Retomamos las andanzas de Galadhor, nuestro héroe de fantasía medieval ibérica.
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Relatos | Fantasía
CRÓNICAS DE GALADHOR
La aventura del pueblo fronterizo de Tierraseca
II
El caballero subió a lomos de su fiel corcel y se encaminó calle abajo, hacia el sur. Contempló más casas de aspecto triste y vio unos cuantos burros escuálidos, tanto que se les notaban las costillas. Entonces el chico lo alcanzó al trote y se puso a caminar a su lado, mirándolo de reojo, pero sin decir nada.
Galadhor lo ignoró, aunque le echaba
un ojo de tanto en tanto. Llegaban al final de la miserable calle cuando el
chico habló:
−Señor… ¿No necesita un escudero?
−No, no necesito un escudero, y desde
luego tú no lo eres.
−¿Un mozo, quizá, que cuide su
caballo?
−No.
−Sé cazar, señor. Soy el mejor
tirador del pueblo con un tirachinas. Que si le endiño bien a un conejo lo dejo
seco, y le puedo traer comida cuando acampe por ahí.
−No dudo de que sepas cazar,
muchacho, pero no me hace falta ayuda. Y además, ¿no te echarían tus padres de
menos?
−Mi madre es la puta del pueblo,
señor. Y ya sabe, un hijo que se marcha es una boca menos que alimentar… Y mi
padre… A mi padre le gusta pegarme con el cinto.
−Lo siento, pero no puedo ayudarte.
Salieron de los límites del pueblo,
tomando el desdibujado camino del sur, que debía llevar, en una encrucijada a
cosa de una legua, a la vía real que conducía a la capital. El chico aún lo
seguía, levantando el polvo al golpear en el suelo con los pies.
−Vuelve a tu casa, muchacho. No puedo
cargar con más compañía que yo mismo.
−Entonces, ¿me va a dejar aquí?
−Prueba con otro viajero. Quizá
alguno te lleve lejos y puedas escapar de aquí.
El chico se detuvo y se quedó contemplando
cómo se alejaba al caballero, muy apesadumbrado. Levantó la voz, en un último
intento.
−Lo intenté con un par de correos reales,
pero ésos no hablan ni hacen caso de nadie…
−Es su labor, chico.
−Y no hubieran podido llevarme muy
lejos, de todas formas. Ni siquiera llegaron a salir del pueblo.
Galadhor ordenó detenerse a Meteoro
en seco. Tirando suavemente de las riendas, dio media vuelta y se dirigió hacia
el chico, que había quedado unas yardas atrás.
−¿Cómo que ni siquiera llegaron a
salir del pueblo? ¿Qué has querido decir? −preguntó el caballero,
repentinamente interesado.
−Bueno, yo… no sé nada.
−Vaya, si sabes. Demasiado listo
eres, creo yo.
−Debería hacerle caso y volver a
casa…
−Hace un momento no querías volver
allí. Dime lo que sabes o bajaré del caballo, te ataré a un árbol y te daré
unos azotes.
El muchacho dudó unos instantes, pues
sin duda algo le daba mucho miedo; pero bien pensado, tampoco le apetecía
recibir los azotes de un caballero, que quizá fueran peores que los de un
labriego, meditó.
−Sólo sé que en los últimos tiempos
varios correos, que han pasado por el pueblo, y han parado a comer algo, nunca
llegaron a salir. Y nada más puedo decir… ¡A mí no me cuentan nada!
Galadhor miró al horizonte,
pensativo, tratando de decidir qué hacer, o más bien si debía hacer algo.
−¿Hay una hospedería en el pueblo?
−Oh, sí, señor. La Casa de Roque, le
dicen. ¡Allí suele trabajar mi madre!
−Bien… −respondió Galadhor, con algo
de asco−. Llévame allí.
−¿Me ganaré otra moneda de cobre,
señor?
No era avispado ni nada, el muchacho.
−Toma, diablo −dijo Galadhor,
lanzándole otra moneda−. Llévame allí cuanto antes.
Desanduvieron el trecho que habían
recorrido hasta llegar de nuevo a las lindes del pueblo. En aquella época del
año anochecía pronto, de modo que ya estaba el sol declinando para cuando
llegaron a la plaza principal, donde estaba la hospedería del tal Roque. Galadhor
puso pie en tierra.
−Detrás hay una cuadra, señor −dijo
el muchacho−. Puedo dejar su caballo allí. Verá que bien está.
Si te gusta leernos, te gustará escucharnos ⏩
−¿Qué tal otra moneda?
−Nada de más monedas. Haz lo que te
digo.
El chico tiró de las riendas de
Meteoro y lo condujo por una callejuela lateral a la cuadra en la parte posteror
de la hospedería.
−¡Espera, muchacho!
−¿Sí, señor?
−¿Cómo te llamas?
−Me llaman Tone, mi señor.
−Yo soy Galadhor. Galadhor de Castelia.
Escúchame bien: quiero que cuides de mi caballo toda la noche, hasta el alba. Y
si lo haces bien −dijo, mostrándole una reluciente moneda−, te habrás ganado
una de plata.
−¿De plata? ¡Caramba!
−Ésta te la daré después de que hayas hecho el trabajo
y yo esté satisfecho, ¿entendido?
−Después, sí señor. No me despegaré
de él ni un minuto, señor. Dormiré a su lado, y le cantaré canciones, si hace
falta. Pienso cuidarlo como si fuera la mismísima Emperatriz, señor.
−Bien… Y ahora, largo.
Tone se marchó hacia la parte de
atrás del edificio, y Galadhor se encaminó a la entrada. Algunas miradas
inquisitivas de paisanos en la plaza parecían decir “no te queremos aquí”.
Traspasó la puerta y se encontró en un
antro miserable, como todo lo demás allí, con una pequeña y descuidada barra,
varios toneles, un salón lúgubre al fondo, donde se encontraban algunos
parroquianos disfrutando de la compañía femenina que ofrecía el lugar. El
conjunto era encantador.
Según se entraba se topaba uno con una
mujer obesa y con bigote, sentada junto a una caja de madera llena de dinero,
que contaba de forma vil, y una botella de licor. Vileza era la palabra; lo que
se respiraba en el ambiente, desde luego.
−Roque, supongo… −dijo Galadhor.
−Roque no está ahora. Se está beneficiando
a alguna zorra de ésas… ¿Viene a cobrar alguna deuda? ¿Qué quiere?
−Una habitación. Necesito pasar la
noche.
La gorda lo miró de arriba abajo y
escupió al suelo.
−No tenemos habitaciones para gente
noble como usted.
−Me bastará una habitación para gente
que no sea noble.
La gorda dudó un par de minutos
enteros, mientras le pegaba dos largos sorbos al apestoso licor que tenía sobre
la mesa y eructaba sonoramente.
−No alquilamos habitaciones
individuales.
−Una para mí y para mi compañía,
entonces.
La gorda lo siguió mirando con
desprecio, pero finalmente llamó a una de las mujeres que estaban allí, la cual
esperaba clientes apoyada en una pared.
−¡Amadora! ¡Mueve el culo y atiende a
este cliente! −le gritó de malas formas−. Serán seis monedas de cobre −le dijo ahora
a Galadhor−: cubren la habitación, la bebida y el coño.
Era un precio claramente abusivo, al
menos por dos de aquellas tres cosas, pero Galadhor se avino a pagarlo.
−Enseguida le arreglamos una
habitación, en cuanto el gorrino del regidor termine con su chica favorita.
¡Cleto, acaba ya con la pobre Teresa, que la vas a aplastar! ¡Córrete ya,
maldito gordo borracho!
Un escalofrío de pura repugnancia
recorrió a Galadhor de pies a cabeza.
−No se preocupe por eso… Ésta es una
casa honorable: cambiamos las sábanas después de cada cliente.
Eso tan sólo hizo sentirse a Galadhor
un poco menos asqueado.
−Mientras, tome asiento por ahí y
disfrute de la compañía y la bebida.
La tal Amadora, una puta escasamente
vestida, pero que parecía menos aborrecible que todo lo demás, se aferró
dulcemente al brazo de Galadhor y lo condujo a una mesa, cerca del fuego, donde
lo hizo sentarse. Pese a todo, su perfume le resultó embriagador.
−¿Qué queréis que os traiga, amor mío?
−¿Qué es lo más fuerte que tenéis
aquí? Me hará falta algo realmente fuerte.
−¿Lo más fuerte? −repitió Amadora−.
Licor de fuego. Lo hacemos con rábanos fermentados con una pizca de veneno de jugo
de sapo. Aquí lo toman mucho los que quieren olvidar.
Aquello parecía una mezcla capaz de
matar a un oso.
−Mejor tráeme una simple botella de
vino dulce.
−Como deseéis, cielo mío.
Galadhor se encontró, así, en mitad
de aquel salón escasamente iluminado, un antro de mala muerte donde las risas
de borrachos, las putas fingiendo amarlos, y el hedor de distintos tipos de
alcohol casero, mezclado con el ambiente del lugar, le hicieron desear que
algún dios magnánimo destruyera en aquel instante ese pueblo entero, con todos
sus habitantes. Pero los dioses no escuchan…
Poco después aparecía Amadora con una
botella de vino y dos copas, tratando de dar algún toque vagamente elegante a
la escena. Se sentó sobre las rodillas de Galadhor, sirvió una copa, que llenó
hasta arriba, y se llenó la boca del dulce vino, sin tragarlo. Entonces acercó
su boca a la de él y, con un beso, dejó verterse el vino entre sus labios. Acto
seguido, dejó caer otro poco de vino sobre sus senos, los cuales se descubrió,
y se los arrimó a la boca a Galadhor, para que probara el vino allí también.
Nuestra revista
The Hellstown Post (ISSN: 2659-7551), revista digital de aparición semestral dedicada especialmente a la fantasía, el terror y la ciencia ficción. ¡¡¡Buscamos colaboraciones para el número 3!!!
Esta vez, Galadhor no lo probó.
−¿No os gustan mis tetas, mi señor?
−Claro que me gustan. Pero esperemos
a estar en la habitación.
−Como deseéis −dijo ella, y sirvió el
dulce vino en la otra copa, para que Galadhor bebiera de ella.
Eso hizo, mientras miraba en derredor
suyo, tratando de ver si algún rostro le resultaba familiar, o si veía algo
sospechoso. Era un vino malo, pero calentó sus entrañas. Algún cliente más
entró al salón, y otra puta acudió en su busca. Debía de ser el negocio más
boyante del pueblo. Quizá el único.
−¿Qué os preocupa? ‒preguntó
Amadora‒. ¿No os gustan mis atenciones, o mi rostro? Cuando
pasemos dentro sabré entreteneros mejor que aquí.
−Sois muy bella, doy fe. ¿De dónde
sois, si puedo preguntarlo?
−Soy de aquí del pueblo, mi señor.
−Veo que habláis muy correctamente
para ser una vulgar villana, lo que significa que habéis recibido alguna
educación. Y eso no ha podido ser en este pueblo olvidado de Dios. De modo que
procedéis de otro sitio, porque no creo que nadie pueda regresar jamás a este
lugar. Lo cual me lleva a pensar que venís de algún sitio mayor, y quizá de una
familia menos humilde de lo que vuestra profesión da a entender.
Amadora se quedó callada, sin saber
qué responder, y evitó mirar a Galadhor a los ojos.
−Soy quien queráis que sea: puta,
villana, o una reina, si eso es lo que os place. Decidme qué deseáis, y lo haré
realidad.
Galadhor no respondió, ni siguió
hurgando en esa evidente herida, que al fin y al cabo no era asunto suyo. Tan
sólo siguió bebiendo, mientras Amadora esperaba sentada a su lado, sin entender
muy bien qué quería el caballero de ella.
Al rato, una puerta se abrió de golpe,
tras unos ahogados gritos, y por ella salió un repugnante gordo sudoroso,
vistiéndose todavía, rojo como un tomate, y con expresión de satisfacción. Se
acercó a la barra, se bebió de un trago un vaso de licor que tenía allí esperando
la bigotuda de la entrada, le dejó unas monedas más, y se largó del
establecimiento. Poco después aparecía en la puerta de esa misma habitación,
tapándose con una sábana, una chica morena que apenas tendría dieciséis años,
con la cara morada de golpes y a la que le costaba tenerse en pie.
Dos compañeras la sostuvieron y se la
llevaron a alguna estancia posterior, mientras una vieja entraba en la
habitación y parecía, en efecto, que ponía sábanas limpias. O por lo menos más
limpias que las anteriores.
Galadhor estuvo tentado de hacer
algo, pero se quedó en su rincón, cerca del fuego, con el muslo de Amadora
sobre su regazo, bebiendo el dulce vino. Observando, nada más.
Al punto entraron, armando jaleo, un
grupo de lugareños, cinco o seis, que por cómo se comportaban, y cómo exigían a
la de la entrada, debían de creerse los amos del pueblo. Inmediatamente el
caballero reconoció al menos a tres de ellos; uno, en particular, era al que le
había atravesado la mano, el cual parecía el cabecilla de aquel grupo. Se
pasearon por todo el local manoseando y agarrando a las chicas, quitando a
alguna de ellas de encima de su cliente, y tomando las botellas que les
apeteció.
La dueña, y su marido, el tal Roque,
que en ese momento salía de otra habitación, trataron de llamarlos a la
discreción sin ningún éxito; se conformaron con rogarles que no armaran gran
estropicio. Sobaron a todas las putas con las que se toparon, y les dieron
sucios besos, con sus apestosas bocas, que ellas trataron de evitar. Parecía
que ya venían borrachos de otro sitio,
y con ganas de llamar la atención.
−¡Vamos a ver! ¿Qué tenemos aquí?
−dijo, en voz alta, y tambaleándose, el tipo de la mano vendada−. Tenemos
dinero y hemos venido a divertirnos, ¿y esto es todo lo que hay? ¡Roque, saco
de estiércol, saca tus mejores licores y llévate de aquí a estas putas viejas!
¡Queremos carne joven!
Los otros silbaban y se reían, como
la patética banda que eran, siguiendo a su cabecilla. Roque, muy azorado,
trataba de que la situación no se le fuera de las manos, y de una sala anexa
hizo venir a varias chicas más, bastante jóvenes, a las que les tocó lidiar con
semejante rebaño.
−¡Eso está mejor! ¡Venid aquí,
zorras! ‒gritó el cabecilla.
Amadora se estremeció y se arrimó aún
más a Galadhor, quien permanecía en silencio, observando aquella lamentable demostración
de bajeza y depravación… Y eso que aquél ya era de por sí un antro de bajeza y depravación.
Las muchachas, que serían las únicas
mozas núbiles del pueblo, sólo trataban de quitárselos de encima; pero no
tenían opción. Algunos de aquellos hombres se quedaron en la sala, bebiendo y
armando jaleo, y obligando a sentarse a varias de las jóvenes sobre ellos. Otros
dos de ellos, incluido el líder, se llevaron a rastras a dos de las chicas a
las habitaciones. Una de esas habitaciones era la que habían asignado a Galadhor.
El jefe de la banda cogió a una chica, se la echó sobre el hombro como si fuera
un saco, entró en la habitación con ella, y nada más cruzar el umbral la lanzó
sobre la cama y dio un portazo tras de sí.
Además de las protestas de las chicas
en la sala, se podían oír gritos procedentes de las habitaciones.
Galadhor dejó su jarra sobre la
mesita de madera que tenía al lado y se levantó.
−No vayáis −le susurró Amadora−. No
podéis hacer nada.
−Ésa es mi habitación −respondió él−. Voy a indicarle que se ha confundido.
Avanzó entre las mesas y se dirigió
al lado opuesto del salón, hasta la puerta de esa habitación. La abrió de una
patada y se encontró al canalla forcejeando con la chica, apenas una niña, que
trataba inútilmente de quitárselo de encima. En ese momento le estaba
arrancando la ropa, y ella, con las piernas abiertas, y él, con la polla ya fuera,
se quedaron mirándolo sorprendidos.
−¡Otra vez tú, maldito forastero! −le
gritó, furioso, a Galadhor.
Éste desenvainó su espada y le puso
la punta a la altura de la entrepierna. El tipo no abrió la boca, levantó las
manos y no hizo movimiento alguno. La muchacha rápidamente se levantó y se arregló
las ropas. A continuación se echó contra la pared, al otro lado de la cama, y
allí se quedó, inmóvil, contemplando la situación.
−Por favor… tenga… cuidado… con eso…
−balbució el canalla, menos viril que instantes antes. Ya no tenía la polla tan
dura.
Mientras, a espaldas de Galadhor, se formaba
un revuelo, ya que todos los presentes se habían quedado estupefactos cuando
abrió la puerta de una patada. Pero ahora los camaradas del matón se
arremolinaban en la puerta de la habitación −incluido el que había entrado en
otra con una chica, que había salido subiéndose los pantalones al oír el jaleo−,
aunque temerosos de actuar.
−Elige: ¿tus testículos o tu miembro?
−preguntó Galadhor.
−¿Q… Qué? −respondió el otro,
aterrado.
−Ya te he cortado una mano, lo cual
no te ha impedido emborrarte e ir de putas unas horas después. Te aplaudo. Pero
ahora te digo que elijas: ¿quieres que te corte tus míseros huevos, o esa
ridícula verga?
El tipo, antes tan bravucón, ahora
temblaba como un flan.
−Yo… no… por… por favor…
Unos gritos interrumpieron a Galadhor.
−¡Eh, tú, imbécil! ¿Qué crees que estás
haciendo?
Una mano se echó sobre el hombro de Galadhor,
y éste, sin girarse siquiera, dio un fuerte codazo hacia atrás, que partió los
dientes del impetuoso indeseable; los pocos dientes que le quedaban, de hecho.
Entonces, sin emplear siquiera su espada, se volvió para enfrentarse a los
demás, que se le echaban encima. Las mujeres chillaban, aterradas, y Roque casi
se mea encima.
Uno de los hombres intentó darle un
puñetazo, que Galadhor esquivó sin mayor dificultad, y acto seguido le propinó
tal gancho en el estómago que lo dejó sin respiración; a otro, que no debía de
esperárselo, le lanzó directamente un puñetazo con la izquierda, directo a la
nariz, que lo dejó fuera de combate. El tercero, un gordo, se le echó encima y ambos
cayeron y rodaron por el suelo. Amadora lanzó un grito, en ese momento,
asustada por su campeón. El hedor del aquel desgraciado era insoportable, de
modo que Galadhor le colocó, como pudo, los pies debajo, y lo lanzó contra la
pared con un fuerte impulso. Se levantó de un salto mientras el individuo
pestilente se recuperaba del golpe contra la pared; Galadhor sacó su cuchillo
de la funda en su cinto y lo lanzó diestramente hacia su cara. Se clavó en la
madera del marco de la puerta, a apenas un cabello de la mejilla del gordo, por
la que cayó un hilo de sangre. No se atrevió a intervenir más en la pelea.
Mientras todo esto sucedía, el
cabecilla se había recompuesto lo suficiente como para romper una botella de
vino e intentar clavársela a Galadhor por la espalda. Otro error en su cuenta.
No previó los mayores reflejos de su adversario, ni que en un abrir y cerrar de
ojos, con un ágil revés, rebanaría limpiamente los dedos que sujetaban el
cuello de la botella, dejándolo ahora sin ninguna mano útil. El tipejo acabó en
el suelo, gritando de dolor e intentando contenerse la hemorragia.
Los miembros de la panda se ayudaron unos
a otros a levantarse y salieron escopetados de allí, como los vulgares cobardes
que eran. Galadhor limpió la hoja en la sábana de la cama y la envainó; y acercándose
al marco de la puerta donde había clavado su cuchillo, lo arrancó de la madera
y lo envainó también. Ambas hojas habían bebido sangre, aunque casi de forma
testimonial. Entretanto, Amadora se lanzó hacia él, y en general, todas las presentes
parecían aliviadas de que aquellos buscadores de problemas se hubieran largado.
Únicamente el tal Roque no parecía muy contento:
−No sabéis lo que habéis hecho −le
dijo el dueño del local−. Volverán otro día, cuando vos no estéis ya aquí, y
será peor para los que sí estemos.
−De nada −respondió escuetamente Galadhor.
Amadora se abrazó dulcemente a él y
lo besó. Otras de las chicas se acercaron también, pero ella las apartó con un
gesto.
−Es mi cliente −les dijo, y luego susurró
a Galadhor: −Ven conmigo. Arriba hay otro lugar mejor. Por esas escaleras.
Condujo a Galadhor hasta unas
pequeñas escaleras de madera en un rincón, que daban a un piso superior, con
varias habitaciones más. Hizo pasar a una de ellas al caballero y, una vez
dentro, cerró con el pestillo. Había una cama, una palangana y un pequeño
armario. Le ayudó a quitarse sus armas y su vestimenta.
−Nadie nos molestará aquí.
Cuando lo hubo desnudado, se desnudó
ella también, y lo condujo a la cama, donde se tumbó a su lado.
−Has de saber que yo nunca pago a
mujeres para yacer con ellas −dijo Galadhor.
−Olvidad que habéis pagado por mí.
Considerad esto un regalo inesperado… para ambos.
Amadora lo besó dulcemente, y se
entregó, con él, al hechizo de la noche.
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