diezmos, por parte de los elfos. Se oían extraños rumores sobre un ser que
había venido de lejos, con otra tradición y otras costumbres, que estaba
echando a ogros y trols, y que traía nuevos alimentos para todos. Y finalmente
comprobaron que era verdad. Cuando se presentó ante ellos por vez primera, los
elfos lo vieron como un salvador, pues la escasez de frutos rojos y frutos
secos era ya patente; y ese nuevo habitante del bosque les ofreció liberarlos
de los diezmos que daban a ogros y trols, y además recibirían carne en salazón
y bebidas espirituosas. Y ese pago, prometió aquel ser, sería totalmente
para ellos. No tendrían que compartirlo con nadie. Lo llamó “sueldo”.
“¡Ding, dang!
¡Ding, dang, dung!”.
Aquel ser,
alto y robusto, vestido de rojo y blanco, se hacía llamar Santa Claus, o también
Papá Noel. Los elfos ‒que nunca se enteraron de quién era padre‒ llegaron a un nuevo pacto con él,
después del pacto al que habían llegado con ogros y trols hacía tanto, tanto
tiempo. Recibirían el sueldo de Santa Claus, a cambio de algo. Y para cumplir
con ese algo, debían cambiar sus costumbres acerca de los cantos y los juegos y
la recolección en el bosque. Y tuvieron que dejar de contarles cuentos a los
gazapillos de conejo.
Santa Claus
los condujo a unas grutas que había excavado bajo las montañas, unas cuevas adonde
no llegaba la luz del sol; pero había luz artificial. Decía haber invertido
mucho en ello. Los elfos se encontraron en unas cavernas sin fin, que se ramificaban
en innumerables túneles. Muchos de ellos comenzaron a trabajar allí, con la
maquinaria y las herramientas que les fueron asignadas. Tan largos y profundos
eran los túneles, que muchos no volvieron a ver jamás a los amigos y familiares
que habían sido llevados a otros túneles. Y así, con el nuevo pacto, los elfos
trabajaron doce, catorce, dieciséis horas diarias, fabricando juguetes para
Santa Claus.
“¡Dong, dong! ¡Ding, dong, dung!”.
−¡Atornilla,
ajusta, martillea! −gritaba Santa Claus−. ¡Corta, pega, clava!
−¡Maestro,
debo ir al baño! −dijo un elfito.
−¡No os pago
para que vayáis al baño, sabandijas verdes! ¡Ponte a trabajar o te corto las
orejas, desgraciado!
Santa Claus
tenía un tarro enorme lleno de las orejas que había cortado a los elfos que no
obedecían, o que no trabajaban suficientes horas, o al ritmo que les exigía.
Las guardaba en formol, y de vez en cuando se las enseñaba a sus trabajadores
para que vieran lo que les esperaba si seguían el mismo camino.
−¡Amo, no
sabía que trabajar diez horas fuera tan duro!
−¡Trabajarás
más horas mañana, para que sepas lo que es duro de verdad! ¡O te cortaré esos inútiles
deditos verdes!
Santa Claus
también cortaba los dedos a los elfos, concretamente los meñiques. Los elfitos pensaban
que se los comía mojados en leche, como si fuera un tazón de cereales; pero en
realidad, los guardaba en otro tarro con formol. Era su colección personal.
“¡Dung, dung,
dung, dung!”.
−¿Creéis que
los juguetes se harán solos? ¡Trabajad, malditos canijos verdes!
¡¡¡Trabajaaad!!!
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