Relato | Fantasía, humor negro
¿Preferirías que nadie sufriera en la sociedad, o un sistema que garantice que todos sufren por igual? Puede que un sorteo no acabe con los problemas de un país, pero puede hacerlos más llevaderos...
¿Preferirías que nadie sufriera en la sociedad, o un sistema que garantice que todos sufren por igual? Puede que un sorteo no acabe con los problemas de un país, pero puede hacerlos más llevaderos...
D. D. Puche
26/10/2019 ©
El Biblioverso
España estaba hecha un cisco. El trabajo era cada vez más escaso y
precario, los sueldos más bajos, la gente estaba más necesitada, y la
infelicidad aumentaba cada año. Pero esta situación contrastaba con la
vida de algunos que no tenían problemas ni carencias, que vivían en
casas de ensueño, tenían todos los lujos a su alcance y, en fin, se lo
pasaban muy bien.
Les presentaré a los primeros: eran los llamados “trabajadores” (operator famelicum), que cada día que pasaba estaban más y más puteados y descontentos
con todo. Los segundos ‒un placer conocerlos‒
eran conocidos como “empresarios” (avarum saurus), los cuales se
quedaban con prácticamente todos los beneficios que producía el trabajo
de los primeros, y así, vivían de maravilla gracias a ellos. Sin
embargo, no se lo agradecían.
Enormes y preciosas casas, varios cochazos, relojes carísimos, joyas y
arte, viajes de ensueño… los empresarios tenían ‒y de sobra, además‒
todo aquello a lo que los trabajadores no podían acceder. Éstos se
limitaban a admirar su nivel de vida en las revistas y en programas de
televisión. Era como si los empresarios viviesen en otro mundo, pero no:
su mundo estaba aquí al lado. ¿Qué los separaba, entonces?
Resultaba extraño que algunos lugares, por ejemplo, un antiguo palacete
construido siglos atrás, o una hermosa playa privada, fueran sólo para
los ricos, y que los pobres no pudieran entrar. ¡Si se habían duchado
después del curro! ¿Por qué sencillamente no rompían el cordón
imaginario que separaba sus mundos y accedían a la burbuja de
comodidades de las que disfrutaban los empresarios? Pero no; la
propiedad privada de esas cosas era absolutamente inviolable. De hecho,
los cimientos de la civilización no eran ‒como se decía‒
el derecho o la ética; ni las sagradas instituciones religiosas, ni la
familia; no. Parecían ser, más bien, el que esas cosas estuvieran
reservadas a muy pocos. Unas cosas que, de haber sido compartidas, hubieran hecho que todos
estuvieran más contentos. Así habrían ido más a gusto a trabajar. Pero
la propiedad es más importante que la vida.
Y… tenía que pasar. Los tumultos empezaron a sucederse, uno tras otro,
cada vez peores. Los pobres, los currelas, querían tocar a más en el
reparto social y, sin embargo, les daban cada vez menos. Tan sólo las
migajas de la riqueza que ellos mismos producían. Mientras tanto, los
empresarios se quedaban cada vez más tajada, y más, y más, para vivir
mejor, y mejor, y mejor.
Las revueltas, al principio manifestaciones laborales pacíficas, se
fueron convirtiendo en verdaderas batallas campales. Los innumerables
grupos de trabajadores, protestando en las calles, eran imparables, y
pronto la economía del país empezó a resentirse. Los trabajadores fueron
los primeros en notarlo, pues como no tenían nada, al dejar de recibir
su exiguo salario se vieron muy pronto acuciados por las necesidades más
básicas. Los empresarios, en cambio, tenían un colchón mucho mayor para
resistir, pero comprobaron que sus cuentas de beneficios, que eran lo
único sagrado para ellos, iban menguando por la inactividad.
Además, que las masas enardecidas de pobretones rompieran las verjas de
sus mansiones, saltaran los muros y se metieran dentro, tampoco les
hacía gracia.
La situación se recrudeció muchísimo, porque nadie estaba dispuesto a
dar su brazo a torcer, y los políticos, cuando vieron cómo se torcía
todo, se fueron de vacaciones al extranjero. Pero, en la hora más
oscura, cuando todo parecía perdido, y el país iba a colapsar
económicamente, unas mentes preclaras lo resolvieron todo de un día para
otro.
En primer lugar, se hizo un nuevo censo de la población, dividiéndola
en dos categorías a las que llamaron “amos” y “esclavos”. A los
trabajadores no les hizo mucha gracia que los llamaran “esclavos”, y a
los empresarios “amos”, pero bueno, sólo se hacía explícita la
realidad. La proporción era de
un amo por cada cien esclavos, aproximadamente. Se aseguraron de que
todo el mundo estuviera en una lista u otra, sin ambigüedades. De lo
contrario, el plan no funcionaría.
Y en segundo lugar, crearon el Sorteo. Lo llamaron así porque era como
la lotería. Se metían en el ordenador los nombres de todos los amos, y
el programa, de forma totalmente aleatoria, sacaba un nombre. Esto se
haría una vez al año.
¿Y qué le pasaba al amo (empresario) cuyo nombre salía en la pantalla
como el Elegido? Pues que lo ejecutaban en la plaza pública.
Al principio, como era de esperar, hubo algunas reticencias. No todos
los amos parecían estar de acuerdo. Pero como los esclavos aceptaron el
Sorteo a cambio de abandonar las protestas y volver a sus miserables
trabajos y sus miserables vidas, todo el mundo acabó reconociendo que
era la mejor solución.
Para que todo funcionara con las debidas garantías, se formaron comités y auditorías ‒en los que participaban amos y esclavos‒ encargados de supervisar la transparencia del proceso, sobre todo para vigilar que ningún nombre fuera eliminado del del censo y pudiera escapar del azar justiciero. Algunos amos, muy cucos, propusieron medidas como que el día de celebración del Sorteo fuera cada 29 de febrero… Pero no colaron.
¿Y funcionó este sistema? Vaya que si funcionó. La paz social se
reinstauró de inmediato. Los esclavos seguían siendo esclavos, y los
amos, amos, pero todos asumieron su papel en el cruel engranaje social;
de hecho, en torno a este evento se levantó una tremenda expectación. La
gente vivía para él.
Se decidió que el Sorteo se celebraría cada 24 de diciembre, para
comenzar bien las fiestas, y la ejecución se llevaría a cabo al día
siguiente, en Navidad. Ya desde el primer año, esta fecha empezó a ser
rebautizada por el pueblo como el Día de la Justicia.
Los primeros años, las ejecuciones se hicieron en la Puerta del Sol de
Madrid ‒con una amplia cobertura mediática‒; pero, tras cinco ediciones, en las demás regiones empezaron a
reclamar su parte de la diversión. Y así, el Día de la Justicia fue
rotando de provincia en provincia, para mayor gloria del país y su nueva
estabilidad.
Otra cosa curiosa fueron los métodos de ejecución empleados. El primer
año se dejó decidir al Elegido ‒pues el procedimiento aún estaba en pañales‒, y eligió la soga. Pero en los años siguientes esta cuestión se
sometió a un referéndum nacional, que se repetiría cada año, siempre dos
meses antes de la ejecución. De este modo, se pasó de la horca a la
guillotina, y de ésta a la silla eléctrica, y después al garrote, y al
año siguiente a la inyección letal, y al otro, de vuelta a la horca…
Pero el método que lleva más años practicándose, el favorito de la
ciudadanía, es la guillotina, el mayor instrumento de justicia de la
historia de la humanidad. Ver separarse la cabeza del cuerpo siempre es
un éxito de público y crítica.
No obstante, según aumentaba la miseria de los esclavos, y aumentaba la
riqueza de los amos ‒porque eso no cambió‒, el Día de la Justicia fue resultando insuficiente, hasta el punto de
no poder mantener la paz social. Por eso se pasó, tras casi dos décadas,
del Sorteo anual a otro mensual. Y así, se empezó a ejecutar a un
empresario cada fin de mes, hasta un total de doce al año ‒aunque el de diciembre siguió siendo el más popular y celebrado‒. Hubo movimientos cívicos que pedían que fueran cincuenta y dos al
año, a razón de uno por semana; pero se estimó que eso sí podía
afectar a la salud económica de la nación, y se rechazó.
De esta forma, los pobres trabajadores siguieron soportando año tras
año penalidades y sufrimientos, sabiendo al menos que de vez en cuando
a un rico le tocaría pagar. Las ejecuciones son muy efectivas para
calmar los ánimos. En cuanto a los empresarios, con tal de mantener
sus privilegios, asumieron que un buen día podría tocarles. Era poco
probable, pensaban, tanto como que te toque la lotería, así que todos
consintieron. Si ésa era la forma de apaciguar el país y mantener sus
ganancias, bien estaba. El riesgo era mínimo. Y, en todo caso,
la propiedad es más importante que la vida.
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