Narrativa | Relatos
No los llaméis elfos; llamadlos trabajadores explotados. Lee la segunda y última parte de esta irreverente historia. ¡Ding, dong! Un retorcido cuento navideño (2 de 2).
No los llaméis elfos; llamadlos trabajadores explotados. Lee la segunda y última parte de esta irreverente historia. ¡Ding, dong! Un retorcido cuento navideño (2 de 2).
D.&D. Puche
© 20/12/2019 El Biblioverso
Los juguetes
no se hacían solos, en efecto. Eso descubrieron los elfitos tras abandonar su
bosque para vivir bajo las montañas. La mayor de todas ellas expulsaba, a
través de un estrecho cráter en su parte superior ‒a modo de chimenea‒, todo el humo que nacía en las
entrañas de las cavernas. Así descubrieron lo que era el trabajo, los
buenos elfitos verdes.
Eran
necesarias muchísimas horas de trabajo, y toda una legión de elfos, para fabricar
los juguetes necesarios. La demanda era inmensa: allí fabricaban tooodos los
juguetes para todos los niños del mundo. O al menos, para todos los niños de
los países ricos, que se los podían pagar. La Navidad era una fiesta muy
espiritual.
“¡Dong, dong!
¡Dong, dong, dong!”.
Pero había una
profecía ‒siempre la hay‒ que anunciaba el nacimiento de un elfo
Salvador. Y el joven elfo llamado Dforrnatûggorkysal, al que todos llamaban
Forky, se adjudicó el título de Salvador de los elfos; un buen día, empezó a
hablar de la revolución, y decía cosas y bonitas y aparentemente sabias que los
elfos sin duda anhelaban, como cambios drásticos en sus condiciones laborales,
o tener un seguro dental. Sobre todo, insistió en que se acabaría eso de que
les cortaran las orejas, lo que atrajo inmediatamente la atención de todos los
elfos. Y así, el boca a boca, de caverna en caverna, fue difundiendo las nuevas
ideas revolucionarias de Forky, y una oleada de ilusión se apoderó de los
elfos, que al fin pensaron que las cosas iban a cambiar. Pronto podrían regresar
a la pura y blanca nieve, y a los bosques, y a comer bayas y nueces como hacían
en los buenos tiempos, que sólo los mayores habían vivido en persona. Aquellos años
de leche y miel (lo cual sólo es una expresión manida, pues los elfos verdes son
intolerantes a la lactosa).
“¡Ding, dong,
ding!”.
Pero era una
tarea ardua, la de librarse de ese maldito Santa Claus, que siempre llevaba ese
grueso cinturón de cuero que se quitaba para azotarlos cuando hacían algo mal.
Había sido lo suficientemente duro como para librarse de los ogros y de los
trols, los últimos de los cuales vagaban por el bosque y las montañas sin poder
alguno. Y tenía que rendir cuentas ante un público extremadamente exigente: los
niños de los países ricos, que ansiaban sus juguetes. Pues si Santa Claus era
el amo en las cavernas, desde los Años del Dolor, no era menos cierto que él
también tenía unos jefes ante los que responder, no menos duros que él.
Así pues, era necesario urdir un buen plan.
Así pues, era necesario urdir un buen plan.
“¡Dang, deng, ding, dong, dung!”.
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Te
presentamos una irreverente obra que juega
con los tópicos infantiles
para narrar una serie
de relatos empapados de humor negro y terror.
Y así se hizo.
Un día, que parecía cualquier otro ‒pero no lo era‒, los buenos elfitos estuvieron al fin preparados. Santa Claus volvió a las cavernas tras su siesta, que se solía echar tras tomarse un copazo de brandy y fumarse un puro. Enseguida notó que los elfos trabajaban poco, menos de lo habitual, según su criterio; y eso que se esforzaba mucho en condicionarlos con el cinturón.
Un día, que parecía cualquier otro ‒pero no lo era‒, los buenos elfitos estuvieron al fin preparados. Santa Claus volvió a las cavernas tras su siesta, que se solía echar tras tomarse un copazo de brandy y fumarse un puro. Enseguida notó que los elfos trabajaban poco, menos de lo habitual, según su criterio; y eso que se esforzaba mucho en condicionarlos con el cinturón.
−¿Qué hacéis ahí
parados, parásitos? −les gritó, iracundo−. ¿Es necesario que os recuerde que
sólo faltan cuarenta días para la Navidad? ¡Por mi gorro rojo, que como no esté
la producción en marcha en cinco minutos os voy a correr a todos a latigazos!
¡O peor aún: os echaré a todos al bosque, donde os moriréis de hambre!
−Amo, no llega
la energía necesaria a los túneles. Hay un problema en las calderas.
−¿Quéee? ¡Esos
idiotas se han olvidado otra vez de echar carbón! ¡Como tenga que bajar ahí de
nuevo los voy a desollar!
Y, en efecto,
Santa Claus tuvo que bajar, cosa que no hacía desde muchos años atrás, a la
sala de calderas. Si el trabajo de los elfitos que fabricaban juguetes era
duro, más aún lo era el de los que estaban en esa caverna, en un nivel inferior.
Tenían que echar constantemente paletadas de carbón a un gigantesco horno, y
alrededor de éste sólo había un calor espantoso y un aire lleno de negro hollín;
era lo menos parecido del mundo a la fresca y blanca nieve para la que su
naturaleza estaba predispuesta.
Santa Claus
descendió por las escaleras de piedra que llevaban al túnel de la sala de
calderas, pero allí la emboscada estaba tendida; Forky había aleccionado bien a
los elfitos. De pronto, una multitud de ellos cayó sobre Santa Claus y lo
amenazaron con sus herramientas de trabajo: martillos, tijeras, limas, alicates,
destornilladores… Cientos, miles de elfitos verdes acorralando a Santa Claus
para hacer justicia: ¡era la revolución!
−¡Malditos!
¡Os voy a azotar hasta que no podáis ni respirar! −exclamó Santa Claus
quitándose el cinturón.
Pero varios elfos,
especialmente entrenados para ello por Forky, se lo quitaron de las manos en un
santiamén y huyeron con él para que no pudiera atizar a nadie.
Del mismo autor...
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−¡Desagradecidos!
¡Es de mi propiedad!
−¡Puedes
quedarte con tus herramientas y tus fuegos, avaro cruel! −le dijo Forky−. Los
túneles serán nuestros de ahora en adelante, y los emplearemos para guardar la
cosecha de bayas y frutos secos; y serán también el hogar de ogros y trols, a
los que echaste del bosque y la montaña!
−¡No podéis
quedaros con mis túneles y mis máquinas! ¡Es mi inversión! ¡He metido aquí todo
mi capital!
−¡Ahora es
nuestro, gordo cortaorejas! −le espetó Forky.
Santa Claus se
vio en inferioridad numérica, rodeado de una miríada de elfitos verdes
vengativos. ¡Encima de que les había dado un trabajo!, pensaba él.
“¡Dung, dung,
dung!”.
Encima de que
los había liberado de la necesidad de ser libres.
“¡Ding, dang! ¡Ding, dang, dong!”.
Santa Claus
hizo lo que Forky había planeado: correr hacia lo más profundo de la caverna. Todo
iba a terminar allí. Lo fueron dirigiendo ‒cerrándole el paso por otros túneles‒ hasta la sala de las calderas, donde
se vio finalmente sin salida.
Con su espalda
contra el enorme horno, dentro del cual ardía un fuego infernal, y rodeado por
los elfos a los que él mismo había recluido allí, Santa Claus se vio obligado a
negociar.
−Escuchad
−suplicó−. Os daré una parte de los beneficios, y os concederé el seguro
dental. Y podréis ir al baño cuando os haga falta. Y dejaré de cortaros los
dedos y las orejas… si me dejáis ir.
Pero los
buenos elfitos verdes ya no estaban dispuestos a escuchar ni a negociar.
“¡Dong, ding! ¡Dong, ding, dong!”.
Forky se adelantó
a la masa. Se acercó a Santa Claus y le habló así, en la tenebrosa y ardiente
caverna.
−Ha llegado el
Día del Elfo. El día en que rompemos las cadenas y somos libres de nuevo. ¡Sólo
el elfo puede liberar al elfo!
Tras decir esto,
empujó a Santa Claus al interior de la caldera, a las enormes llamas, y cerró
la portezuela metálica, entre el clamor de sus compañeros, que coreaban «¡sólo
el elfo puede liberar al elfo!».
−¡Ay, ay! ¡El
dolor es insoportable! ‒gritaba Santa Claus, desde dentro‒. ¡Dejadme salir, por favor, elfitos buenos! ¡Os lo ruego!
Pero a los
elfos les agradó escuchar los gritos de agonía y terror de Santa Claus, más que
el sonido de los martillos repiqueteando sobre el metal al que tan habituados estaban.
−¡Arde, demonio,
arde! −le contestó Forky−. ¡Vuelve al infierno al que perteneces!
−¡¡¡Ay¡¡¡ ¡¡¡Cómo
duele!!! ¡¡¡Ay!!! ¡¡¡No sabía que ochocientos cincuenta grados dolieran
tanto!!!
Santa Claus ardió
hasta los huesos, aunque su grasa tardó bastante en consumirse. Los beneficios obtenidos
de la explotación de los lo habían hecho engordar considerablemente.
“¡Ding, dang! ¡Ding, dang, ding!”.
Los elfos
atravesaron las puertas de hierro que cerraban las cavernas, las mismas que sus
bisabuelos y tatarabuelos, algunos de los cuales aún seguían con vida, habían
cruzado en sentido inverso. Pudieron al fin ver la luz del sol. Forky los había
conducido con éxito a la libertad.
Los menos
viejos habían escuchado mil historias sobre los bosques, y la blanca y pura
nieve, y la abundancia de frutos salvajes, y los animalillos del bosque, y sobre
los ogros y los trols, que en el fondo eran buenos compañeros. Mejores que
Santa Claus, al menos.
Pero, cuando
salieron de las cuevas al pie de las montañas, no fue eso lo que encontraron.
“¡Dang, dong! ¡Dang, dong, dung!”.
Ya no había
nieve, sino únicamente un páramo gris y desolado. El bosque había desaparecido,
talado casi por completo. Los buenos elfitos se dieron cuenta de dónde salía
toda la madera con la que hacían los juguetes. Y ya no quedaban animales, no se
escuchaba la música de los pájaros; y los ogros y los trols habían desaparecido
también. Como las canciones y los bailes y la alegría y la felicidad, que nunca
volverían.
Entonces lo
comprendieron: ya no podrían regresar al bosque, tal y como lo habían conocido
los ancianos, pues eso era ya algo del pasado; un bello recuerdo, el tema de las
historias de los abuelos. Los más jóvenes nunca lo conocerían.
Hubo una
fuerte conmoción en la comunidad élfica, pues el destino al que aspiraban, sus
ilusiones, la razón de hacer la revolución, había desaparecido. Todos miraban a
Forky, el Salvador, el líder. ¡Pobre señor Forky, que no supo a tiempo que se
puede acabar con la industria, pero no se puede regresar al mundo anterior a su
aparición!
Forky hizo lo
único que podía hacer para salvar a los elfos, y los condujo de nuevo al último
sitio que les quedaba, lo más parecido que tenían a un hogar: las cavernas.
Allí al menos tenían un cometido, un trabajo, mientras que en el exterior ya no
había frutos que recolectar ni animales a los que acariciar; y necesitaban el
pago por los juguetes manufacturados para poder comprar rica carne en salazón y
bebidas espirituosas.
Así que Forky
comenzó a dirigir todo aquello, como antes hiciera Santa Claus. Encendieron de
nuevo los hornos, y los fuegos de la industria se reavivaron, y con ellos la
producción. Sólo eso traería algún beneficio a su comunidad. Sólo así podrían
sobrevivir.
Y con el paso
del tiempo, el bueno de Forky fue engordando, y engordando, y se hizo un traje
acorde a su posición, con un gran cinturón de cuero, y fue cosechando los frutos
del trabajo de todos los elfitos, y distribuyéndolos según sus propios
criterios e intereses, y todo funcionó de nuevo como solía hacerlo, y ya no era
un elfito tan bien considerado como antes. Ahora él se identificaba más con
Santa Claus, y había llegado a comprender sus motivaciones. Quien quiere el
progreso, tiene que estar dispuesto a pagar un alto precio. Y él lo estaba,
ahora tenía la necesaria visión de conjunto. Después de todo, para continuar
con la producción y hacerse rico, sólo necesitaba una cosa:
¡Un maldito
ejército de elfos verdes!
“¡Ding,
dong!”.
“¡Dong,
dung!”.
“¡Ding,
dong, dung!”.
Fin
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